Para DeHaven, valía la pena descontar ese gasto adicional de un presupuesto federal que siempre destinaba más a la guerra que a fines pacíficos. Por una mínima parte de lo que costaba un misil, él podía comprar legalmente todas las obras que la biblioteca necesitaba para completar su colección de libros raros. No obstante, los políticos creían que los misiles proporcionaban seguridad; mientras que, en realidad, los libros eran los que la proporcionaban y por un motivo muy sencillo: la ignorancia causaba guerras y los amantes de la lectura raras veces eran ignorantes. Tal vez fuera una filosofía excesivamente simplista, pero DeHaven estaba convencido de ello.
Mientras contemplaba los libros de las estanterías, reflexionaba sobre la colección de libros que él tenía en una cámara especial del sótano de su casa. No era una gran colección, aunque sí considerable. DeHaven opinaba que todas las personas deberían coleccionar algo, porque eso te hacía sentir más vivo y conectado con el mundo.
Tras inspeccionar un par de libros que acababan de llegar del Departamento de Conservación, subió las escaleras conducentes a las cámaras que se extendían hasta la sala de lectura. Allí se guardaba una colección de los primeros libros de medicina norteamericanos. Y el entresuelo, situado justo encima, albergaba gran variedad de libros infantiles. Se detuvo para dar una cariñosa palmada a la cabeza del pequeño busto de un hombre que ocupaba una mesita rinconera desde tiempo inmemorial.
Al cabo de unos instantes, Jonathan DeHaven se desplomó en una silla y empezó a morirse. No fue una muerte agradable o indolora, a juzgar por las convulsiones y los gritos ahogados que emitía mientras se le iba la vida. Para cuando la agonía acabó, en tan sólo treinta segundos, se quedó tendido en el suelo a unos seis metros de donde había empezado. Parecía estar observando una colección de cuentos en cuyas portadas aparecían chicas ataviadas con vestidos veraniegos y pamelas.
Murió sin saber qué lo había matado. Su cuerpo no le había traicionado, pues gozaba de una salud excelente. Nadie lo había golpeado con un objeto contundente y ningún veneno había rozado sus labios; de hecho, estaba totalmente solo.
Sea como fuere, Jonathan DeHaven estaba muerto.
A unos cuarenta kilómetros de distancia, sonó el teléfono en casa de Roger Seagraves. Era el parte meteorológico: soleado y despejado durante los próximos días. Seagraves terminó el desayuno, agarró su maletín y se marchó al trabajo. Le encantaba empezar el día con buen pie.
Capítulo 6
Caleb Shaw entró en la sala de lectura de Libros Raros y se dirigió al escritorio situado contra la pared, al fondo, donde dejó la mochila y el casco de la bicicleta. Se quitó la tira del tobillo que impedía que se manchara los pantalones con la cadena y luego se acomodó en el asiento. Esa mañana tenía mucho trabajo. El día anterior, un importante erudito estadounidense había pedido más de seiscientos libros para preparar una compleja bibliografía y Caleb, como especialista en investigación, debía reunir los volúmenes. Ya había consultado las obras en el directorio de la biblioteca, pero ahora tenía que emprender la laboriosa tarea de sacarlas de las estanterías.
Se atusó el alborotado pelo cano y se aflojó un poco el cinturón. Aunque Caleb era poco corpulento, últimamente se le habían acumulado en la cintura unos incómodos kilos de más. Confiaba en solucionar ese problema yendo al trabajo en bicicleta. Evitaba todo atisbo de dieta sana y disfrutaba enormemente del vino y de la comida suculenta. Caleb también se enorgullecía de no haber pisado un gimnasio desde que acabara el bachillerato.
Se acercó a la entrada de la cámara acorazada, colocó la tarjeta sobre la almohadilla de seguridad y abrió la puerta. A Caleb le había sorprendido levemente no haber visto a Jonathan DeHaven al entrar. El hombre siempre llegaba el primero, y no se había encontrado cerrada con llave la puerta de la sala de lectura. No obstante, Caleb supuso que el director estaba o en su despacho o quizás en las cámaras.
– ¿Jonathan? -llamó, sin recibir respuesta. Echó un vistazo a la lista que tenía en la mano. Aquel encargo le llevaría fácilmente todo el día. Cogió un carrito para libros arrimado a la pared y se dispuso a hacer su trabajo, recogiendo en cada cámara los libros que necesitaba. Al cabo de media hora, salió de la cámara para ir a buscar otra lista que necesitaba cuando una compañera de trabajo entraba en la sala de lectura.
Intercambiaron cumplidos y él volvió a entrar en la cámara. Hacía mucho frío en el interior, y recordó que el día anterior se había dejado el jersey en la cuarta planta de la cámara. Se disponía a subir en el ascensor, pero se vio los michelines propios de la mediana edad y decidió ir por las escaleras, e incluso llegó a subir corriendo los últimos peldaños. Pasó junto a la colección de libros médicos, subió otro tramo de escaleras y llegó al entresuelo. Cruzó el pasillo principal en dirección al lugar donde había dejado el suéter.
Cuando vio el cadáver de Jonathan DeHaven tumbado en el suelo, Caleb Shaw lanzó un grito ahogado, se atragantó y se desmayó.
El hombre alto y fibroso salió de la sencilla casita y entró en el pequeño cementerio en el que trabajaba de cuidador. No era fácil asegurarse de que la última morada de los difuntos estaba siempre a punto. Lo irónico del caso es que, «oficialmente», él ocupaba una tumba en el cementerio nacional de Arlington, y muchos de sus antiguos compañeros del Gobierno se sorprenderían si se enteraran de que seguía con vida. De hecho, era algo que ni a él dejaba de sorprenderlo. La organización en la que había trabajado había hecho todo lo posible para eliminarlo, por la sencilla razón de negarse a matar para su Gobierno.
Advirtió el movimiento de la criatura por el rabillo del ojo y comprobó que nadie lo observaba desde el cercano bloque de apartamentos. Entonces, con un movimiento ágil extrajo la navaja de la funda que llevaba en el cinturón y se giró. Se deslizó sigilosamente hacia delante, apuntó y lanzó el cuchillo. Observó cómo la víbora cobriza se retorcía: el cuchillo la había dejado clavada en el suelo por la cabeza. El bicho había estado a punto de morderle dos veces a lo largo de la semana, oculto por la hierba alta. Una vez muerta la serpiente, desclavó el cuchillo, lo limpió y depositó el cadáver en un cubo de basura.
Aunque no solía recurrir a sus viejas habilidades, a veces le resultaban muy útiles. Afortunadamente, hacía mucho que había dejado atrás la época en que se tumbaba a esperar que su objetivo entrara en su punto de mira. Sin embargo, estaba claro que el pasado afectaba a su vida actual, empezando por su nombre.
Hacía más de treinta años que no utilizaba su verdadera identidad, John Carr. Lo conocían como Oliver Stone. Se había cambiado el nombre, en parte, para frustrar los intentos de su vieja organización de encontrarle y, en parte, como acto de desafío contra un Gobierno que consideraba muy poco honrado con los ciudadanos. Hacía décadas que mantenía una tienda de campaña en Lafayette Park, frente a la Casa Blanca, donde había formado parte de un puñado de «manifestantes permanentes». El cartel que había junto a la tienda decía QUIERO LA VERDAD. Para conseguir ese objetivo, lideraba una pequeña organización informal de vigilancia llamada Camel Club, cuyo propósito era hacer que el Gobierno estadounidense rindiera cuentas a la población. Y alguna que otra vez había albergado teorías que sostenían la existencia de una conspiración.