– Pues a lo mejor tienen razón.
– ¿Tú qué crees que está pasando, Caleb? Esto es una biblioteca. No deberían pasarnos estas cosas.
– Ojalá supiera qué contestar, Kevin.
Más tarde Caleb habló con Milton, que había estado muy atento a lo que publicaban y retransmitían los medios de comunicación. Informó de que se especulaba mucho sobre la muerte de Janklow pero que no se había informado de la causa oficial. Jewell English había alquilado aquella casa hacía dos años. La única relación entre la mujer y el difunto eran sus visitas regulares a la sala de lectura. Ahora English había desaparecido. La investigación sobre su pasado había llegado a un callejón sin salida. Al parecer no era quien fingía ser. Tal vez Janklow tampoco lo fuera.
«¡Menuda sorpresa!», pensó Caleb cuando colgó después de hablar con Milton. Cada vez que se abría la puerta de la sala de lectura, Caleb se ponía tenso. Aquel lugar que durante tanto tiempo*había sido un remanso de paz y respetabilidad se había convertido en una pesadilla recurrente. Lo único que quería era salir de sus profundidades asfixiantes. «¡Asfixiante! Cielos, qué palabra tan desafortunada se me ha ocurrido.» Sin embargo, se quedaba allí porque era su trabajo y, aunque en otros aspectos de la vida era débil e impulsivo, se tomaba su profesión muy en serio. No era de extrañar que hoy no hubiera ningún lector en la sala. Por lo menos eso permitiría a Caleb ponerse al día de ciertas tareas. Sin embargo, no iba a poder ser. De repente le entró hambre y decidió salir a buscar un sandwich.
– ¿Señor Foxworth? -dijo Caleb cuando el hombre alto y apuesto le abordó en la calle delante del edificio Jefferson.
Seagraves asintió y sonrió.
– Por favor… Bill, ¿recuerdas? Hoy iba a venir a verte. -De hecho, Seagraves había estado esperando que Caleb saliera.
– Voy a buscar un sándwich. Seguro que alguien podrá ayudarle a encontrar un libro en la sala de lectura.
– Bueno, de hecho me preguntaba si te gustaría ver mis libros.
– ¿Qué?
– Mi colección. Está en mi despacho. Está a pocas manzanas de aquí. Pertenezco a un grupo de presión especializado en la industria petrolera. Para mi trabajo vale la pena estar cerca del Capitolio.
– Me lo imagino.
– ¿Crees que podrías dedicarme unos minutos? Sé que es mucho pedir.
– De acuerdo. ¿Le importa si me compro un sandwich para el camino? Es que no he almorzado.
– De ninguna manera. También quería decirte que tengo por un plazo de cinco días obras de Ann Radcliffe y Henry Fielding para inspeccionar.
– Excelente. ¿Qué libros?
– The Romance of the Forest, de Radcliffe, y Vida y andanzas de Joseph Andrews, de Fielding.
– Muy bien elegidos, Bill. Radcliffe era una genio de las novelas góticas de misterio. La gente que piensa que las novelas de terror actuales son exageradas debería leer a Radcliffe. Sus escritos sí que dan miedo. Joseph Andrews es una buena parodia de Pamela de Richardson. Lo irónico de Fielding es que era un poeta consumado que se hizo famoso gracias a las novelas y las obras de teatro. Dicen que su obra de teatro más conocida, Tom Thumb, consiguió que Jonathan Swift se riese por segunda vez en su vida. -Caleb se rio por lo bajo-. No estoy seguro de cuándo fue la primera vez pero tengo unas cuantas teorías.
– Fascinante -dijo Seagraves mientras iban calle abajo-. La cuestión es que el marchante de Filadelfia que me proporcionó los libros dice que son primeras ediciones, y en su carta hace las afirmaciones habituales sobre puntos típicos y otros indicios pero lo cierto es que necesito la opinión de un experto. Esos libros no son baratos.
– Ya me lo imagino. Bueno, les echaré un vistazo y si no lo sé a ciencia cierta, lo cual, y no es por echarme flores, dudo, seguro que puedo ponerle en contacto con alguien que sí lo sepa.
– Señor Shaw, no sabe cuánto se lo agradezco.
– Por favor, llámeme Caleb.
Caleb se compró un sandwich en una tienda de Independence Avenue situada una manzana más abajo del edificio Madison y luego siguió a Seagraves hasta el bloque de oficinas.
Estaba situado en una casa de piedra arenisca rojiza, dijo Seagraves, pero tendrían que entrar por el callejón.
– Están haciendo obras en el vestíbulo y está patas arriba. Pero hay un ascensor que nos llevará a mi despacho desde el sótano.
Mientras caminaban por el callejón, Seagraves siguió charlando sobre libros antiguos y sus esperanzas de ir reuniendo una colección adecuada.
– Lleva su tiempo -dijo Caleb-. Soy copropietario de una tienda de libros singulares en Oíd Town Alexandria. Debería pasarse algún día por ahí.
– Descuida.
Seagraves se detuvo frente a una puerta del callejón, la abrió con una llave e indicó a Caleb que entrara.
Cerró la puerta detrás de ellos.
– El ascensor está aquí mismo.
– Perfecto. Creo…
Caleb no acabó lo que estaba pensando porque se desplomó inconsciente en el suelo. Seagraves estaba a su lado, sosteniendo la porra que había escondido con anterioridad en una grieta de la pared interior. No había mentido. Iban a hacer obras en el vestíbulo de la casa de piedra rojiza, de hecho iban a restaurar todo el edificio, y lo habían cerrado recientemente para empezar las obras en una semana.
Seagraves ató y amordazó a Caleb y luego lo colocó en una caja que estaba abierta contra una pared, después de quitarle un anillo del dedo corazón de la mano derecha. Fijó la tapa con clavos e hizo una llamada. Al cabo de cinco minutos una furgoneta entró en el callejón. Con ayuda del conductor, Seagraves introdujo la caja en la furgoneta. Los hombres subieron al vehículo y se marcharon.
Capítulo 62
Annabelle había recogido a Stone antes del amanecer. Fueron en coche hasta la casa de Trent y se aposentaron en un lugar desde el que veían el camino de entrada. Le habían dejado el coche de alquiler de Annabelle a Reuben y se habían llevado su maltrecha furgoneta para hacer la vigilancia. Resultaba mucho más discreta en esa zona rural que el Chrysler Le Barón de ella que habían utilizado la noche anterior. Como les habían secuestrado, ese vehículo seguía aparcado en un camino de tierra a unos quinientos metros de donde estaban. La noche anterior Annabelle había alquilado otro coche en el aeropuerto de Dulles.
Stone estaba mirando por unos prismáticos. Estaba oscuro, hacía frío y había humedad y, con el motor apagado, el habitáculo enseguida se enfrió mucho. Annabelle estaba acurrucada dentro del abrigo. Stone parecía ajeno a las inclemencias del tiempo. Sólo habían visto pasar un coche, los faros habían atravesado la niebla que estaba suspendida a escasos metros del suelo. Stone y Annabelle se habían agachado en la cabina de la furgoneta hasta que había pasado. El adormilado conductor iba hablando por el móvil, dando sorbos al café y leyendo fragmentos del periódico que llevaba encima del volante.
Al cabo de una hora, justo cuando empezaba a despuntar el alba, Stone se puso tenso.
– Bueno, se acerca algo.
Un coche acababa de salir del camino de entrada de Trent. Cuando aminoró la marcha para incorporarse a la carretera, Stone enfocó los prismáticos en el conductor.
– Es Trent. Annabelle echó un vistazo a la zona desierta.
– Será un poco descarado si empezamos a seguirle.
Por suerte, pasó otro coche, una ranchera con una mamá al volante y tres niños pequeños en el asiento trasero. Trent salió después de la ranchera.
– Perfecto, ese coche nos servirá de pantalla -dijo Stone-. Si mira por el retrovisor sólo verá una familia, nada más. Arranca.