Выбрать главу

Reuben destacaba por encima de los demás y por lo tanto era el que tenía más posibilidades de ser visto. Reuben apartó a unos adolescentes y se sentó en el suelo. Stone se agachó sin dejar de mirar a Trent. Estaba hablando con su guardaespaldas y se tocaba las orejas con las manos por algún motivo. Desde su posición, Stone no veía a Roger Seagraves en el vagón de detrás, que le observaba por el cristal. Seagraves se sorprendió al ver que Caleb y los demás seguían vivos. Estaba apuntando a la cabeza de Stone cuando el tren entró en la siguiente estación y se detuvo con una sacudida. La gente empujaba y tiraba para entrar y salir, y a Seagraves le apartaron de su posición asesina.

El tren arrancó de nuevo y pronto volvió a alcanzar velocidad. Ahora Stone se estaba abriendo camino entre la muchedumbre para llegar a Trent. Cogió su cuchillo, escondiendo el filo en el antebrazo, bajo la manga. Se vio a sí mismo clavando el cuchillo hasta la empuñadura en el pecho de Trent. Sin embargo, no era su plan. Mataría al guardia, pero Stone no tenía ninguna intención de privar a Trent de la oportunidad de pasarse el resto de su vida en chirona.

Stone se estaba acercando a su objetivo cuando sus planes se desbarataron. El tren entró como un cohete en el Metro Center, se detuvo, y las puertas se abrieron de golpe. Metro Center era la estación más concurrida de todas las líneas de metro. Trent y su guardia salieron cuando la puerta se abrió. En el otro vagón, Seagraves hizo lo mismo. Stone y los demás se abrieron camino entre los pasajeros que iban y venían de los trenes que llegaban y salían en dos plantas distintas y de varias direcciones.

Stone no apartaba la mirada de Trent y la figura encapuchada que estaba con él. Por el rabillo del ojo vio a dos hombres enfundados en unos monos blancos que se dirigían hacia Trent. Lo que no vio fue que Roger Seagraves sacaba un pequeño objeto de metal del bolsillo, arrancaba una anilla con los dientes y lo lanzaba, mirando hacia atrás y asegurándose de llevar los tapones puestos en los oídos.

Stone vio pasar volando el cilindro rectangular por los aires y supo en el acto lo que era. Se giró y gritó a Reuben y los demás:

– ¡Al suelo y cubríos los oídos!

Al cabo de unos segundos, se oyó un estallido destellante y docenas de personas se desplomaron al suelo cubriéndose los oídos y los ojos, y gritando de dolor.

A Trent y su guardaespaldas no les había afectado la explosión. Se habían puesto tapones y habían apartado la mirada del destello de la explosión.

Stone, mareado a pesar de haber colocado la cara en el suelo y de haberse tapado los oídos con las mangas del abrigo, levantó la mirada y vio zapatos y pies volando ante él. Al intentar levantarse, un hombre fornido que huía preso del pánico le arrolló y le tiró al suelo. Stone sintió que el rastreador se le caía de las manos y observó con una sensación exasperante cómo se desplazaba por el suelo, hasta el borde del andén y hasta caer a las vías debajo del tren, cuando se disponía a salir de la estación.

Cuando el último vagón desapareció de la estación, se abalanzó sobre el borde y miró hacia abajo. La caja estaba aplastada.

Se giró y vio que Reuben había atacado al hombre encapuchado. Stone salió en ayuda de su amigo, aunque en realidad el hombretón no la necesitaba. Reuben le había puesto trabas, le había levantado del suelo y le había golpeado la cabeza contra un poste de metal.

Luego Reuben había arrojado al hombre, que había resbalado por el suelo pulido mientras la gente se apartaba de su camino. Cuando Reuben se dirigió como un huracán hacia él, Stone le golpeó por detrás y lo dejó tumbado.

– ¡Qué cono! -gruñó Reuben mientras el disparo del hombre le pasaba volando por encima de la cabeza.

Stone había visto la pistola y había tumbado a Reuben para que saliera de la trayectoria de la bala justo a tiempo.

El hombre encapuchado se arrodilló y se preparó para disparar a quemarropa, pero se desplomó cuando dos agentes federales que venían corriendo seguidos por la policía uniformada le dispararon tres balas en el pecho.

Stone ayudó a Reuben a levantarse y buscó a los demás.

Annabelle le saludó desde una esquina, con Milton y Caleb a su lado.

– ¿Dónde está Trent? -preguntó Stone.

Annabelle movió la cabeza y levantó las manos, haciendo un gesto de impotencia.

Stone miró sin esperanza por el andén lleno de gente. Le habían perdido.

De repente, Caleb gritó.

– ¡Allí! ¡Está subiendo por las escaleras mecánicas! ¡Ése es el hombre que me secuestró! ¡Foxworth!

– ¡Y Trent! -añadió Milton.

Todos miraron hacia arriba. Al oír su alias, Seagraves miró por encima del hombro y se le cayó la capucha, lo cual permitió que todos les vieran bien, a él y a Albert Trent, que estaba a su lado.

– Maldita sea -murmuró Seagraves.

Arrastró a Trent entre la multitud, y salieron corriendo de la estación de metro.

Arriba, en la calle, Seagraves metió a Albert Trent en un taxi y dio una dirección al taxista.

– Nos veremos allí más tarde. Tengo un avión privado a punto para que podamos huir del país. Aquí tienes tu documentación para viajar y tu nueva identidad. Te cambiaremos el aspecto.

Dejó un fajo de documentos y un pasaporte en las manos de Trent.

Seagraves se disponía a cerrar la puerta del taxi cuando de repente se detuvo.

– Albert, dame tu reloj.

– ¿Qué?

Seagraves no se lo pidió dos veces. Le arrancó el reloj de la muñeca y cerró la puerta del taxi. El coche se marchó, con Trent preso del pánico mirándole hacia atrás por la ventanilla. Seagraves había planeado matar a Trent más tarde, y quería tener algo que le perteneciera. Le daba mucha rabia tener que dejar su colección atrás, pero no podía arriesgarse a volver a su casa, y también estaba disgustado porque no había podido conseguir nada de los dos agentes que había matado en el metro.

«Bueno, siempre estoy a tiempo de empezar una nueva colección.»Corrió por la calle hacia un callejón, subió a una furgoneta que había aparcado allí y se cambió de ropa. Luego esperó a que sus perseguidores aparecieran. Esta vez no fallaría.

Capítulo 66

Stone y los demás salieron corriendo por las escaleras mecánicas del metro junto con cientos de personas presas del pánico. Mientras las sirenas inundaban el aire y un pequeño ejército de policías se dirigía hacia la zona para investigar el alboroto, caminaron por la calle sin rumbo fijo.

– Menos mal que Caleb está bien -dijo Milton.

– Sí -gritó Reuben, cogiendo a Caleb por los hombros-. ¿Qué diablos haríamos si no te tuviéramos para tomarte el pelo?

– Caleb, ¿cómo te secuestraron? -preguntó Stone con curiosidad.

Caleb le contó rápidamente lo del hombre que se hacía llamar William Foxworth.

– Me dijo que tenía unos libros que quería que mirara, y luego lo siguiente que recuerdo es que me quedé inconsciente.

– ¿Dices que se hacía llamar Foxworth? -preguntó Stone.

– Sí, eso decía en su carné de la biblioteca, y para hacérselo tuvo que mostrar algún tipo de documento válido.

– Sin duda, ése no es su verdadero nombre. Pero por lo menos le hemos visto.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Annabelle.

– Lo que sigo sin entender es cómo pusieron la sustancia química en los libros -dijo Milton-. Albert Trent pertenece al gabinete del Comité de Inteligencia. De algún modo se entera de los secretos y luego, ¿a quién se los pasa? ¿Y cómo acaban en unos libros de una sala de lectura para que Jewell English y seguramente Norman Janklow los vean y los anoten utilizando unas gafas especiales?

Mientras cavilaban sobre estas preguntas, Stone utilizó su móvil para comprobar los progresos de Alex Ford. Aún estaban buscando a Trent, pero Ford recomendó a Stone y a los demás que se mantuvieran al margen de la persecución.