El hombre parecía totalmente aturdido.
– Pero entonces moriréis los dos.
– Lo sé. ¡Moriremos juntos!
Caleb dejó de temblar y miró directamente a Stone.
– Oliver, no puedes hacer esto.
– Caleb, cállate -ordenó Stone, ahora dirigiéndose al hombre-. Dime dónde tengo que poner la mano.
– No sé si esto es…
– ¡Dímelo! -gritó Stone.
El hombre señaló un punto, y Stone introdujo la mano en la estrecha ranura, tocando ahora con su piel la de Caleb.
– Bien-dijo Stone-. ¿Cuándo sabré que lo has desactivado?
– Cuando la luz roja que hay al lado se ponga verde -explicó el hombre, señalando una burbujita de cristal carmesí del collar-. Luego podrás abrir el cierre y el collar se abrirá de golpe. Sin embargo, si intentas abrirlo antes, disparará el veneno automáticamente.
– De acuerdo -dijo, mirando a Trent-. Llevaos a esta escoria de aquí.
Albert Trent se liberó de las garras de Reuben y se fue hacia los hombres encapuchados. Cuando empezaban a marcharse, Trent se giró y sonrió.
– Au revoir!
Stone no dejó de mirar a Caleb. También estaba hablando a su amigo en voz baja, incluso mientras los mirones se acercaban y señalaban lo que debía de parecer una escena bastante inusuaclass="underline" un hombre con la mano metida debajo del collar de otro hombre.
– Respira profundamente, Caleb. No nos matarán. No nos matarán. Respira profundamente.
Comprobó su reloj. Habían pasado sesenta segundos desde que los hombres se habían marchado con Trent y habían desaparecido entre la multitud.
– Dos minutos más y podremos marcharnos a casa. Vamos bien, muy bien -dijo, mirando su reloj-. Noventa segundos. Ya casi estamos. Aguanta conmigo. Aguanta conmigo, Caleb.
Caleb estaba sujetando el brazo de Stone; era como el apretón de la muerte. Estaba ruborizado, respiraba de forma entrecortada, pero seguía en pie, firme.
– Estoy bien, Oliver -dijo finalmente.
En un momento dado un agente de la policía del parque se dispuso a acercarse a ellos, pero dos hombres vestidos con monos blancos que habían estado limpiando cubos de basura le interceptaron y se lo impidieron. Ya habían comunicado la situación a los francotiradores, que se habían retirado.
Mientras tanto, Milton y Annabelle se habían acercado, y Reuben les había susurrado lo que estaba ocurriendo. Milton estaba horrorizado y se le saltaban las lágrimas, y Annabelle se cubrió la boca con una mano temblorosa, observando a los dos hombres pegados el uno al otro.
– Treinta segundos, Caleb. Ya casi estamos.
Stone iba mirando fijamente la luz roja del collar mientras contaba los segundos.
– Bueno, diez segundos y estaremos libres.
Stone y Caleb hicieron la cuenta atrás moviendo los labios sin emitir ningún sonido. Sin embargo, la luz no cambió a verde. Caleb no lo veía.
– Oliver, ¿puedes quitármelo ya?
En ese momento incluso a Stone empezaron a flaquearle los nervios, aunque no se le ocurrió ni un solo instante quitar la mano de donde la tenía. Cerró los ojos un segundo, esperando el pinchazo de la aguja y el veneno subsiguiente.
– ¡Oliver! -Era Annabelle quien le llamaba-. Mira.
Stone abrió los ojos y contempló la preciosa gotita de color verde de la burbuja.
– ¡Reuben! Ayúdame-gritó.
Reuben acudió como una flecha, y juntos abrieron el collar y se lo quitaron a Caleb del cuello. El bibliotecario cayó de rodillas mientras los demás le rodeaban. Cuando finalmente miró hacia arriba, agarró la mano de Stone.
– Ha sido el acto más valiente que he visto jamás, Oliven. Gracias -se deshizo en agradecimientos.
Stone miró a los demás y entonces comprendió lo que sucedía. Reaccionó en el acto.
– ¡Al suelo! -gritó.
Cogió el collar y lo lanzó por encima del seto, para que acabara en la gran fuente.
Al cabo de dos segundos el collar estalló y mandó geiseres de agua y fragmentos de cemento por los aires. La muchedumbre del Mall se dejó llevar por el pánico y empezó a correr. Stone y los demás se levantaron con cuidado.
– Dios mío, Oliver. ¿Cómo lo has sabido? -preguntó Caleb.
– Es una vieja táctica, Caleb, para que nos reuniéramos y bajáramos la guardia. Me dijo dónde estaban las agujas del veneno en el collar porque sabía que lo que nos mataría sería la bomba, no el veneno, si es que lo había.
Stone cogió la mochila de Reuben y sacó un objeto pequeño y plano, con una pantallita. En ella, se apreciaba un punto rojo que se movía a toda velocidad.
– Acabemos con esto -dijo.
Capítulo 65
– Han entrado por la parada de metro de Smithsonian -dijo Reuben, mirando la pantallita que Stone sujetaba mientras el grupo corría a toda prisa por el Mall y se abría paso por entre la muchedumbre presa del pánico y los grupitos de policías.
– Por eso hemos escogido este punto para hacer el intercambio -respondió Stone.
– Pero el metro estará a tope -dijo Milton-. ¿Cómo les encontraremos allí?
– Cogimos una página de Trent y compañía. ¿Te acuerdas de la sustancia química que aplicaron en las letras del libro para que brillaran?
– Sí, ¿y? -preguntó Milton.
– Inyecté a Trent con un producto químico que me proporcionó Alex Ford que transmite una señal a este receptor. Es como si el hombre brillara para que pudiéramos verle. Con esto, podemos localizarle entre una multitud de miles de personas. Alex y sus hombres también tienen un receptor. Les atraparemos.
– Espero que funcione -dijo Caleb, abriéndose camino entre la marea de gente y frotándose el cuello-. Quiero que acaben pudriéndose en la cárcel, y sin libros que leer. ¡Jamás! Para que aprendan.
De repente, se oyeron gritos dentro de la estación de metro.
– ¡Vamos! -gritó Stone, mientras bajaban como flechas por las escaleras mecánicas.
Mientras Trent y los dos hombres esperaban la llegada del siguiente convoy, un par de agentes vestidos de trabajadores de mantenimiento se les habían aproximado desde atrás. Antes de que tuvieran la oportunidad de sacar sus armas, ambos hombres se desplomaron hacia delante con grandes heridas de bala en la espalda. Detrás de ellos, Roger Seagraves, que llevaba una capa, volvía a guardar las pistolas con silenciador en sendas fundas del pantalón. Con el ruido de la gente no se habían oído los disparos contenidos, pero cuando los hombres cayeron, y la gente vio la sangre, empezaron los gritos, y los ciudadanos presos del pánico empezaron a correr en todas direcciones. Justo antes de que uno de los agentes muriera, recobró suficiente fuerza para sacar la pistola y disparar a uno de los hombres encapuchados a la cabeza. Cuando se desplomó, el dispositivo del detonador que aún llevaba en la mano cayó al suelo de baldosas de piedra.
Un convoy con rumbo al oeste entró en la estación y de allí manaron aún más pasajeros, quienes se unieron precipitadamente al caos creciente.
Trent y el guardia que le quedaba aprovecharon esa situación de pánico para entrar en uno de los vagones del tren. Seagraves hizo lo mismo, pero como la muchedumbre estaba muy revuelta a duras penas consiguió subir al siguiente vagón.
Justo antes de que las puertas se cerraran, Stone y los demás se abrieron camino entre la multitud y treparon al tren. El vagón estaba lleno, pero Stone comprobó su dispositivo rastreador y vio que Trent se encontraba muy cerca. Miró en el interior y acabó localizándole en el otro extremo. Stone se percató rápidamente de que sólo había un hombre encapuchado con él. El problema era que en cualquier momento Trent o su guardaespaldas podían verles.
Pocos minutos más tarde, Alex Ford y otros agentes corrieron entre la multitud, pero el tren ya se marchaba. Gritó a sus hombres, y volvieron a salir corriendo de la estación.
– Reuben, ¡siéntate, rápido! -ordenó Stone dentro del vagón en movimiento.