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– Bueno, nosotros jugábamos con ventaja -respondió Stone.

– ¿Qué teníais? -preguntó el agente sorprendido.

– Un bibliotecario muy bien formado que se llama Caleb Shaw -respondió Alex Ford.

Uno de los agentes le guiñó el ojo.

– Ya, Shaw. Es bueno, ¿verdad? Pensé que era un poco, bueno, nervioso.

– Digamos que su falta de coraje queda más que compensada por su… -dijo Stone.

– ¿Suerte? -le cortó el agente.

– Atención a los detalles.

Dieron las gracias a Stone por su ayuda y dejaron abierta la posibilidad de seguir cooperando en el futuro.

– Si alguna vez necesitas ayuda, dínoslo -dijo uno de los agentes del FBI, entregándole una tarjeta a Stone con un número de teléfono.

Stone se guardó la tarjeta en el bolsillo pensando: «Espero de veras no necesitar jamás ayuda tan desesperadamente.»Después de que la situación se calmara un poco, todos se reunieron en la casita de Stone. Ahí fue donde Caleb levantó el Libro de los Salmos y pidió a Annabelle que le contara la verdad.

Ella respiró profundamente y empezó la explicación.

– Sabía lo mucho que a Jonathan le gustaban los libros, y un día le pregunté qué libro tendría si pudiera escoger entre todos los libros del mundo. Me dijo que el Libro de los Salmos. Me informé sobre el libro y descubrí que todos estaban en poder de distintos organismos, pero había uno que parecía mejor que los demás.

– Deja que lo adivine. ¿ La Old South Church de Boston? -apuntó Caleb.

– ¿Cómo lo sabes?

– Es más fácil acceder allí que a la Biblioteca del Congreso o Yale, al menos eso espero.

– Bueno, el caso es que fui allí con un amigo mío y les dije que éramos estudiantes universitarios que estábamos haciendo un trabajo sobre libros famosos.

– Y le dejaron verlo -dijo Caleb.

– Sí, e incluso sacarle fotos y todo eso. Tengo otro amigo que es un genio haciendo falsi… quiero decir, muy manitas.

– ¿O sea que falsificó un Libro de los Salmos? -exclamó Caleb.

– Era una copia genial. Era imposible notar la diferencia -dijo Annabelle emocionada, aunque su expresión cambió cuando vio la mirada enfadada de su amigo-. Bueno, regresamos y pegamos el cambiazo.

– ¿Pegasteis el cambiazo? -repitió Caleb, enrojeciendo-. Es uno de los libros más singulares de la historia de este país, ¿y pegasteis el cambiazo?

– ¿Por qué no le diste a DeHaven la copia? -preguntó Stone.

– ¿Dar un libro falso al hombre al que amaba? Ni hablar.

– No puedo creer lo que estoy oyendo -confesó Caleb, dejándose caer en una silla.

Antes de que se pusiera aún más de los nervios, Annabelle se apresuró a contar el resto de su historia.

– Cuando le di el libro, Jonathan se quedó sorprendido. Por supuesto, le dije que se trataba de una copia que había hecho para él. No sé si me creyó. Creo que llamó a varios sitios para comprobarlo, y supongo que llegó a la conclusión de que no me dedicaba a algo del todo respetable.

– ¿En serio? Seguro que le pareció estupendo -espetó Caleb.

Annabelle le ignoró.

– Como la iglesia no sabía que su libro era falso y no faltaba ningún Libro de los Salmos, supongo que Jonathan finalmente pensó que le estaba contando la verdad. Estaba tan contento… Aunque sólo era un libro viejo.

– ¡Un libro viejo!

Caleb estaba a punto de explotar, pero Stone le puso la mano en el hombro.

– No marees la perdiz, Caleb.

– ¿La perdiz? -farfulló Caleb.

– Lo devolveré -explicó Annabelle.

– ¿Perdona? -dijo Caleb.

– Llevaré el libro y volveré a dar el cambiazo.

– No lo dices en serio.

– Lo digo muy en serio. Lo he cambiado una vez, así que puedo cambiarlo de nuevo.

– ¿Y qué pasará si te pillan?

Miró a Caleb con compasión.

– Soy mucho mejor ahora que entonces -dijo. Se dirigió a Milton-:¿Quieres ayudarme a hacerlo?

– ¡Claro! -exclamó Milton entusiasmado.

– ¡Te prohíbo rotundamente que participes en un delito tan grave! -exclamó Caleb furioso.

– Caleb, ¿quieres tranquilizarte? No es un delito grave porque vamos a devolver el libro auténtico, ¿no? -exclamó Milton.

Caleb empezó a decir algo y luego se calmó rápidamente.

– No, supongo que no.

– Me encargaré de los detalles -dijo Annabelle-. Sólo necesito que me des el libro, Caleb.

Annabelle alargó la mano para cogerlo; pero Caleb lo agarró, abrazándolo inmediatamente.

– ¿No puedo quedármelo hasta el día que lo necesites? -preguntó, pasando la mano por la cubierta.

– Le dijiste a Monty Chambers que no era más que un libro -le recordó Reuben.

Caleb parecía abatido.

– Ya lo sé. No he pegado ojo desde que lo dije. Creo que las hadas de los libros me han maldecido -añadió tristemente.

– Bueno -dijo Annabelle-. Por ahora, quédatelo.

Reuben miró a Annabelle esperanzado.

– Bueno, ahora que ya se ha acabado la diversión, ¿quieres salir conmigo algún día? ¿Esta noche, por ejemplo?

Annabelle sonrió.

– ¿Te importa que lo dejemos para otro día, Reuben? Aunque te agradezco la oferta.

– No será la última, señorita -respondió, besándole la mano.

Después de que los otros se marcharan, Annabelle se fue con Stone, que había ido a trabajar al cementerio.

Mientras estaba lavando una lápida, ella recogió las malas hierbas en una bolsa de plástico.

– No tienes que quedarte para ayudarme -le dijo-. Trabajar en un cementerio no es exactamente el tipo de vida que me imagino para alguien como tú.

Annabelle puso los brazos en jarras.

– ¿Y qué tipo de vida te imaginas para alguien como yo?

– Marido, hijos, una bonita casa en una zona residencial, formar parte de la AMPA, quizás un perro…

– Estas de broma, ¿no?

– Sí, estoy de broma. Bueno, ¿y ahora qué?

– Bueno, tengo que devolver el libro para que Caleb me deje tranquila.

– ¿Y luego?

Se encogió de hombros.

– No me gusta hacer planes de futuro.

Cogió otra esponja, se arrodilló y empezó a ayudar a Stone a limpiar el poste indicador de la sepultura. Más tarde, después de haber cenado lo que Annabelle había preparado, se sentaron en el porche a charlar.

– Me alegro de haber vuelto -dijo, mirando a Stone.

– Y yo, Annabelle -respondió Stone.

Ella sonrió al oír cómo utilizaba su nombre verdadero.

– Ese tío, Seagraves, te llamó un Triple Seis. ¿De qué iba eso?

– Eso fue hace unos treinta años -explicó Stone.

– Vale. Todos tenemos secretos. Bueno, ¿piensas marcharte de aquí? -le preguntó.

Stone negó con la cabeza.

– El «aquí» tiende a enganchar con el tiempo -se limitó a decir.

«Quizá sí», pensó Annabelle. Se sentaron en silencio a contemplar la luna llena.

Después de un viaje de cuatro horas en coche hacia el norte, Jerry Bagger contemplaba la misma luna por la ventanilla. Había pedido todos los favores que le debían y más, y había amenazado y pegado a más gente de la que recordaba, sin dejar de disfrutar ni un solo instante. Por eso estaba ahora más cerca de Annabelle, y ella bajaba la guardia y se desprendía de sus corazas. Pronto le llegaría el turno, y lo que le había hecho a Tony Wallace no era nada comparado con lo que quería hacer con ella. Al imaginarse cómo la mataba con sus propias manos siempre esbozaba una sonrisa. Volvía a tener el control. Bagger chupó satisfecho el puro y tomó un sorbo de bourbon.

«Prepárate, Annabelle Conroy, porque llega el malo de Jerry.»

David Baldacci

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