– No tengo ni idea…
Stone levantó el filo.
– Esto no es precisamente lo que yo llamo cooperación. Tenemos el libro, la clave y las pruebas de que delataste a Bradley para que le mataran. También sabemos lo de Jonathan DeHaven y Cornelius Behan. Casi me añadiste a mí y a ella en tu lista, pero decidimos que aún no había llegado nuestra hora.
Stone inclinó la cabeza, mirando a Annabelle.
– Si ordenas a unos matones que se echen encima de gente que ha entrado en tu casa para luego intentar matarles, deberías evitar que el espejo capte tu reflejo, Al. Si por mí fuera, te cortaría el cuello y tiraría tu cuerpo al vertedero, porque ahí es donde se deja la basura, ¿no? -explicó Annabelle, sonriendo.
Stone le quitó las esposas de las manos y los pies.
– Se trata de un intercambio de una persona por otra. Nos dan a Caleb y te liberamos.
– ¿Cómo puedo estar seguro de que lo haréis?
– Del mismo modo que Caleb; tienes que confiar en que así será. ¡Ahora levántate!
Trent se levantó con piernas temblorosas y miró a los demás, que estaban a su alrededor en la parte trasera de la furgoneta.
– ¿Sois los únicos que lo sabéis? Si habéis llamado a la policía…
– ¡Cállate de una vez! -gritó Stone-. Espero que tengas tu pasaporte falso y los billetes de avión a punto.
Reuben abrió las puertas de la furgoneta y bajaron todos, con Trent en medio.
– Dios mío -dijo Trent, al ver a la muchedumbre-. ¿Qué diablos ocurre aquí?
– ¿Acaso no lees los periódicos? Es la Feria Nacional del Libro en el Mall -explicó Stone.
– Y hay una manifestación contra la pobreza -añadió Milton.
– En total, doscientas mil personas -dijo Reuben, metiendo baza-.Qué día tan maravilloso en la capital. Leer libros y luchar contra la pobreza -dijo, empujando a Trent en el costado-. Andando, mamón; no queremos llegar tarde.
El National Mall tenía unos tres kilómetros de largo, y se extendía entre el Lincoln Memorial por la izquierda y el Capitolio por la derecha, y estaba rodeado de museos enormes e imponentes edificios gubernamentales.
La Feria Nacional del Libro era un evento anual y ya superaba la cifra de los cien mil asistentes. Se habían erguido carpas del tamaño de un circo por toda la avenida, adornadas con pancartas que señalaban dónde estaban las obras de Ficción, Historia, Literatura Infantil, Novelas de Suspense y Poesía, entre otras. En estas carpas, escritores, ilustradores, cuenta-cuentos y otros atraían a un gran público, que estaba embelesado con sus lecturas y anécdotas.
En Constitution Avenue la manifestación contra la pobreza se dirigía hacia el Capitolio. Después, muchos manifestantes disfrutarían de la feria del libro, que era gratis y estaba abierta al público.
Stone había escogido el punto de intercambio con sumo cuidado, gracias a la información que le había proporcionado Alex Ford. Estaba cerca del Smithsonian Castle en Jefferson Street. Con miles de personas alrededor, sería casi imposible que un tirador consiguiera disparar y acertar, incluso de cerca. En la mochila Stone llevaba el dispositivo que le permitiría completar esta misión adecuadamente, porque cuando tuviera a Caleb sano y salvo, no tenía ninguna intención de permitir que Albert Trent y sus compañeros espías huyeran.
– Delante, a las dos en punto, al lado del aparcamiento para las bicis.
Stone asintió y avistó a Caleb; estaba de pie en una pequeña zona ajardinada parcialmente rodeado por un seto que le llegaba a la altura de la cintura, con una gran fuente ornamentada detrás. Ofrecía cierta intimidad y protegía de la multitud. Detrás de Caleb había dos hombres encapuchados que llevaban gafas de sol oscuras. Stone estaba seguro de que iban armados, pero también sabía que los francotiradores federales estaban colocados en el tejado del castillo, con las miras globulares sin duda ya apuntando a los hombres. Sin embargo, sólo dispararían si fuera necesario. También sabía que Alex Ford ayudaba a coordinar la operación.
Stone observó a Caleb, intentando atraer su atención, pero había tanta gente alrededor que era difícil. Caleb parecía muy asustado, lo cual era normal, pero Stone detectó algo más en la expresión de su amigo que no le gustó: desesperación.
Fue entonces cuando Stone vio que Caleb tenía algo en el cuello.
– ¡Dios mío! -murmuró-. Reuben, ¿lo ves?
– ¡Qué cabrones! -exclamó el grandullón sorprendido.
Stone se dirigió a Milton y Annabelle, quienes les seguían detrás.
– ¡Apartaos!
– ¿Qué? -preguntó Annabelle.
– Pero, Oliver… -protestó Milton.
– ¡Haced lo que os digo! -espetó Stone.
Los dos se detuvieron. Annabelle parecía especialmente dolida por la orden de Stone, y Milton estaba paralizado. Reuben, Stone y Trent avanzaron hasta estar cara a cara con Caleb y sus captores.
Caleb se quejaba de algo pero no se oía por el ruido de la fuente que tenía detrás, y señalaba lo que parecía un collar de perro que llevaba en el cuello.
– ¿Oliver?
– Ya lo sé, Caleb; ya lo sé.
Stone señaló el dispositivo y se dirigió a los hombres encapuchados.
– ¡Quitádselo inmediatamente!
Ambos hombres movieron la cabeza. Uno sostenía una cajita negra con dos botones.
– Sólo cuando estemos lejos y a salvo.
– ¿Pensáis que voy a permitir que os marchéis dejando a mi amigo con una bomba atada al cuello?
– En cuanto nos hayamos marchado, la desactivaremos -respondió el hombre.
– ¿Y se supone que tengo que creeros?
– Exactamente.
– Pues no os marcharéis y si detonáis la bomba, moriremos todos.
– No es una bomba -explicó el mismo hombre, levantando la caja-. Si pulso el botón rojo, tu amigo se tragará suficientes toxinas como para matar a un elefante. Habrá muerto antes de que suelte el botón. Si pulso el botón negro, el sistema quedará desactivado y podrás quitarle el collar sin que se libere el veneno. No intentes robarme el dispositivo a la fuerza, y si un francotirador dispara, pulsaré el botón involuntariamente por acto reflejo. -Colocó el dedo sobre el botón rojo y sonrió ante el dilema que sin duda se le presentaba a Stone.
– ¿Estás disfrutando con esto, capullo? -espetó Reuben.
El hombre no dejaba de mirar a Stone.
– Suponemos que tienes la zona rodeada de policías para que se abalancen sobre nosotros cuando tu amigo esté a salvo, así que perdónanos por haber tomado precauciones.
– ¿Cómo sé que no pulsarás el botón cuando ya te hayas ido? Y no me vuelvas a contar lo de la confianza otra vez porque me cabreo.
– Mis órdenes fueron no matarte a menos que no nos dejéis huir. Si podemos marcharnos, vivirá.
– ¿Adonde tienes que llegar exactamente para desactivar el veneno?
– No muy lejos. En tres minutos nos habremos largado. Sin embargo, si tenemos que esperar demasiado, pulsaré el botón rojo.
Stone miró a Caleb, luego a Reuben, que estaba furioso, y de nuevo a Caleb.
– Caleb, escúchame. Tenemos que confiar en ellos.
– Oh, Dios mío, Oliver. Por favor, ayúdame.
Caleb no parecía dispuesto a confiar en nadie.
– Lo haré, Caleb; lo haré. -Stone habló con desesperación-: ¿Cuántos dardos cargados hay en este puto trasto?
– ¿Qué? -preguntó el hombre sorprendido.
– ¡Cuántos!
– Dos. Uno en la izquierda y otro en la derecha.
Stone se giró y le dio la mochila a Reuben mientras le susurraba algo.
– Si morimos, no permitas que sea en vano.
Reuben cogió la mochila y asintió, pálido, pero reaccionando con firmeza.
Stone se giró de nuevo y levantó la mano izquierda.
– Déjame meter la mano debajo del collar para que el dardo izquierdo me dispare a mí en vez de a mi amigo.