– Bueno, no aparece. Acabo de llamar a la puerta con la mano y se ha abierto. ¿Qué sugieres que haga?
– Yo me largaría ahora mismo -respondió Milton enseguida.
– Esperaba que dijeras eso. -Caleb empezó a bajar los escalones, temeroso de girarse por si algo se abalanzaba sobre él desde la casa. Entonces se detuvo. ¿Y si la mujer estaba tendida en el suelo del baño con la cadera rota o había sufrido un ataque al corazón? La cuestión era que, a pesar de las pruebas, una parte de Caleb no se creía que la misma viejecita agradable que tanto amaba los libros estuviera implicada en una red de espionaje. O si lo estaba, quizá no fuera más que una ingenua inocente.
– ¿Caleb? ¿Te has marchado ya?
– No -espetó-. Estoy pensando.
– ¿Pensando en qué?
– En si debería entrar y ver cómo está. -¿Quieres que entre contigo?
Vaciló. Milton llevaba una pistola aturdidora. Si Jewell era espía y se abalanzaba sobre ellos con un cuchillo de carnicero, podrían inmovilizar a la vieja bruja.
– No, Milton, quédate donde estás. Seguro que no es nada. -Caleb empujó la puerta y entró.
El salón estaba vacío, igual que la pequeña cocina. Había una sartén en los fogones con trocitos de cebolla y algo parecido a carne picada, que era a lo que olía la estancia. En el fregadero había un plato, una taza y un tenedor sucios. Al volver a pasar por el salón, cogió un candelabro de latón pesado como arma y avanzó lentamente por el pasillo. Llegó al cuarto de baño y miró al interior. La tapa del inodoro estaba bajada, la cortina de baño descorrida y ningún cadáver ensangrentado en la bañera. No miró en el botiquín sobre todo porque no quería ver su expresión horrorizada en el espejo.
El primer dormitorio estaba vacío, y el pequeño armario, lleno de toallas y sábanas.
Sólo quedaba una habitación. Levantó el candelabro por encima de su cabeza y abrió la puerta ayudándose del pie. Estaba oscuro y tardó unos momentos en acostumbrarse a la penumbra. Se quedó sin respiración. Había un bulto bajo la colcha.
– Hay alguien en la cama. Tiene la cara tapada con la colcha -susurró.
– ¿Está muerta? -preguntó Milton.
– No lo sé, pero ¿por qué iba a dormir con la cara tapada con la colcha?
– ¿Llamo a la policía?
– Espera un momento.
En la habitación había un pequeño armario con la puerta entreabierta. Caleb se hizo a un lado con el candelabro preparado. También utilizó el pie para abrir la puerta y luego se echó hacia atrás de un salto. Había un perchero con ropa y ni rastro de un asesino.
Volvió a la cama con el corazón latiéndole a mil por hora y se preguntó si no debía decirle a Milton que pidiera una ambulancia para él. Se miró las manos temblorosas.
– Vale, vale, un cadáver no puede hacerte daño.
De todos modos no quería verla, no de ese modo. De repente cayó en la cuenta de una cosa. Si la habían matado, él tenía parte de culpa por haberle cogido las gafas y desenmascararla. Esta idea sombría le deprimió pero en cierto modo también le tranquilizó.
– Lo siento, Jewell, aun en caso de que fueras espía -susurró con solemnidad.
Sujetó el extremo de la colcha y la apartó.
Se encontró a un hombre muerto. Era Norman Janklow, el amante de Hemingway y bestia negra de Jewell English en la sala de lectura de Libros Raros.
Capítulo 57
Albert Trent vivía en una vieja casa con un amplio porche delantero muy apartada de una carretera rural en el oeste del condado de Fairfax.
– Debe de tardar un buen rato en llegar a Washington todos los días desde aquí-comentó Stone, mientras barría el lugar con unos prismáticos desde detrás de un grupo de abedules. Annabelle, vestida con vaqueros negros, zapatillas de deporte oscuras y sudadera con capucha negra, estaba agachada a su lado. Stone llevaba una pequeña mochila.
– ¿Crees que hay alguien? -preguntó ella.
Stone negó con la cabeza.
– Desde aquí no veo ninguna luz encendida, pero el garaje está cerrado, así que no sabemos si hay un coche dentro.
– Un hombre que trabaja para los servicios de inteligencia seguro que tiene alarma.
Stone asintió.
– Lo que me extrañaría es que no la tuviera. La desactivaremos antes de entrar.
– ¿Sabes hacer eso?
– Igual que le respondí a Reuben cuando me lo preguntó en una ocasión, la biblioteca está abierta a todo el mundo.
No había ninguna otra casa a la vista pero, de todos modos, se acercaron por detrás para evitar que los vieran. Para ello tuvieron que reptar, luego ponerse de rodillas y, al final, caminar como los cangrejos por una suave pendiente situada a unos veinte metros de la casa. Se pararon ahí y Stone hizo otro reconocimiento. La casa tenía un sótano con salida en un extremo. La parte trasera estaba igual de oscura que la delantera. Como no había farolas y sólo una pizca de luz ambiental, los prismáticos de visión nocturna de Stone iban de maravilla. A través de la neblina verde de las lentes recubiertas veía todo lo que necesitaba.
– No aprecio ningún movimiento pero haz la llamada de todas formas -indicó a Annabelle.
Milton había conseguido el número de teléfono particular de Trent en Internet, una amenaza a la privacidad de Estados Unidos mucho más peligrosa de lo que jamás sería la Agencia de Seguridad Nacional, la ASN. Después de cuatro rings, saltó el contestador y escucharon una voz masculina indicándoles que dejaran un mensaje.
– Parece ser que nuestro espía no está en casa -dijo ella-. ¿Vas armado?
– No tengo ninguna arma. ¿Y tú?
Negó con la cabeza.
– No me van las armas. Prefiero el cerebro a las balas.
– Bien, es mejor que a uno no le vayan las armas.
– Parece que lo dices por experiencia.
– Ahora no es el momento de intercambiar biografías.
– Lo sé, sólo me estoy preparando para cuando llegue el momento.
– No pensaba que fueras a quedarte por aquí después de esto.
– No pensaba que fuera a quedarme por aquí para esto. Así que nunca se sabe.
– Bueno. La caja de la línea telefónica cuelga de una pared de los cimientos bajo la tarima. Adelante, despacio y con discreción.
Mientras avanzaban sigilosamente, un caballo relinchó a lo lejos. Por ahí había pequeñas granjas familiares, que estaban siendo engullidas rápidamente por la colosal maquinaria de construcción de viviendas de esa zona de Virginia que escupía apartamentos, casas adosadas, modestos chalés familiares y mansiones al azar y a una velocidad de vértigo.
Habían pasado al lado de varias de esas granjas camino de casa de Trent, y todas ellas tenían establos, pacas de heno, cercado y bichos grandes mordisqueando hierbajos. Los enormes montículos de estiércol dejados en los caminos habían servido de prueba irrefutable de la presencia de los equinos. Stone casi había pisado uno al salir del coche de alquiler de Annabelle.
Llegaron a la caja de la línea de teléfono y Stone dedicó unos cinco minutos a analizar el sistema de seguridad conectado a ella, y tardó otros cinco minutos en desactivarlo. Después de desviar el último cable, dijo:
– Probemos esta ventana. Probablemente las puertas tengan unos buenos cerrojos. He traído una herramienta para forzarlas pero vayamos primero al punto que opone la menor resistencia.
Ese punto no fue la ventana, porque estaba cerrada a cal y canto.
Siguieron desplazándose por la parte trasera de la casa y al final encontraron una ventana sujeta con unas clavijas. Stone cortó un círculo de cristal, introdujo la mano, extrajo las clavijas y reventó la cerradura. Al cabo de un minuto estaban recorriendo el pasillo hacia lo que parecía la cocina, Stone en cabeza linterna en mano.