– La casa es bonita, pero parece que le va el minimalismo -comentó Annabelle. El gusto de Trent por la decoración interior era más bien espartano: una silla aquí, una mesa allí. La cocina estaba pelada.
– Está soltero. Probablemente coma fuera a menudo.
– ¿Por dónde quieres empezar?
– Vamos a ver si tiene una especie de despacho. La mayoría de los burócratas de Washington se llevan trabajo a casa.
Encontraron el despacho pero casi estaba tan vacío como el resto de la casa, no había ni papeles ni archivos. Había unas cuantas fotos en el aparador situado detrás del escritorio. Stone señaló una. Un hombre fortachón, campechano y con cara de honesto, el pelo cano y unas pobladas cejas grises estaba al lado de un hombre más bajito, fofo y con un peinado que le tapaba la calva pero con unos ojos marrones cautelosos y expresión furtiva.
– El grandullón es Bob Bradley. Trent es el de al lado -dijo Stone.
– Trent se parece un poco a una comadreja. -Annabelle se puso rígida-. ¿Qué es ese sonido vibrante?
– Maldita sea, es mi teléfono. -Stone cogió el teléfono móvil y miró la pantalla-. Es Caleb. Me pregunto qué habrán encontrado.
Nunca llegó a tener la oportunidad de oírlo.
El fuerte golpe desde atrás dejó inconsciente a Stone.
Annabelle profirió un grito un segundo antes de que un paño húmedo sujetado por una mano muy fuerte le tapara la boca y la nariz. Mientras inhalaba los vapores químicos y se iba desplomando, su mirada se posó en un espejo colgado de la pared al otro lado de la habitación. Vio reflejados a dos hombres enmascarados. Uno la tenía a ella y el otro estaba de pie contemplando a Stone. Pero detrás de ellos vio a un tercer hombre, el hombre de la foto, Albert Trent. Sonrió y no se dio cuenta de que ella había visto su reflejo. Al cabo de unos instantes empezó a parpadear, se le cerraron los ojos y se quedó flácida.
Siguiendo las instrucciones de Roger Seagraves, uno de los hombres le quitó el reloj de pulsera a Annabelle. Seagraves ya tenía una camisa de Stone. Aunque no iba a matarlos personalmente, Seagraves orquestaba sus muertes, lo cual satisfacía los criterios de su colección. Deseaba especialmente la inclusión de un Triple Seis, el primero de su colección. Seagraves pensaba otorgarle un lugar honorífico particularmente especial.
Capítulo 58
Annabelle fue la primera en recobrar la conciencia. Cuando enfocó la vista, vio a los dos hombres trabajando: uno subido a una escalera, y el otro tendiéndole cosas. Estaba maniatada, tumbada en un frío suelo de cemento. Tenía a Stone justo enfrente, con los ojos cerrados.
Mientras lo observaba, Stone empezó a parpadear y luego abrió los ojos. Cuando éste la vio, Annabelle le indicó con la mirada la presencia de los dos hombres. No tenían la boca tapada, pero ninguno de ellos quería alertar a sus captores de que estaban despiertos.
Cuando Stone se dio cuenta de dónde estaban, se le encogió el estómago. Los tenían retenidos en el almacén de Fire Control, Inc. Entrecerró los ojos para leer la etiqueta de la bombona que los hombres preparaban por encima de ellos. Estaba suspendida del techo mediante cadenas, motivo por el cual necesitaban una escalera.
– Dióxido de carbono, cinco mil ppm -indicó a Annabelle moviendo los labios.
«Los hombres iban a matarlos del mismo modo que a Jonathan DeHaven.»Stone buscó desesperadamente con la mirada algo, cualquier cosa, que le permitiera cortar las ligaduras. Probablemente no tuvieran mucho tiempo después de que los hombres se marcharan del almacén antes de que el gas brotara de la bombona y devorara el oxígeno del aire, lo cual les asfixiaría. Lo vio justo cuando los hombres acabaron con su trabajo.
– Con esto debería bastar -dijo uno de ellos, bajando de la escalera.
Cuando el hombre estuvo a la vista bajo el círculo de luz, Stone lo reconoció. Era el encargado del equipo que había retirado las bombonas de la biblioteca.
Justo antes de que los hombres les echaran un vistazo, Stone cerró los ojos inmediatamente y Annabelle hizo otro tanto.
– Bueno -dijo el encargado-, no perdamos el tiempo. El gas se liberará en tres minutos. Dejaremos que se esparza y luego los sacaremos de aquí.
– ¿Dónde vamos a dejarlos? -preguntó el otro.
– En un sitio realmente apartado. Pero da igual que los encuentren. La policía será incapaz de averiguar cómo murieron. Esto es lo bueno de este plan.
Cogieron la escalera y se marcharon. En cuanto los dos hombres cerraron la puerta con llave detrás de ellos, Stone se incorporó y se desplazó sobre el trasero hacia la mesa de trabajo. Se impulsó hacia arriba, cogió un cúter de encima de la mesa, se sentó y se arrastró hacia Annabelle.
– Rápido, coge este cuchillo y córtame las cuerdas. ¡Date prisa! Tenemos menos de tres minutos.
Mientras estaban espalda contra espalda, Annabelle desplazó la hoja hacia arriba y hacia abajo lo más rápidamente posible desde esa postura tan incómoda. En un momento dado, le hizo un corte a Stone y le oyó gemir de dolor.
– ¡No pares! ¡No te preocupes por eso! -le dijo él-. ¡Rápido, rápido! -Stone tenía la vista clavada en la bombona y desde su posición veía lo que Annabelle no veía. La bombona tenía un temporizador y la cuenta atrás iba muy rápido.
Annabelle cortó lo más rápido posible hasta que tuvo la impresión de que los brazos iban a desencajársele de los hombros. El sudor le caía en los ojos del esfuerzo.
Al final, Stone notó que la cuerda empezaba a ceder. Les quedaba un minuto. Separó las manos y así ella pudo maniobrar mejor. Annabelle siguió cortando y las cuerdas se separaron por completo. Stone se incorporó, se quitó las ligaduras de los pies y dio un salto. No intentó alcanzar la bombona. Estaba demasiado alta y, aunque llegara a ella y descubriera cómo parar la cuenta atrás, los hombres sabrían que algo no iba bien si no oían que salía el gas. Agarró la botella de oxígeno y la mascarilla que había visto en su anterior visita y corrió al lado de Annabelle. Les quedaban treinta segundos.
La cogió por las manos atadas y deslizó a Annabelle hasta una esquina situada detrás de una pila de equipamiento. Colocó una lona por encima de ellos, acercó su cabeza a la de Annabelle, ciñó la gran máscara de oxígeno encima de la cara de ambos y abrió la línea de alimentación. Un suave silbido y la sensación de recibir una brisa ligera en el rostro les indicó que la línea funcionaba.
Al cabo de un momento oyeron un sonido parecido a una pequeña explosión seguido del rugido de una cascada cerca. Continuó durante diez largos segundos, el C02 brotaba tan rápido y con tanta fuerza que enseguida cubrió todo el almacén. Mientras se producía el «efecto nieve», la temperatura bajó de forma drástica y Stone y Annabelle empezaron a tiritar de modo incontrolable. Inhalaron con fuerza el oxígeno vivificador. No obstante, en los márgenes de la bolsa de aire que les suministraba el O2, Stone notaba el poder succionador de una atmósfera mucho más parecida a la de la luna que a la de la Tierra. Tiraba de ellos, intentando destruir las moléculas de oxígeno, pero Stone mantuvo la mascarilla pegada a sus rostros incluso cuando Annabelle lo agarró con la fuerza que provoca el pánico más extremo.
A pesar del suministro de oxígeno, Stone era incapaz de pensar con claridad. Se sentía como si estuviera en un avión de combate que volaba cada vez más alto mientras la fuerza de la gravedad tiraba de su cara hacia atrás y hacia arriba, amenazando con arrancarle la cabeza. Stone fue capaz de imaginar el horror que Jonathan DeHaven, que no había tenido oxígeno al que recurrir, había sufrido en los últimos momentos de su vida.
Al final, el rugido se detuvo igual que había empezado. Annabelle se dispuso a apartar la máscara pero Stone se lo impidió.
– Los niveles de oxígeno todavía están menguados -le susurró-. Tenemos que esperar.