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—¿Qué?

—Un trato, Zen. Yo te rescaté, ¿no es cierto? No tenía por qué hacerlo. A cambio, tú dejas a esos árboles en paz. Al menos, comprueba si hay o no alguna droga. ¿De acuerdo? Un trato.

—Pero…

—Me debes la vida, dijiste. Pues págame. Lo que quiero de ti es una promesa. Si no hubiera cortado ese zarcillo, estarías muerto ahora. Que los árboles vivan también.

Se preguntó si se atrevería a usar la pistola en su contra. Guardó silencio largo rato, sopesando la opción. Luego, contestó:

—De acuerdo, Naomí. Me salvaste y no puedo negarte lo que pides. No tocaré los árboles. Averiguaré si hay alguna droga para matar el moho.

—¿Lo dices en serio?

—Lo prometo. Por todo lo que es sagrado, ¿quieres darme ahora esa pistola?

—¡Toma! —gritó ella. Las lágrimas resbalaban por su rostro—. ¡Tómala! ¡Oh, Dios mío, Zen, qué horrible es todo esto!

Le quitó el arma y la metió en la funda. La muchacha pareció hallarse agotada, sin fuerzas, una vez que se la hubo entregado. Cayó en brazos de Holbrook y él la retuvo estrechamente, sintiéndola temblar contra su pecho. También Holbrook temblaba al abrazarla fuertemente, consciente de las tensas puntas de los jóvenes senos contra su pecho. Una oleada poderosa —que reconoció como deseo— le inundó. «Asqueroso» se dijo. Esbozó una mueca al recordar las imágenes de aquella mañana, que aún danzaban ante sus ojos: Naomí desnuda, la piel brillante por el baño, los senos como manzanas, los muslos firmes. «Mi sobrina. De quince años. ¡Que Dios me ayude!» Consolándola, le pasó las manos por los hombros, por la espalda. Sus ropas eran livianas, el cuerpo de la chica se revelaba bajo ellas.

La tiró bruscamente al suelo.

Ella cayó encogida, dio la vuelta y se llevó la mano a la boca al lanzarse Holbrook sobre ella. Soltó un grito agudo y penetrante cuando el cuerpo del hombre cayó sobre el suyo. Sus ojos aterrados revelaban claramente el temor de que él la violara, pero otra clase de ideas malvadas llenaban la mente de Holbrook. Rápidamente; la volvió hacia el suelo, le cogió la mano derecha y le dobló el brazo tras la espalda. Luego, la alzó hasta sentarla.

—Ponte de pie —ordenó, forzándole el brazo para persuadirla.

Naomí obedeció.

—Ahora camina. Sal de la alameda y regresa al camión. Te romperé el brazo si es preciso.

—¿Qué pretendes? —preguntó ella con voz apenas audible.

—De vuelta al camión —insistió.

Dio otro tirón del brazo. Naomí gimió de dolor. Pero se puso en marcha. Ya en el camión, la mantuvo bien sujeta y llamó a Leitfried, al centro de información.

—¿Qué ocurre, Zen? Lo seguimos todo y…

—Demasiado difícil de explicar. La chica les tenía mucho cariño a los árboles, eso es todo. Envía unos robots aquí para que se la lleven, por favor.

—¡Lo prometiste! —gritó Naomí.

Llegaron los robots a toda prisa. Eficientes, mantuvieron inmóvil a Naomi con sus dedos de acero hasta introducirla en un vehículo y llevársela a la casa de la plantación. Una vez desaparecida, Holbrook se sentó por un momento en tierra para descansar, para que se le despejara la cabeza. Al fin, subió de nuevo a la cabina.

Y apuntó con el arma de fusión, a Alcibíades en primer lugar.

Le llevó poco más de tres horas. Cuando terminó, el Sector C era un campo de cenizas, y un amplio cinturón de tierra despejada se extendía desde el límite exterior de la devastación hasta el huerto más próximo de árboles sanos. Hasta pasado algún tiempo, no sabría si había logrado salvar la plantación. En fin, había hecho cuanto se hallaba en su mano.

Al volver en coche hacia la casa, pensaba menos en la ejecución llevada a cabo que en la sensación del cuerpo de Naomí contra el suyo y todo cuanto había sentido en el momento de tirarla al suelo. El cuerpo de una mujer, sí. Pero ella era una niña. Una niña todavía, enamorada de sus animalitos domésticos. Incapaz aún de comprender que, en el mundo de la realidad, uno ha de sopesar el pro y el contra entre lo necesario y lo que nos es querido y obrar del mejor modo posible. ¿Qué había aprendido hoy Naomí en el Sector C? ¿Qué el universo sólo ofrece en ocasiones una elección brutal? ¿O simplemente que el tío al que ella adoraba era capaz de traición y de asesinato?

Le habían dado sedantes, pero estaba despierta en su habitación. Cuando él entró, se subió las sábanas para ocultar el pijama. Le miró con ojos fríos, muy hundidos.

—Lo habías prometido —dijo amargamente—. Y me engañaste.

—Tenía que salvar a los demás árboles. Ya lo entenderás, Naomí.

—Sólo entiendo que me mentiste, Zen.

—Lo lamento. ¿Me perdonas?

—¡Vete al infierno! —dijo, y esas palabras adultas resultaron horribles en aquellos labios infantiles.

No pudo quedarse más con ella. La dejó y subió a hablar con Fred Leitfried, en el centro de información.

—Todo ha terminado —dijo en voz alta.

—Actuaste como un hombre.

—Sí, sí.

Registró el sector de cenizas, mediante la pantalla. Seguía sintiendo el calor de Naomí contra su cuerpo. Vio sus ojos hoscos. Vendría la noche, las dos lunas danzarían en el cielo, brillarían las constelaciones a las que nunca había llegado a acostumbrarse. Quizá le hablaría de nuevo. Intentaría hacerla comprender. Y luego la enviaría lejos, hasta que se hubiera transformado del todo en una mujer.

—Empieza a llover —comentó Leitfried—. Eso ayudará a la maduración.

—Probablemente.

—¿Te sientes un asesino, Zen?

—¿A ti qué te parece?

—Lo sé, lo sé.

Holbrook empezó a cerrar las pantallas. Había hecho todo cuanto se propusiera hacer hoy. Y dijo serenamente:

—Fred, eran árboles. Solamente árboles. Árboles, Fred, árboles.