Cuando Jewell terminó al cabo de una hora, recogió sus cosas, se despidió de Caleb y se marchó. Annabelle la siguió al minuto y la alcanzó en la calle mientras la mujer esperaba un taxi. Annabelle se había puesto un pañuelo en la cabeza y una chaqueta larga que llevaba en el bolso. Cuando el taxi paró junto a la acera, Annabelle actuó. Chocó con Jewell e hizo que se le cayera el bolso. Introdujo la mano y la sacó tan rápido que, aun estando al lado, nadie habría sido capaz de advertir el movimiento.
– ¡Oh, Dios mío! -dijo Annabelle, con acento marcadamente sureño-. Querida, cuánto lo siento. Mi mamá no me educó para ir por ahí chocando con damas como usted.
– No pasa nada, bonita -dijo Jewell, un poco afectada por la colisión.
– Que pase un buen día -dijo Annabelle.
– Tú también -dijo Jewell amablemente mientras entraba en el taxi.
Annabelle palpó la funda de las gafas floreada que se había guardado en el bolsillo. Al cabo de unos minutos, volvía a estar en la sala de lectura. La recepcionista había cambiado. Caleb se acercó corriendo a Annabelle.
– Dawn -le dijo a la recepcionista-. Voy a enseñarle rápidamente la cámara a la señorita Abruzzio. Es de fuera y está de visita. Eh… ya he pedido la autorización a los jefes -mintió. Este incumplimiento de las normas habría resultado impensable hacía algún tiempo; pero, después de todo lo que había pasado, Caleb consideraba que encontrar al asesino de Jonathan era más importante que cumplir las normas de la biblioteca.
– De acuerdo, Caleb -dijo Dawn.
Los dos entraron en la cámara y Caleb llevó a Annabelle a la sala Jefferson, donde podían hablar en privado. Ella le enseñó las gafas.
– ¿Quieres probártelas? Yo me las he puesto y no veo gran cosa.
Caleb se las puso e inmediatamente se las quitó.
– ¡Dios mío, qué raro!, es como mirar a través de tres o cuatro capas de cristales distintos, con pequeñas manchas solares. No lo entiendo. Con las que me dejó aquel día veía perfectamente.
– Motivo por el que te dio esas gafas y no éstas. De lo contrario, te habría parecido extraño. ¿Tienes el libro que ha pedido?
Le enseñó el Beadle.
– He fingido que lo guardaba en su sitio.
Annabelle cogió el libro.
– Parece de baratillo.
– Ésa es la cuestión. Son novelas baratas del siglo XIX.
– Parecía estar leyendo el libro tranquilamente con estas gafas. Me refiero a que tomaba notas.
– Sí, cierto. -Caleb se puso las gafas lentamente y abrió el libro entrecerrando los ojos.
– ¿Ves algo? -preguntó Annabelle.
– Está un poco borroso. -Pasó varias páginas y, de repente, se paró-. Un momento, ¿qué es eso?
– ¿Qué es qué? -dijo ella.
Señaló una palabra en la página.
– Esta letra está resaltada. ¿No lo ves? Es amarillo brillante.
Annabelle miró donde señalaba.
– No veo nada de eso.
– ¡Ahí! -exclamó, poniendo el dedo encima de la letra «e» en una palabra de la primera línea.
– Yo no la veo brillante y… -Se calló-. Caleb, dame las gafas. -Annabelle se las puso y miró la página. La letra era amarilla brillante y, literalmente, saltaba de la página. Se quitó las gafas muy despacio-. La verdad es que son especiales.
Caleb observaba la página a simple vista. No brillaba nada. Volvió a ponerse las gafas y la letra «e» brilló.
– Y hay una «w» y una «h» y una «f» que también están resaltadas. -Pasó la página-. Otra «w», una «s» y una «p». Y muchas letras más. Todas resaltadas. -Se quitó las gafas-. «E», «w», «h», «f», «w», «s», «p». ¡Menudo galimatías!
– No, es una clave, Caleb -declaró Annabelle-. Estas letras forman una clave secreta y se necesitan estas gafas especiales para verlas.
Caleb estaba perplejo.
– ¿Una clave secreta?
– ¿Sabes qué otros libros ha mirado recientemente?
– Son todos de Beadle, pero puedo comprobar las hojas de solicitud.
Al cabo de unos minutos había reunido seis libros. Los repasó página por página con las gafas puestas, pero no vio que brillara ninguna letra.
– No lo entiendo. ¿Sólo era ese libro?
– No puede ser -repuso Annabelle, frustrada. Sostuvo el libro con las letras brillantes-. ¿Puedo llevármelo?
– No, en esta biblioteca no se prestan libros.
– ¿Ni siquiera a ti?
– Bueno, sí, yo puedo; pero tengo que rellenar una hoja de solicitud por cuadriplicado.
– ¿O sea que el personal de la biblioteca podría saber que lo has sacado?
– Sí.
– ¡Lástima! Podríamos alertar a alguien sin querer.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Caleb, alguien de aquí ha tenido que resaltar esas letras. Si te llevas a casa uno de los libros en cuestión, las personas que están detrás de esto, sea lo que sea, podrían estar sobre aviso.
– ¿Insinúas que alguien de la Biblioteca del Congreso se dedica a poner claves secretas en libros raros?
– ¡Sí! -exclamó ella, exasperada-. Dame ese libro. Lo sacaré del edificio. Es pequeño y fino, no me costará nada. Un momento, ¿los libros llevan dispositivos electrónicos antirrobo?
A Caleb le horrorizó la sugerencia.
– ¡Mujer!, son libros raros, y eso equivaldría a profanarlos.
– ¿ Ah, sí? Pues parece que alguien ya lo ha hecho resaltando las letras. Así que me llevo el libro prestado unos días.
– ¡Prestado! ¡Ese libro es propiedad de la Biblioteca del Congreso!
– Caleb, no me obligues a enfrentarme a ti. Me llevo el libro. -El volvió a protestar, pero ella lo cortó-. Quizá tenga algo que ver con la muerte de Jonathan -dijo Annabelle-. Y, de ser así, me importan un bledo las normas de la biblioteca; quiero saber la verdad sobre su muerte. Eras su amigo. ¿No lo quieres saber?
Caleb se tranquilizó.
– Sí, pero no será fácil sacar el libro de aquí. En teoría, tenemos que mirar todos los bolsos antes de que la gente salga de la sala. Claro que puedo fingir que miro el tuyo, pero los guardias también miran los bolsos antes de la salida del edificio y son muy minuciosos.
– Como te he dicho, no me supondrá ningún problema. Esta noche se lo llevo a Oliven Reúnete conmigo en su casa después del trabajo. Es posible que el entienda algo de todo esto.
– ¿Qué quieres decir? No niego que parece que tiene ciertas habilidades y conocimientos que están fuera de lo común, pero ¿códigos secretos? Eso son cosas de espías.
– ¿Sabes? Para pasarte el día rodeado de libros, ¡eres la persona más negada que he conocido en mi vida! -declaró ella.
– ¡Ese comentario es muy ofensivo y grosero! -se enfureció él.
– ¡Eso es lo que pretendía! -espetó Annabelle-. Venga, dame un poco de celo.
– Celo, ¿para qué?
– Tráemelo y calla. -Caleb fue a buscar celo a un pequeño armario situado en la zona principal de la cámara-. Ahora, date la vuelta.
– ¿Qué?
Ella le dio la vuelta. Mientras estaba de espaldas, Annabelle se subió la falda hasta la cintura, se colocó el libro en la cara interior del muslo izquierdo y lo sujetó allí con el celo.
– Así se aguantará; aunque, cuando me lo quite, me va a doler.
– Por favor, dime que no haces nada que pueda dañar el libro -dijo Caleb muy serio-. Es una pieza histórica.
– Gírate y lo verás con tus propios ojos.
Caleb se dio la vuelta, vio el libro y también sus muslos pálidos al aire, además del borde de las bragas, y se quedó boquiabierto.
– El libro estará muy contento aquí, Caleb, ¿no crees? -dijo con voz entrecortada.
– Nunca jamás, en todos los años que llevo de bibliotecario en esta venerable institución… -empezó a decir con la voz temblorosa por la conmoción, aunque sin apartar la mirada ni una sola vez de las piernas de Annabelle, mientras el corazón le palpitaba en el pecho.