Robert Silverberg
Los colmillos de los árboles
Desde la casa de la plantación, sobre la colina de Dolan, gris y esbelta como la aguja de una torre, Zen Holbrook alcanzaba a ver todo cuanto le interesaba: las alamedas de los árboles del jugo en el amplio valle, la corriente rápida donde su sobrina Naomí prefería bañarse, el lago tranquilo y sereno más allá. También veía la zona amenazada de infección en el Sector C, al lado norte del valle, donde —¿o era sólo su imaginación?— las lustrosas hojas azules de los árboles parecían ya manchadas con el tono naranja de la enfermedad del moho.
Si su mundo iba a acabarse, aquello significaba el principio del fin.
Permaneció en pie ante el curvado ventanal del centro de información, sobre la casa. Era a primera hora de la mañana. Dos lunas pálidas pendían aún en el cielo del amanecer, pero el sol se levantaba ya sobre el país de las colinas. Naomí estaba levantada y fuera de la casa, jugueteando en el arroyo. Cada mañana, antes de dejar la casa, Holbrook pasaba revista a toda la plantación. El radar y los sensores ofrecían a su vista planos de todos los puntos clave. Adelantando el cuerpo, Holbrook pasó sus manos de dedos gruesos sobre los mandos y encendió las pantallas que flanqueaban el ventanal. Poseía mil setecientas hectáreas de árboles del jugo… Una fortuna, aunque, debido a la hipoteca, lo que ganaba era poco en comparación con lo mucho que daba a ganar. Su reino. Su imperio. Registró el Sector C, su favorito. Sí, en la pantalla se veían largas filas de árboles, de quince metros de altura, agitando sus miembros inquietos. Ésta era la zona de peligro, el sector amenazado. Holbrook examinó intensamente las hojas de los árboles. ¿Tenían ya manchas de moho? Los informes del laboratorio llegarían un poco más tarde. Estudió los árboles, vio el brillo de sus ojos, el destello de sus colmillos. Eran muy buenos los árboles de este sector. Cumplidores, unos productores magníficos.
Sus árboles favoritos. Le gustaba tratar de convencerse a sí mismo de que los árboles tenían personalidad, nombre, identidad. No hacía falta simular demasiado. Puso en marcha el audio.
—Buenos días, César-dijo—. Buenos días, Alcibíades, Héctor. Buenos días, Platón.
Los árboles reconocían su nombre. En respuesta a su saludo, agitaron las ramas como si el viento barriera la alameda. Holbrook vio el fruto casi maduro, largo e hinchado, cargado de jugo alucinógeno. Los ojos de los árboles —placas brillantes y escamosas incrustadas en varias filas sobre el tronco— brillaron y se volvieron buscándole.
—No estoy en la alameda, Platón —advirtió Holbrook—. Todavía me encuentro en la casa de la plantación. Pronto iré ahí. Hace una mañana preciosa, ¿verdad?
Entre la penumbra, a nivel del suelo, surgió el hocico largo y sonrosado de un ladrón de jugo, saltando de un montón de hojas caídas. Disgustado, Holbrook observó cómo el roedor, pequeño y audaz, cruzaba la alameda en cuatro saltos rápidos y venía a caer sobre el enorme tronco de César, trepando con destreza entre los grandes ojos del árbol. Los miembros de César se agitaban furiosos, pero no conseguía localizar al monstruo. El ladrón de jugo se desvaneció entre las hojas y reapareció nueve metros más arriba, moviéndose ahora en el nivel donde crecía el fruto. Fruncía ansiosamente el hocico. Luego, se incorporó sobre las cuatro patas posteriores y se dispuso a chupar un fruto casi maduro, por un valor de ocho dólares en alucinógenos.
De la copa del Alcibíades surgió, como una serpentina estrecha y sinuosa, un zarcillo, un tentáculo poderoso. Cruzó el espacio que le separaba de César y cayó como el rayo en torno al ladrón de jugo. El animal apenas tuvo tiempo de gemir al comprender que había sido atrapado cuando ya el tentáculo acababa con él, estrangulándole. En un gracioso arco, el zarcillo regresó a la copa de Alcibíades, y la boca abierta del árbol quedó a la vista cuando las hojas se entreabrieron. Los dientes se separaron, el tentáculo se desprendió de su presa y el cuerpo del ladrón cayó en la boca del árbol. Alcibíades se estremeció de placer. Fue un ligero temblor de las hojas, una afectación de modestia, la satisfacción en realidad por sus rápidos reflejos que le habían proporcionado un bocado tan exquisito. Era un árbol muy listo y muy hermoso, y estaba muy satisfecho de sí mismo. «Una vanidad perdonable —pensó Holbrook—. Eres un buen árbol, Alcibíades. Todos los del Sector C sois buenos árboles. ¿Pero si tienes la enfermedad del moho, Alcibíades? ¿Qué será de tus hojas brillantes, de tus ramas esbeltas, si tengo que quemarte y eliminarte de la alameda?»
—Muy bien hecho —le dijo—. Me gusta verte siempre tan alerta.
Alcibíades siguió agitándose. Sócrates, a cuatro árboles en diagonal, en la misma fila, apretó las ramas contra el tronco en lo que Holbrook reconoció como un gesto de disgusto, un gruñido torvo. No a todos los árboles les gustaba la vanidad de Alcibíades, su orgullo y su rapidez.
De pronto, Holbrook no pudo soportar la vista del Sector C. Tocó los botones de mando y pasó al Sector K, el nuevo, al extremo sur del valle. Aquí los árboles no tenían nombres, ni los recibirían tampoco. Holbrook había decidido hacía tiempo que era una afectación tonta considerar a los árboles como si fueran amigos o animalitos domésticos. Eran, sencillamente, productores de ingresos. Y suponía un error encariñarse con ellos…, según comprendía con mayor claridad ahora que algunos de sus amigos se veían amenazados por el moho, que se contagiaba de un mundo a otro para arruinar las plantaciones de árboles del jugo.
Registró el Sector K con mayor frialdad.
Debería pensar en ellos como árboles, se dijo. No como animales, ni como personas. Árboles. Raíces muy largas que se hunden a dieciocho metros bajo el suelo para nutrirse. No pueden moverse de un lugar a otro. Se desarrollan por fotosíntesis. Florecen, son fecundados por el polen y producen grandes frutos como falos, cargados de alcaloides capaces de inducir sombras muy interesantes en la mente de los hombres. Árboles, árboles, árboles. Pero tienen ojos. Y dientes. Y boca. Poseen miembros prensiles. Piensan. Reaccionan. Tienen un alma. Cuando se les hiere, incluso gritan. Están adaptados para perseguir animales pequeños. Digieren carne. Algunos prefieren el cordero a la ternera. Unos son pensativos y solemnes; otros, alegres y saltarines; otros plácidos, casi bovinos. Aunque todos son bisexuales, algunos presentan una personalidad decididamente masculina; hay otros femeninos, otros ambivalentes. Almas. Personalidades.
Árboles.
Los árboles sin nombre del Sector K le tentaban a cometer el pecado de apegarse a ellos. Ese gordo podía llamarse Buda. Y aquél, Abe Lincoln. Y tú, tú eres Guillermo el Conquistador…
Árboles.
Había hecho el esfuerzo y había triunfado. Examinó fríamente la alameda, asegurándose de que no había sufrido daño durante la noche a causa de los animales de presa; comprobando los frutos maduros; leyendo los informes que proporcionaban los sensores, monitores que vigilaban el nivel del azúcar, la etapa de la fermentación, la toma de manganeso, todo el proceso complicado y equilibrado de la vida del que dependía el éxito de la plantación. Holbrook lo manejaba todo prácticamente solo. Tenía a sus órdenes tres vigilantes humanos y tres docenas de robots. El resto se hacía por telemetría y, por lo general, todo iba bien. Por lo general. Adecuadamente guardados, cuidados y alimentados, los árboles daban su fruto tres veces al año. Holbrook lo enviaba a la planta de transformación, junto al puerto espacial de la costa, donde se sometía el jugo al debido proceso y se embarcaba hacia la Tierra. Holbrook no participaba en eso; no era más que un productor del fruto. Llevaba aquí diez años y no tenía planes para cambiar de profesión. Llevaba una vida tranquila, una vida solitaria, la vida que él había elegido.