Caleb no estaba muy convencido:
– ¿En la cámara? Muy pocas personas podrían. El director y el bibliotecario del Congreso son las únicas dos personas que se me ocurren. El ordenador está programado para denegar el acceso a cualquier otra persona una vez que se cierra la biblioteca; a no ser que se haya solicitado un permiso especial. De ninguna manera es algo que pueda hacerse todos los días.
– ¿O sea que DeHaven tenía acceso a la cámara fuera del horario de apertura? -preguntó Stone.
Caleb asintió lentamente.
– Sí, lo tenía. ¿Crees que formaba parte de la red de espionaje? ¿Y que por eso lo mataron?
Annabelle empezó a protestar pero luego pareció que se lo pensaba dos veces.
– No sé, Caleb. -Stone se puso en pie-. Ahora lo que tenemos que hacer es actuar. Caleb, llama a Jewell English y dile que se le cayeron las gafas en la biblioteca y que las has encontrado. Dile que se las llevas.
– ¿Esta noche? Ya son las nueve -dijo Caleb.
– ¡Tienes que intentarlo! Lo que tengo claro es que no tenemos mucho tiempo para actuar. Y, si ha huido, tenemos que saberlo.
– Oliver, quizá sea peligroso -intervino Annabelle-. ¿Y si sigue aquí y sospecha que pasa algo?
– Caleb llevará un aparato de escucha. Sé que Milton tiene uno de esos cacharros en casa. -Milton asintió y Stone continuó-: Milton irá con él a casa de English pero permanecerá oculto en el exterior. Si pasa algo, puede llamar a la policía.
– ¿Y si lo que pasa resulta que es daño físico a mi persona? -gimoteó Caleb.
– Has dicho que era una mujer mayor, Caleb -le recordó Stone-. Creo que deberías ser capaz de enfrentarte a la situación. Sin embargo, me figuro que lo más probable es que se haya marchado. Si es así, intenta entrar en su casa y descubre todo lo que puedas.
Caleb se estrujaba las manos de puro nerviosismo. -Pero ¿y si no se ha marchado? ¿Y si tiene a un gorila en casa que me ataca cuando voy a verla?
Stone se encogió de hombros.
– Bueno, eso sería mala suerte.
El bibliotecario se puso colorado.
– ¿Mala suerte? Para ti es muy fácil decirlo. Te agradecería que me dijeras qué vas a hacer tú mientras yo me juego el pellejo.
– Entrar en casa de Albert Trent. -Miró a Annabelle-. ¿Te apuntas?
– ¡Oh, por supuesto! -dijo Annabelle sonriendo de oreja a oreja.
– ¿Y yo, Oliver? -preguntó Reuben con cara de pena-. Creía que yo era tu compinche.
Stone negó con la cabeza.
– Ya te han detenido una vez y siguen considerándote sospechoso, Reuben. No podemos arriesgarnos. Me temo que tendrás que quedarte al margen de esto.
– Pues qué bien -se quejó, dándose una palmada en el muslo como señal de frustración-. Aquí sólo se divierten algunos.
Caleb puso cara de estar a punto de estrangular al grandullón.
Capítulo 56
Caleb llevó su Nova con el tubo de escape traqueteante al final de una calle sin salida y apagó el motor. Miró nervioso a Milton, que iba vestido totalmente de negro con la melena recogida bajo una gorra de esquí de punto, y también se había oscurecido el rostro.
– Por Dios, Milton, pareces un rapero.
– Es la vestimenta estándar para vigilar. ¿Qué tal el micro?
Caleb se frotó la zona del brazo donde Milton había sujetado el aparato de escucha bajo la chaqueta. También llevaba una unidad de alimentación en la parte trasera de la cinturilla del pantalón.
– Me pica un montón, y la batería hace que me aprieten tanto los pantalones que apenas puedo respirar.
– Serán los nervios -comentó Milton.
Caleb lo fulminó con la mirada.
– ¿Ah sí? -Salió del coche-. Asegúrate de que tienes el 911 en las teclas de marcación rápida, ladronzuelo.
– Recibido -repuso Milton, mientras extraía unos prismáticos de visión nocturna y escudriñaba la zona. También había llevado una cámara de alta velocidad y una pistola aturdidora.
Jewell English había respondido a la llamada de teléfono de Caleb y parecía encantada de que hubiera encontrado las gafas. Esa noche ya le iba bien a pesar de que fuera tarde, le había dicho.
– No duermo mucho -le confesó a Caleb por teléfono-. Pero a lo mejor voy en camisón -añadió con voz infantil.
– Da igual -había respondido él con apatía.
Mientras caminaba hacia la casa se fijó en las otras viviendas. Eran todas viejas, de ladrillo visto y de una sola planta con jardines idénticos e interiores a oscuras. Un gato cruzó furtivamente un jardín y le asustó. Respiró hondo varias veces y musitó: «No es más que una viejecita que ha perdido las gafas. No es más que una viejecita que ha perdido las gafas. No es más que una viejecita que podría ser espía y que tiene a unos cuantos sicarios dispuestos a cortarme el pescuezo.» Volvió la vista hacia el coche. No veía a Milton pero supuso que su compinche estaba muy ocupado fotografiando a un petirrojo de aspecto sospechoso que merodeaba por la rama de un árbol.
Las luces de casa de Jewel estaban encendidas. Vio unas cortinas de encaje en las ventanas y, a través del ventanal del salón, cachivaches y baratijas en la repisa pintada de la chimenea. En el garaje abierto no había ningún coche. Supuso que la mujer ya no conducía o que había llevado su vehículo al mecánico por algún motivo. El césped estaba muy bien cortado y la parte delantera de la casa estaba flanqueada por dos rosales. Llamó al timbre y esperó. No acudió nadie. Volvió a llamar. No oía sonido de pasos. Miró a su alrededor. La calle estaba vacía, en silencio. «Demasiado silenciosa, quizá, como dicen en las películas; justo antes de que te disparen, apuñalen o devoren.»La había llamado hacía algo más de una hora. ¿Qué habría pasado durante ese intervalo? El había oído sonar el timbre, pero quizás ella no lo hubiera oído. Llamó a la puerta con la mano, con fuerza.
– ¿Jewell? -Volvió a repetir el nombre, más alto. Oyó el ladrido de un perro y se sobresaltó. De todos modos, no provenía del interior de la casa sino que probablemente se tratara del chucho de algún vecino. Volvió a llamar, más fuerte, y la puerta se abrió.
Se giró, dispuesto a echar a correr. No había que entrar nunca en una casa si la puerta se abría de ese modo. El siguiente sonido a punto estuvo de causarle un ataque al corazón.
– ¿Caleb?
Soltó un grito y se agarró a la barandilla del porche delantero para evitar caer encima de los arbustos del susto que se acababa de llevar.
– ¡Caleb! -repitió la voz de forma apremiante.
– ¿Qué? ¿Quién? ¡Cielo santo! -Empezó a dar vueltas como un poseso para ver si veía a quien le llamaba, mientras los pies le resbalaban en el suelo de cemento húmedo. Estaba tan mareado que casi le entraron ganas de vomitar.
– Soy yo, Milton.
Caleb se quedó inmóvil medio agachado, con las manos agarradas a los muslos mientras intentaba no vomitar la cena encima de las fragantes rosas.
– ¿Milton?
– ¡Sí!
– ¿Dónde estás? -susurró.
– Todavía estoy en el coche. Te estoy hablando a través del micro. Además de ser un dispositivo de vigilancia, sirve para comunicarse.
– ¿Por qué cono no me lo habías dicho?
– Te lo he dicho. Supongo que se te ha olvidado. Sé que estás muy estresado.
– ¿Me oyes bien? -preguntó Caleb con los dientes apretados.
– Oh, sí, muy bien.
Las palabras surgidas de la boca del formal bibliotecario habrían hecho que el rapero más deslenguado del mundo cediera el título de hombre más procaz del planeta al señor Caleb Shaw.
Después de su arrebato se produjo un largo silencio.
– Ya veo que estás un poco disgustado -dijo al final Milton, atónito.
– ¡Sí! -Caleb respiró hondo y ordenó a la comida que permaneciera en su estómago. Se irguió lentamente y estiró la espalda aunque su pobre corazón seguía palpitando. Si se desplomaba en ese mismo instante víctima de un infarto, Caleb juró que resucitaría en forma de aparición y perseguiría al maldito tecnoadicto todos los segundos de todos los días.