—Te dije que fueras a la casa de la plantación —gruñó él.
—Lo hice. Pero vi las llamas.
—¿Quieres irte de aquí?
—¿Por qué quemas los árboles?
—Porque están infectados de moho —contestó—. Hay que quemarlos antes de que contagien a los demás.
—¡Eso es un asesinato!
—Naomí, mira, ¿quieres volver…?
—¡Mataste a Sócrates! —gritó ella, mirando la alameda—. ¿Y… a César? No. Héctor. Héctor ha desaparecido también. ¡Los has quemado!
—No son personas. Son árboles. Árboles enfermos que, de todas formas, morirán pronto. Quiero salvar a los otros.
—¿Pero por qué matarlos? Tiene que haber algún tipo de droga al que recurrir, Zen. Un pulverizador o algo por el estilo. Hay drogas ahora para curar cualquier enfermedad.
—No para ésta.
—¡Tiene que haberla!
—Sólo el fuego —afirmó Holbrook.
El sudor le caía helado por el pecho y sentía el temblor de todos sus músculos. Ya era bastante duro hacerlo, sin tenerla a su lado. Le habló con la mayor serenidad posible:
—Naomí, es preciso; y cuanto antes mejor. No existe alternativa. Amo a estos árboles tanto como tú, pero he de quemarlos de raíz. Recuerda lo que ocurrió con aquel animalito peludo y con el aguijón en la cola. No podía mostrarme sentimental hacia él sólo porque te pareciera lindo. Suponía una amenaza. Y ahora Platón, César y los demás amenazan cuanto poseo. Son portadores de la plaga. Vuélvete a la casa y enciérrate allí, en donde quieras, hasta que haya terminado.
—¡No te dejaré que los mates!
Hablaba llorosa, desafiante. Exasperado, la cogió por los hombros, la sacudió dos o tres veces y la tiró de la cabina del camión. Ella vaciló pero cayó en tierra sobre sus pies. Saltando a su lado, Holbrook exclamó:
—¡Maldita sea, no me obligues a pegarte, Naomí! Esto no es asunto tuyo. Tengo que quemar esos árboles, y si no dejas de interferir…
—Tiene que haber otro modo. Permitiste que esos hombres te asustaran, ¿no es verdad, Zen? Ellos temen que la infección se extienda, de modo que te dijeron que quemaras los árboles a toda prisa. Y ni siquiera te paraste a pensar, a pedir otra opinión. Te viniste aquí con el arma y empezaste a matar a unos inteligentes, a unos sensibles y encantadores…
—…árboles —terminó él—. Te estás pasando de la raya, Naomí. Por última vez…
Su respuesta fue saltar al camión y colocarse ante el cañón del arma de fusión, con su pecho apoyado contra el metal.
—¡Si disparas, tendrás que hacerlo a través de mí!
Nada que él dijera la obligaría a bajar. Se había entregado por completo a una fantasía romántica, la Juana de Arco de los árboles del jugo, defendiendo la alameda contra la barbarie. De nuevo trató de razonar con ella, y de nuevo negó Naomi la necesidad de extirpar los árboles. Le explicó con todo el ímpetu de que fue capaz la imposibilidad total de salvarlos. Con la misma falta de lógica anterior, le contestó que forzosamente existía otro medio. Holbrook soltó maldiciones, la llamó estúpida, adolescente histérica… Le suplicó, le rogó. Le ordenó. Naomí seguía aferrada al arma.
—No puedo perder más tiempo —dijo él al fin—. La faena ha de realizarse en cuestión de horas o toda la plantación desaparecerá. —Sacó la pistola de su funda, le quitó el seguro y la apuntó con ella—. Baja de ahí —dijo heladamente.
La chica se echó a reír.
—¿Tengo que creer acaso que vas a disparar contra mí?
Por supuesto, tenía razón. Se quedó inmóvil, vacilante, impotente, sudoroso y desconcertado. La locura se contagiaba. Su amenaza había sido completamente vana, y ella lo había comprendido de inmediato. Holbrook subió al camión, la agarró y trató de sacarla de allí.
Naomí era fuerte y la situación de él muy precaria. Consiguió soltarla del arma, pero no arrojarla del camión. No quería hacerle daño, y su misma solicitud le volvía incapaz de triunfar en la lucha. Porque ella peleaba con una fuerza histérica, toda codos, rodillas, uñas que arañaban. Consiguió sujetarla al fin y descubrió con horror que la había asido por uno de sus senos. Lo soltó, embarazado y confuso. Ella se apartó de él. La aferró de nuevo y esta vez logró empujarla al borde del camión. Naomí saltó, aterrizó sin dañarse volvió y corrió hacia la alameda.
¿De modo que otra vez le había vencido? La siguió allí y le costó un momento descubrir dónde estaba. La encontró acariciando el tronco de César y mirando aterrada los restos quemados donde se alzaran Sócrates y Héctor.
—¡Adelante! —dijo—. ¡Quema toda la alameda! ¡Me quemarás a mí con ellos!
Holbrook se lanzó contra la muchacha. Ella le esquivó y echó a correr hacia Alcibíades. Trató de agarrarla, perdió el equilibrio y cayó, tratando de afianzarse en el aire. Cayó…
Algo fino, áspero y largo, le golpeó en los hombros.
—¡Zen! —gritó Naomí—. El árbol… Alcibíades…
Se vio en el aire. Alcibíades le había atrapado con un tentáculo y lo alzaba hacia su copa. El árbol luchaba con la carga. Un segundo zarcillo se tendió hacia el hombre, y Alcibíades dejó de tener dificultades. Holbrook se agitaba a unos tres metros del suelo.
Raras veces los árboles atacaban a los humanos. Habría sucedido unas cinco veces en total desde que los hombres cultivaban los árboles del jugo. En cada caso, la víctima había estado haciendo algo que ellos consideraban hostil…, como desarraigar un árbol enfermo, por ejemplo.
Un hombre constituía un gran bocado para un árbol del jugo, aunque no demasiado para su apetito.
Naomí chilló, pero Alcibíades siguió izándole. Holbrook oía ya el entrechocar de los colmillos allá arriba. La boca del árbol estaba dispuesta a recibirle. Alcibíades, el presumido; Alcibíades, el voluble; Alcibíades, el impredecible… Bien bautizado en verdad. Aunque, ¿era traición actuar en defensa propia? Alcibíades tenía el imperioso deseo de sobrevivir. Había visto el destino de Héctor y Sócrates. Holbrook alzó la vista a los colmillos, más cercanos ya.
«De modo que éste es el fin —pensó—. Devorado por uno de mis propios árboles. Mis amigos. Me está bien por ser tan sentimental. Al fin y al cabo, son carnívoros. Tigres con raíces.»
Alcibíades gritó.
En el mismo instante, uno de los tentáculos que se enrollaban al cuerpo de Holbrook perdió fuerza. Cayó unos seis metros de golpe antes de que el otro tentáculo se estabilizara, sosteniéndole a escasa altura. Cuando pudo respirar de nuevo, Holbrook miró hacia abajo y vio lo que había sucedido. Naomí había recogido el arma que él dejara caer al sentirse cogido por el árbol y había quemado uno de los tentáculos. Ahora apuntaba de nuevo. Hubo otro aullido de Alcibíades. Holbrook advirtió una gran conmoción en las ramas por encima de él y cayó bruscamente al suelo, aterrizando sobre un montón de hojas. Un instante después, giraba sobre sí mismo y se incorporaba. Nada roto. Naomí permanecía a su lado, con el arma todavía en la mano.
—¿Estás bien? —preguntó serenamente.
—Sólo un poco agitado, eso es todo. —Empezó a levantarse—. Te debo la vida —añadió—. Un minuto más y acabo en la boca de Alcibíades.
—Por un momento, pensé en dejar que te devorara, Zen. El árbol actuaba en defensa propia. No fui capaz. Así que quemé uno de los zarcillos.
—Sí, sí. Te lo agradezco mucho. —Se levantó al fin y dio unos pasos vacilantes hacia ella—. Vamos, será mejor que dejes el arma antes de que te hagas un agujero en el pie.
—Espera un segundo —dijo Naomí glacialmente, reculando conforme Holbrook avanzaba hacia ella.