– ¿El qué? ¿El espionaje? -apuntó Stone.
– ¡Imbécil, cierra el pico! -gritó Trent a Chambers.
– Vale, se acabó. A dormir, pequeño.
Reuben pegó un puñetazo a Trent en la mandíbula que le dejó sin sentido. Se enderezó y se dirigió al librero.
– Continúa.
Chambers miró a Trent inconsciente.
– Sí, supongo que soy un imbécil. Poco a poco, Albert me contó cómo se podía ganar dinero vendiendo lo que él llamaba secretos «menores». Me dijo que ni siquiera era espionaje, que eran negocios normales y corrientes. Me explicó que en su cargo como miembro del comité había conocido a un hombre que tenía contactos en todas las agencias de inteligencia y que tenía mucho interésen hacer negocios con él. Más tarde resultó que ese hombre era muy peligroso. Sin embargo, Albert me contó que muchas personas vendían secretos, en ambos bandos, que era algo casi normal.
– ¿Y te lo creíste? -preguntó Stone.
– Una parte de mí no, pero otra parte de mí quería creérselo porque coleccionar libros es una pasión cara y el dinero iba a venirme bien. Ahora veo que sin duda me equivoqué, pero en ese momento no me pareció tan mal. Albert me dijo que el problema era que tarde o temprano siempre pillaban a todos los espías cuando hacían las entregas. Me dijo que había pensado en la manera de evitarlo y que yo podía ayudarle.
– Con tus conocimientos de restaurador de libros raros tenías la pericia y el acceso a la biblioteca -dijo Caleb.
– Sí, y Albert y yo éramos viejos amigos, así que no había nada sospechoso si él me traía un libro; al fin y al cabo era mi especialidad. Dentro de los libros, marcaban algunas letras con un pequeño puntito. Cogía las letras cifradas que me había dado y las ponía en los libros de la biblioteca con un tinte químico. Siempre me han gustado las letras tan bien destacadas de las obras incunables que los artesanos crearon desde el nacimiento de la imprenta. Para mí eran como verdaderos cuadros en miniatura, con cientos de años de antigüedad, y con el cuidado adecuado pueden parecer tan vivas hoy como cuando se hicieron por primera vez. Había experimentado con materiales de este tipo durante años, como aficionado. Ya no hay mercado para este tipo de cosas. En realidad, no fue demasiado difícil encontrar una sustancia química para que las letras reaccionaran con el tipo de lentes adecuado, que también creé yo. Además de los libros viejos, mis otras fascinaciones han sido la química, el poder y la capacidad de manipular la luz. También disfruto con mi trabajo en la biblioteca -explicó, haciendo una pausa-. Bueno, al menos he disfrutado, porque ahora se ha acabado mi trayectoria profesional. -Suspiró profundamente-. Por otro lado, Albert y su gente dispusieron que algunas personas acudieran a la sala de lectura con estas gafas especiales. Creo que venían regularmente, no sólo para ver los mensajes cifrados, para no levantar sospechas.
– Ver a viejecitos de ambos sexos leyendo libros raros allí no iba a levantar sospechas -añadió Stone-. Podían coger los secretos, enviarlos en una carta de estilo antiguo a un «familiar» que viviera fuera del país, y ni siquiera la poderosa ASN, con todos sus superordenadores y satélites, iba a descubrirlo. Sin duda, era un plan perfecto.
– Le decía a Albert el libro que estaba listo y él colocaba pequeñas frases en ciertos sitios de Internet para decirles cuándo tenían que entrar y qué libro debían pedir. Les entregaba el libro por la mañana, cuando acudían a la biblioteca. Tenía un suministro sin fin de volúmenes para restaurar que circulaban libremente en la sala de lectura, así que esto no suponía un problema. Entraban, copiaban las letras resaltadas y se iban. Algunas horas después, el tinte químico se evaporaba, y con ello las pruebas.
– Y te pagaban muy bien. Seguro que te ingresaban el dinero en una cuenta en el extranjero -añadió Annabelle.
– Algo así-reconoció.
– Sin embargo, has dicho que Vincent Pearl estaba teniendo mucho éxito. ¿Por qué no decidiste utilizar siempre esa personalidad? -preguntó Stone.
– Como ya he dicho, me encantaba mi trabajo en la biblioteca, y era divertido tomarle el pelo a todo el mundo. Supongo que quería lo mejor de ambos mundos.
– El espionaje pase, pero asesinar… -espetó Caleb-. Bob Bradley, Cornelius Behan, Norman Janklow y seguramente Jewell English. ¿Y Jonathan? ¡Hiciste que mataran a Jonathan!
– ¡Yo no hice matar a nadie! -protestó Chambers ferozmente, señalando a Trent-. Él lo hizo; él y quienquiera que trabaja con él.
– El señor Foxworth -dijo Stone lentamente.
– Pero, ¿por qué Jonathan? -preguntó Caleb con amargura-. ¿Por qué él?
Chambers se frotó las manos con nerviosismo.
– Entró en la sala de restauración por sorpresa después de terminar de trabajar una noche y me vio manipulando un libro. Estaba aplicando la sustancia química sobre las letras. Intenté explicárselo, pero no pienso que me creyera. Enseguida le conté a Albert lo ocurrido, y lo siguiente que sé es que Jonathan había muerto. Albert me dijo más tarde que como la sala de lectura era nuestra base de intercambio, tenían que hacer que la muerte pareciera natural. Si perdíamos la sala de lectura, perdíamos el negocio.
– Sabías lo que había ocurrido y aun así no acudiste a la policía -le acusó Caleb.
– ¿Cómo iba a hacerlo? ¡Me iba a pudrir en la cárcel! -exclamó Chambers.
– Que es lo que te pasará ahora -afirmó Stone con firmeza antes de mirar a Trent, que estaba desplomado-. Y a él.
– O quizá no -interrumpió una voz.
Todos se giraron y observaron cómo Roger Seagraves se acercaba hacia ellos, con una pistola en cada mano.
– ¿Señor Foxworth? -dijo Caleb.
– ¡Cállate! -gritó Seagraves impacientemente sin dejar de mirar a Trent, que estaba volviendo en sí.
– Gracias a Dios, Roger -dijo cuando vio a Seagraves.
Seagraves sonrió.
– Te has equivocado de deidad, Albert.
Disparó y alcanzó a Trent en el pecho. El hombre jadeó y se cayó de la silla al suelo. Seagraves apuntó con la otra pistola a Stone y Reuben, quienes se dirigían hacia él.
– Ni os atreváis. -Apuntó la otra pistola a Chambers-. Tampoco necesitamos ya tus servicios.
Mientras Chambers se preparaba para recibir el impacto de la bala, Stone se colocó entre él y Seagraves.
– Ya he llamado a la policía, y están de camino. Si quieres huir, mejor que lo hagas ahora.
– Vaya, ¡qué emotivo! Un Triple Seis protegiendo a otro…
A Stone se le agarrotaron un poco los músculos.
Seagraves sonrió.
– O sea que es cierto. Entonces conocerás la primera regla de nuestro negocio: no dejar jamás ningún testigo. Tengo curiosidad. ¿Cómo acabaste trabajando en un cementerio? Debió de ser una derrota para alguien como tú.
– Pues yo lo consideré un ascenso.
Seagraves negó con la cabeza.
– Me habría evitado muchos problemas si te hubiera matado cuando tuve la oportunidad. Has arruinado una gran operación, pero tengo suficiente dinero para vivir bien.
– Si consigues escapar -interrumpió Annabelle.
– Oh, me escaparé, te lo aseguro.
– Yo no estaría tan seguro -dijo Stone, moviendo la mano derecha hacia el bolsillo de su chaqueta-. Ahora el Servicio Secreto y el FBI también están metidos en el caso.
– ¡Uy, no veas qué miedo me dan! Lo último que tengo que hacer es recoger un par de artículos para mi colección. ¡Quieto! -gritó Seagraves. Stone dejó de mover la mano; tenía la punta de los dedos muy cerca del bolsillo de la chaqueta-. ¡Arriba las manos!
– ¿Qué? -preguntó Stone, fingiendo estar desconcertado.