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El camión arrancó en dirección a los árboles. Era mediodía ahora, mediodía de la jornada más larga que había conocido. El sol más alto y un poco más anaranjado que aquel bajo el cual naciera, ascendía perezosamente por el cielo, todavía no dispuesto a iniciar la caída hacia las llanuras distantes. El día era caluroso, pero, en cuanto entró en las alamedas, donde el toldo espeso de los árboles ocultaba el suelo a los rayos del sol, sintió una frescura deliciosa en el techo del camión. Tenía los labios resecos y se había iniciado un inquietante latido tras su ojo izquierdo. Guiaba el camión manualmente, llevándolo por el sendero de acceso en torno a los sectores A, D y G. Al verle, los árboles agitaron ligeramente las ramas. Estaban ansiosos porque se bajara y paseara entre ellos, les diera un golpecito en el tronco, les dijera lo buenos que eran. No disponía de tiempo para eso.

A los quince minutos, se hallaba ya en el extremo norte de su propiedad, al borde del Sector C. Aparcó el camión de fumigación ante la entrada de la alameda. Desde aquí, alcanzaría cualquier árbol del área con el arma de fusión. Pero todavía no.

Caminó entre los árboles condenados.

No veía a Naomí por ninguna parte. Tendría que encontrarla antes de empezar a disparar. Y además, deseaba despedirse de sus árboles. Corrió por la avenida principal del sector. ¡Qué delicioso frescor, incluso a mediodía! ¡Qué dulcemente olía aquel aire cargado! El suelo de la alameda aparecía cubierto de frutos. Habían caído a docenas en las dos últimas horas. Recogió uno. Maduro. Lo abrió con un giro experto de la muñeca y llevó el interior pulposo a sus labios. El jugo, rico y dulce, resbaló al interior de su boca. Probó lo suficiente para saber que el producto era de primera calidad. No tomaría una dosis alucinógena, pero aquello le daría una poco de euforia, lo bastante para enfrentarse a lo que debía hacer, a la horrible tarea que le esperaba.

Alzó la vista hacia los árboles. Parecían algo encogidos, suspicaces, inquietos.

—Tenemos problemas, amigos —dijo Holbrook—. Héctor, tú lo sabes. Os ha atacado una enfermedad. La sentís en vuestro interior. No hay modo de salvaros. Todo cuanto puedo esperar es salvar a los demás árboles, a los que aún no tienen manchas de moho. ¿Entendido? ¿Lo comprendéis, verdad? ¿No es cierto, Platón? ¿César? Tengo que hacerlo. Os costará unas cuantas semanas de vida, pero tal vez salve a miles de árboles.

Hubo un furioso agitar de ramas. Alcibíades echó atrás sus miembros, desdeñosamente. Héctor, elevado y noble, estaba dispuesto a aceptar su medicina. Sócrates, bajo y malformado, parecía también resignado. La cicuta o el fuego, ¿qué importaba? Critón: le debo un gallo a Esculapio. César se mostraba enojado. Platón se encogía. Sí, lo habían comprendido todos. Pasó entre ellos acariciándoles, consolándoles. Había iniciado su plantación con esta alameda, y confiado en que sus árboles le sobrevivieran.

—No pronunciaré un largo discurso. Todo cuanto puedo deciros es adiós. Habéis sido buenos, habéis tenido una vida útil. Ahora, vuestro tiempo ha terminado y yo lo siento terriblemente. Eso es todo. Ojalá no fuera preciso hacerlo —recorrió con la mirada toda \a alameda—. Fin del discurso. Adiós.

Volviéndose, retrocedió lentamente hacia el camión de fumigación. Estableció contacto con el centro de información y preguntó a Leitfried:

—¿Sabes dónde está la chica?

—Un sector más allá del tuyo, hacia el sur. Está dando de comer a los árboles.

Y pasó la imagen a la pantalla de Holbrook.

—Dame la línea de audio, ¿quieres? —dijo éste. Luego a través de los altavoces, la llamó—: ¿Naomí? Soy yo, Zen.

Ella miró a su alrededor, deteniéndose en el momento de ir a lanzar un trozo de carne.

—Espera un segundo —dijo—. Catalina la Grande tiene hambre y no me perdonará si la olvido.

La carne subió hacia el cielo, fue apresada desapareció en la boca de un árbol.

—Muy bien —continuó Naomí—. ¿Qué ocurre?

—Será mejor que vuelvas a la casa de la plantación.

—Todavía he de dar de comer a muchos árboles.

—Déjalo para esta tarde.

—Zen, ¿qué sucede?

—Tengo un trabajo que hacer y prefiero que te mantengas alejada de los árboles mientras lo hago.

—¿Dónde estás ahora?

—En el Sector C.

—Tal vez pueda ayudarte, Zen. Estoy en el sector inmediato. Iré enseguida.

No. Vuelve a la casa.

Las palabras brotaron con la seguridad de una orden. Jamás le había hablado así con anterioridad. Ella pareció agitada y temerosa, pero se metió obediente en su vehículo y abandonó el lugar. Holbrook la siguió en la pantalla hasta que desapareció de su vista.

—¿Dónde está ahora? —preguntó a Leitfried.

—Viene de regreso. Ya la veo en el sendero de acceso.

—De acuerdo —dijo Holbrook—. Ocúpala en algo hasta que esto haya terminado. Voy a empezar.

Giró el arma de fusión, apuntando el cañón hacia el corazón del sector. En el núcleo central del arma, un poco de materia solar pendía de una barra magnética, poniendo a su disposición una cantidad infinita de energía, más que suficiente para la potencia que hoy necesitaba. Carecía de punto de mira, pues no estaba diseñada como arma de ataque. Sin embargo, sabría manejarla. Apuntaba a un blanco muy grande. Con la vista, seleccionó a Sócrates, en el borde de la alameda. Montó el arma lentamente, con una vacilación deliberada, meditó en el mejor modo de cumplir con su deber y apoyó el dedo en el gatillo. El nexo neural del árbol estaba en la copa, detrás de la boca. Un tiro rápido allí…

—Eso es.

Un arco de llama blanca siseó a través del aire. La copa retorcida de Sócrates resplandeció por un instante. Una muerte rápida, una muerte limpia, mejor que la putrefacción del moho. Luego, Holbrook paseó la línea de fuego por todo el árbol, desde la copa a lo largo del tronco. La madera era dura. Disparó una y otra vez. Miembros, ramas y hojas fueron cayendo, mientras el tronco aún seguía intacto y grandes nubes de humo aceitoso se alzaban sobre la alameda. Holbrook vio silueteado el tronco desnudo contra el brillo del rayo de fusión y se sorprendió al comprobar lo recto que había sido el tronco del viejo filósofo bajo las ramas. Ahora ya no era más que un pilar de cenizas. De pronto, se derrumbó y desapareció.

De los otros árboles surgió un gemido bajo y terrible.

Sabían que la muerte rondaba entre ellos y sentían el dolor de la ausencia de Sócrates mediante la red de raíces nerviosas que cubría el subsuelo. Lloraban de temor, de angustia y de rabia.

Holbrook dirigió hoscamente el arma de fusión hacia Héctor.

Era éste un árbol grande, impasible, estoico. Ni quejoso ni adulador. Deseaba darle la buena muerte que merecía, pero falló el blanco. El primer disparo dio a dos metros y medio por lo menos bajo el centro cerebral del árbol, y el grito que surgió de sus compañeros reveló lo que Héctor debía de estar sintiendo. Holbrook vio unos miembros que se agitaban frenéticamente, una boca que se abría y cerraba en un horrible espasmo de tormento. El segundo disparo puso fin a la agonía. Casi serenamente, Holbrook remató la tarea de aniquilar aquel árbol lleno de nobleza.

Estaba terminando cuando advirtió que un vehículo llegaba junto al camión y que Naomí saltaba de él sonrojada, con los ojos muy abiertos, próxima a la histeria.

—¡Detente! —gritó—. ¡Detente, tío Zen! ¡No los quemes!

Al saltar a la cabina del camión de fumigación, le cogió por las muñecas con una fuerza sorprendente y se lanzó contra él. Estaba dominada por el pánico, los senos agitados, jadeante, respirando, con dificultad.