Fred Leitfried, un hombre alto, de rostro amable, ojos azules y sombríos incluso en una ocasión alegre, parecía ahora a punto de estallar en llanto.
—Zen —dijo—, he ordenado la alerta en todo el planeta. Los biólogos estarán preparados en treinta minutos para interrumpir la cadena de transmisión. Empezaremos en tu propiedad y trabajaremos en un radio cada vez más amplio hasta haber aislado todo este sector. A partir de ese momento, confiaremos en la suerte.
—¿En qué vector de transmisión estás pensando? —preguntó Mortensen, mordiéndose nerviosamente el labio inferior.
—En los saltadores —respondió Leitfried—. Son los más grandes y más fáciles de cazar y sabemos que son portadores potenciales del moho. Si todavía no se les ha contagiado el virus, tal vez interrumpamos ahí la secuencia y nos libremos de ello.
Holbrook preguntó hoscamente:
—¿Sabes que hablas de exterminar quizás un millón de animales?
—Lo sé, Zen.
—¿Crees que podrás hacerlo?
—Hay que hacerlo. Además —añadió Leitfried—, los planes de contingencia fueron redactados hace mucho tiempo y todo está dispuesto para llevarlos a cabo. Haremos que un producto letal para los salteadores cubra como una neblina la mitad del continente antes de la caída de la noche.
—Una vergüenza —murmuró uno de los hombres del banco—. Unos animales tan pacíficos…
—Pero ahora suponen una amenaza —adujo uno de los cultivadores—. Tienen que desaparecer.
Holbrook soltó un gruñido. A él le gustaban los saltadores. Mansos como conejitos, aunque casi del tamaño de un oso, mordisqueaban los arbustos y no hacían daño a los humanos. Desdichadamente, se les había identificado como susceptibles a la infección por el virus del moho y, en otros mundos, se había demostrado que, interrumpiendo una etapa básica en la secuencia de transmisión, se detenía el contagio del moho, ya que el virus moría si no encontraba terreno adecuado para la etapa siguiente de su ciclo vital. A Naomí le gustan los saltadores, pensó. Nos juzgará unos canallas por aniquilarlos. Pero hemos de salvar nuestros árboles. Si realmente fuéramos unos canallas, los habríamos exterminado antes incluso de que el moho apareciese, sólo para asegurarnos.
Leitfried se volvió a éclass="underline"
—¿Sabes lo que tienes que hacer ahora, Zen?
—Sí.
—¿Necesitas ayuda?
—Prefiero actuar solo.
—Podemos conseguirte diez hombres.
—Se trata sólo de un sector ¿no? —protestó—. Puedo hacerlo. Y debo hacerlo. Son mis árboles.
—¿Cuándo empezarás? —preguntó Borden, el cultivador cuya plantación lindaba con la de Holbrook por el este. Había casi cien kilómetros de monte bajo entre las dos propiedades, pero no era difícil comprender que se mostrara impaciente y deseoso de que se adoptaran las medidas de protección necesarias.
—Dentro de una hora, supongo —respondió Holbrook—. Primero he de efectuar algunos cálculos. Fred, ¿y si subieras conmigo y me ayudaras a comprobar el área infectada en la pantalla?
—De acuerdo.
—Antes de que se vaya, señor Holbrook… —empezó el de la compañía de seguros, avanzando un paso.
—Dígame.
—Quiero que sepa que lo aprobamos por completo. Le apoyaremos en todo.
Muy amable de su parte, pensó Holbrook con amargura. ¿Para qué servían los seguros, si no para apoyar siempre? No obstante, consiguió devolverle una amable sonrisa, acompañada de un murmullo de gratitud.
El del banco no dijo nada, y Holbrook se sintió agradecido por su silencio. Habría tiempo más tarde para hablar de la garantía, la nueva negociación de las acciones y todo lo demás. Primero se precisaba saber qué parte de la plantación sobreviviría después de adoptar las necesarias medidas de protección.
En el centro de información, él y Leitfried pusieron en marcha todas las pantallas a la vez. Holbrook indicó el Sector C e introdujo un plano esquemático de la alameda en la computadora. Añadió los datos del informe del laboratorio.
—Ésos son los árboles infectados —dijo, utilizando una pluma luminosa para trazar un círculo en la pantalla—. Tal vez unos cincuenta en total —amplió un poco el círculo—. Y ésta es la zona de incubación posible. Entre ochenta y cien árboles más. ¿Qué te parece, Fred?
El gobernador del distrito cogió la pluma luminosa de manos de Holbrook y se acercó a la pantalla. Hizo un círculo todavía más amplio, que llegaba casi a la periferia del sector.
—Han de desaparecer todos ésos, Zen.
—Son cuatrocientos árboles…
—¿Cuántos tienes en total?
—Tal vez siete u ocho mil —repuso Holbrook, encogiéndose de hombros.
—¿Quieres perderlos todos?
—De acuerdo. Al parecer, pretendes crear un foso de protección en torno a la zona infectada. Un área estéril.
—Sí.
—¿Para qué? Si el virus llega como caído del cielo, ¿a qué preocuparse por…?
—No hables así —le atajó Leitfried. Su rostro se alargó más aún, imagen viva de toda la tristeza, frustración y desesperación del universo. Parecía sentir lo mismo que Holbrook. Pero su tono era incisivo cuando dijo—: Zen, sólo te queda una alternativa. O vas a la plantación y empiezas a quemar los árboles o te rindes y dejas que el moho se apodere de todo. En el primer caso, se te ofrece la oportunidad de salvar la mayoría de cuanto posees. Si cedes, nosotros lo quemaremos de todos modos para protegernos. Y no nos detendremos en esos cuatrocientos árboles.
—Lo haré —dijo Holbrook—. No te preocupes por mí.
—No estaba preocupado. De verdad que no.
Leitfried se deslizó tras los botones de mando para inspeccionar toda la plantación, mientras Holbrook daba sus órdenes a los robots y disponía el equipo que necesitaba. A los diez minutos, estaba ya todo organizado y él dispuesto a salir.
—Hay una chica en el sector infectado —dijo Leitfried—. Es esa sobrina tuya, ¿no?
—Sí. Naomí.
—Muy guapa; ¿qué edad tiene, dieciocho, diecinueve años?
—Quince.
—Una figura preciosa, Zen.
—¿Qué hace ahora? —preguntó éste—. ¿Sigue dando de comer a los árboles?
—No, se ha tendido a su sombra. Creo que habla con ellos. Contándoles un cuento, quizá. ¿Quieres que ponga el audio?
—No te molestes. Le gusta jugar con los árboles. Ya sabes, darles un nombre, imaginarse que tienen personalidad… Cosas de críos.
—Claro —dijo Leitfried.
Sus miradas se encontraron por un instante, evasivas. Holbrook bajó los ojos. Los árboles tenían en efecto una personalidad. Todos los relacionados con el negocio del jugo lo sabían y, probablemente, no había muchos cultivadores que no mantuvieran con sus árboles una relación mucho más íntima de lo que admitían ante los demás. Cosas de críos… En realidad, cosas de las que no se hablaba.
«¡Pobre Naomí!», pensó Holbrook.
Dejó a Leitfried en el centro de información y salió por la parte de atrás. Los robots lo habían dispuesto todo tal y como él lo programara: el camión de fumigación con el arma de fusión montada en el lugar del tanque químico. Dos o tres de aquellos mecánicos de brillante metal se habían quedado esperando que les ordenara subir al camión, pero él los alejó y se situó tras el panel de dirección. Activó la computadora, y la pequeña pantalla se iluminó. Desde el centro de información, Leitfried le saludó y le transmitió el plano esquemático de la zona de infección, con los tres círculos concéntricos que indicaban los árboles infectados, los que podían estar incubando la enfermedad, y el cinturón de seguridad que Leitfried insistía en crear en torno a todo el sector.