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Mientras Naomí daba de comer a los árboles, les hablaba y acariciaba sus troncos escamosos como podría hacerlo con un rinoceronte domesticado, Holbrook desenrolló en silencio una escalera telescópica e inspeccionó de nuevo las hojas buscando manchas de moho. En realidad, apenas servía de nada. El moho no se hacía visible en las hojas hasta que había penetrado ya en las raíces del árbol. Probablemente, las manchas de tono naranja que creía ver eran puro producto de su imaginación. Tendría el informe del laboratorio en una o dos horas, y él le diría cuanto necesitaba saber, bueno o malo. Sin embargo, no podía dejar de mirar. Cortó un puñado de hojas de una de las ramas bajas de Platón, disculpándose por ello, y las volvió entre sus manos, frotando la superficie brillante. ¿Qué eran estas pequeñas colonias de partículas rojizas? Su mente trató de rechazar la posibilidad de la peste. ¿Una plaga que saltara de un mundo a otro y que caía sobre él, arruinándole? Había creado su plantación a base de créditos. Un poco de dinero propio y mucho del banco. Pero el crédito es un arma de dos filos. Si la peste atacaba la plantación y mataba un número de árboles suficiente para que su parte quedara por debajo del nivel que el banco consideraba necesario como garantía, éste se apoderaría de todo. Aunque podrían contratarle para que trabajara como administrador suyo. Ya había oído hablar de cosas así.

Platón se agitó inquieto.

—¿Qué ocurre, viejo? —murmuró Holbrook—. Lo has pillado, ¿verdad? Sientes algo por dentro… Lo sé, lo sé. También yo lo siento en mi interior. Tenemos que tomárnoslo con filosofía. Los dos. —Dejó caer las hojas al suelo y pasó con la escalerilla a Alcibíades—. Vamos, hermoso, vamos. Déjame mirar. No te cortaré ninguna hoja. —Le pareció que aquel árbol orgulloso gruñía irritado—. Estás un poco manchado aquí debajo, ¿sabes? También te has contagiado.

Las ramas exteriores del árbol se contrajeron, como si Alcibíades las ciñera contra sí angustiado. Holbrook siguió adelante por la fila. Las manchas de moho resaltaban mucho más que la víspera. No, no se dejaba llevar por la imaginación. El Sector C había sido alcanzado. Ya no necesitaba recibir el informe del laboratorio. Se sintió extrañamente tranquilo ahora, aunque aquello le anunciaba su ruina.

—¿Zen?

Bajó la vista. Naomí estaba al pie de la escalera, sosteniendo un fruto casi maduro en la mano. Había algo grotesco en ellos. Los frutos parecían una broma de la botánica. Presentaban una forma tan claramente fálica que un árbol maduro con cien o más frutos pendientes de sus ramas resultaba el arquetipo del macho por excelencia. Todos los visitantes lo encontraban muy gracioso. Pero la mano de una chica de quince años sosteniendo aquel objeto rozaba con la obscenidad. Naomí jamás había hecho comentarios sobre la forma de los frutos, ni mostraba ahora el menor sonrojo. Al principio, Holbrook lo había tomado por inocencia o timidez. Al conocerla mejor, empezó a sospechar que simulaba deliberadamente ignorar aquella coincidencia biológica tan absurdamente cómica sólo para no molestarle a él. Puesto que la juzgaba una niña, se comportaba decorosamente como tal, se dijo Holbrook. La fascinante complejidad de la interpretación que daba a la actitud de Naomí le había mantenido ocupado durante días.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó.

—Aquí mismo. Alcibíades lo dejó caer.

«El asqueroso bromista», pensó Holbrook.

—¿Y qué? —dijo.

—Está maduro. Llegó el momento de la cosecha, ¿no?

Apretó el fruto. Holbrook sintió que el rostro le ardía.

—Échale una mirada —continuó ella. Y se lo tiró.

Tenía razón. Iba a empezar la época de la cosecha en el Sector C. Cinco días antes de lo debido. No se alegraba. Suponía otra prueba de la enfermedad, que, como bien sabía ahora, se había extendido a estos árboles.

—¿Qué hay de malo? —preguntó ella.

Bajó y le mostró el montón de hojas que cortara de Platón.

—¿Ves estas manchas? Es moho. Una enfermedad que ataca a los árboles del jugo.

—¡No!

—Ha ido pasando de un sistema a otro durante los últimos cincuenta años. Y a pesar de las cuarentenas, ha llegado hasta aquí.

—¿Qué les pasa a los árboles?

—Se produce una aceleración metabólica —explicó Holbrook—. Por eso empiezan a caer ya los frutos. Se aceleran sus ciclos hasta recorrer todo un año de vida en un par de semanas. Se vuelven estériles. Pierden las hojas. Seis meses después del contagio, están muertos —hablaba abrumado, con los hombros hundidos—. Lo sospechaba desde hacía dos o tres días. Ahora lo sé.

—¿Y cuál es la causa, Zen?

Parecía interesada, pero no realmente preocupada.

—En último término, un virus. Las etapas son tan diversas que no puedo explicarte toda la secuencia. Se trata de un vector de intercambio: el virus inunda una planta y se introduce en sus semillas, los roedores se las comen y así entra en su sangre, que luego chupan los insectos que les pican y que transmiten a un mamífero y… ¡Oh, diablos! ¿Qué importan los detalles? Se necesitaron ochenta años para seguir la huella de una sola secuencia. No es posible poner en cuarentena un mundo entero contra todo, claro. El moho acaba por llegar a él viajando sobre cualquier criatura viviente. Y aquí lo tenemos.

—Supongo que fumigarás la plantación.

—No.

—¿No se acaba así con el moho? ¿Cuál es el tratamiento?

—No hay ninguno —contestó Holbrook.

—Pero…

—Mira, he de volver a la casa. Puedes entretenerte sin mí, ¿verdad?

—Claro. —Señaló la carne—. Ni siquiera he terminado de darles de comer. Y están muy hambrientos esta mañana.

Iba a decirle que ya era completamente inútil alimentarles, que todos los árboles de aquel sector estarían muertos a la caída de la noche. Pero el instinto le advirtió que sería demasiado complicado empezar a explicárselo ahora. Le envió una rápida sonrisa, carente de alegría, y se dirigió al vehículo. Cuando la miró de nuevo, Noemí lanzaba una gran trozo de carne hacia Enrique VIII, que la atrapó con destreza y se la metió en la boca.

El informe del laboratorio salió por la ranura de la pared un par de horas más tarde, confirmando lo que Holbrook sabía ya: moho. Por lo menos la mitad del planeta se había enterado de la noticia para entonces y Holbrook había recibido ya a una docena de visitantes. En un planeta con una población humana inferior a las cuatrocientas personas, constituía todo un récord. El gobernador del distrito, Fred Leitfried, fue el primero en aparecer, lo mismo que el comisionado agrícola local, puesto que Fred Leitfried ocupaba también ese cargo. A continuación, acudió una delegación formada por dos hombres del Gremio de Cultivadores de Árboles del Jugo. Luego vino Mortensen, el hombrecillo rechoncho que dirigía la planta de transformación, y Heemskerck, de la línea de exportación, y algunos empleados del banco, junto con un representante de la compañía de seguros. Una par de cultivadores vecinos se presentaron un poco más tarde. Le sonrieron compasivamente y, como buenos camaradas, le dieron unos golpecitos de ánimo en el hombro. Sin embargo, bajo esa conmiseración latía una hostilidad en potencia. No se lo dirían claramente, pero Holbrook no necesitaba de la telepatía para saber lo que pensaban: Líbrate de esos árboles enfermos antes de que infesten todo el maldito planeta.

En su caso, él habría opinado lo mismo. Aunque los vectores del moho hubiesen llegado a su mundo, en realidad la enfermedad no era tan contagiosa. Quedaría confinada, las plantaciones vecinas se salvarían, incluso se salvarían las alamedas aún no dañadas de su propia plantación…, siempre que actuase con la rapidez suficiente. Si fuera un vecino suyo el que tuviera el moho en los árboles, Holbrook tendría tantos deseos como ellos de que los cortara inmediatamente de raíz.