Se llamaba Sulamith Chopra y la había conocido en la universidad de Cornell. Durante su carrera profesional había profundizado en los límites de la física fundamental para la investigación de los Cronolitos.
Presenté a ambas mujeres.
Annali estaba abrumada.
—Señora Chopra, sé quién es usted. Es decir, siempre citan su nombre en las noticias.
—Bueno, he realizado ciertos trabajos.
—Estoy encantada de conocerla.
—Igualmente —a pesar de sus palabras, Sue todavía no me había quitado los ojos de encima—. Es extraño que te haya encontrado en este lugar, Scotty.
—¿Lo es?
—Inesperado. Puede que significativo. O puede que no. Algún día tendremos que ponemos al día sobre nuestras vidas.
Me sentí halagado, puesto que tenía muchas ganas de hablar con ella. Emocionado, le tendí mi tarjeta profesional.
—No es necesario —dijo ella—. Podré encontrarte cuando te necesite, Scotty. No temas.
—¿En serio?
Pero Sue ya había desaparecido entre la multitud.
—Estás bien relacionado —comentó Annali mientras regresábamos a casa.
Pero no fue así. Sue no me llamó… por lo menos aquel año, y todos mis intentos por ponerme en contacto con ella Rieron rechazados. Tampoco era cierto que estuviera bien relacionado. El hecho de encontrarme con Sue Chopra había sido una especie de presagio, como cuando vi a aquella mujer en un vagón repleto de trabajadores; sin embargo, su significado era inescrutable, una profecía expresada en un idioma indescifrable, una señal enterrada entre el ruido.
Nunca era buena señal que te llamaran al despacho de Arnie Kunderson, que había sido mi supervisor desde que empecé a trabajar en Campion-Miller. Lo que había aprendido de Arnie era que si las noticias eran buenas, él mismo iba a buscarte para comunicártelas; en cambio, si te llamaba a su despacho, debías prepararte para lo peor.
Últimamente estaba un poco enfadado porque el equipo que yo dirigía había echado a perder un protocolo de categorización y envío de pedidos que casi nos cuesta un contrato con un minorista nacional. En cuanto entré en su despacho supe que se trataba de algo más serio: cuando se enfadaba, Arnie enrojecía tanto de cólera que parecía hervir; sin embargo, estaba sentado en su escritorio con la mirada furtiva de un hombre al que le ha sido confiada una misión desagradable pero necesaria. Como el director de una funeraria, por ejemplo. Ni siquiera se atrevía a mirarme a los ojos.
Me senté en una silla y esperé. Nuestro trato no solía ser formal. Ambos habíamos asistido a las barbacoas del otro.
Antes de empezar a hablar, juntó las manos.
—Nunca hay una forma sencilla de hacer esto. Lo que tengo que decirte, Scott, es que Campion-Miller no va a renovarte el contrato. Vamos a cancelarlo. Se trata de una noticia oficial, aunque sé que no has recibido ningún aviso previo. Dios sabe lo mucho que lamento tener que hacerte esto. Tienes derecho a una indemnización completa y a una generosa compensación por los seis meses que quedan de contrato.
La noticia no me sorprendió tanto coma Arnie había imaginado. El colapso de la economía asiática había afectado gravemente a los mercados exteriores de Campion-Miller, que el año anterior había sido adquirida por una compañía multinacional cuyo equipo directivo había despedido a una cuarta parte del persona! y había canjeado la mayor parte de sus propiedades subsidiarias por su valor raíz.
De todas formas, me sentí algo vulnerable.
La tasa de desempleo de aquel año era muy elevada. Eran muchas las personas que se habían quedado fuera del mercado laboral debido a la crisis de Oglalla y al colapso de las economías asiáticas. A cinco manzanas de distancia, junto a la orilla del río, se había construido una ciudad de tiendas de campaña.
—¿Vas a decírselo tú mismo al equipo o prefieres que lo haga yo? — pregunté.
El equipo que dirigía estaba desarrollando un programa de predicción de mercados, una de las líneas más lucrativas de C-M. En concreto, estábamos factorizando la aleatoriedad genuina y la percibida en aplicaciones tales como las tendencias de los consumidores y la fijación de precios competitivos.
Si le pides a un ordenador que escoja dos números al azar entre el uno y el diez, la máquina escupirá los dígitos en una secuencia genuinamente aleatoria (quizá 2,3; quizá 1,9; etcétera). Si pides eso mismo a un grupo de seres humanos y marcas sus respuestas, consigues una curva de distribución con mucho más peso en los números 3 y 7. El motivo de esto es que, cuando las personas pensamos en “números aleatorios”, tendemos a visualizar números que se podrían denominar “discretos”: es decir, que no estén demasiado cerca de los límites ni justo en el centro, que no formen parte de una supuesta secuencia (2,4,6), etc.
En otras palabras, existe lo que podríamos denominar “aleatoriedad intuitiva”, que difiere en gran medida de la aleatoriedad real.
¿Resultaba posible beneficiarse de esta diferencia en aplicaciones comerciales de gran volumen, como la gestión de stocks o el establecimiento de precios o productos?
Eso era lo que pensábamos. Habíamos hecho algunos progresos y el trabajo estaba yendo bastante bien, así que la noticia de Arnie parecía llegar en un momento extraño.
Se aclaró la garganta.
—No me has entendido bien. El equipo no va a ser despedido.
—¿Disculpa?
—Yo no he tomado esta decisión, Scott.
—Eso ya lo has dicho antes. De acuerdo, no es culpa tuya, pero si el proyecto va a seguir adelante…
—No me pidas que justifique tu despido. Francamente, soy incapaz de hacerlo.
Guardó silencio para que pudiera asimilar sus palabras.
—Cinco años —dije—. Joder, Arnie. ¡Cinco años!
—Ya no hay nada seguro. Lo sabes tan bien como yo.
—Entonces podrías ayudarme a comprender el motivo de todo esto.
Dio media vuelta sobre su silla.
—No estoy autorizado a decirlo. Tu trabajo ha sido excelente y puedo dejar constancia de ello por escrito, si así lo deseas.
—¿Me estás diciendo que tengo algún enemigo en el equipo directivo?
Asintió a medias.
—El trabajo que realizamos aquí está bastante controlado. La gente se pone nerviosa. No sé si tienes algún enemigo, pero puede que hayas entablado amistad con las personas equivocadas.
Eso era poco probable, porque no había hecho demasiados amigos. Por supuesto que había personas con las que compartía la hora de la comida o con las que quedaba para practicar deporte, pero nadie confiaba en mí. De alguna forma, debido a algún lento proceso de desgaste emocional, me había convertido en el tipo de persona que trabaja duro, sonríe con afabilidad, va a casa y pasa la tarde entera delante del panel de vídeo y un par de cervezas.
Y eso es exactamente lo que hice el día que Arnie Kunderson me despidió.
El apartamento no había cambiado demasiado desde que me trasladé (exceptuando la pared de la habitación que utilizaba a modo de tablero de anuncios, del que colgaban artículos de prensa y fotografías de los Cronolitos, además de abundantes notas sobre el tema). En lo referente a la mejora que había experimentado, debo reconocer que casi todo había sido obra de mi hija Kaitlin, que ahora tenía diez años y nunca se cansaba de criticar mi sentido estético. Puede que eso le hiciera sentirse mayor. Había cambiado mi viejo sofá porque me había hartado de oír lo “desfasado” que era… pues esta era la palabra de humillación favorita de Kait.
Su lugar ahora lo ocupaba un austero banco acolchado de color azul que parecía perfecto hasta que intentabas ponerte cómodo.
Pensé en llamar a Janice, pero preferí no hacerlo. A mi exmujer no le gustaban las llamadas telefónicas espontáneas, sino que prefería mantenerse en contacto conmigo siguiendo un horario regular y previsible. Y en cuanto a Kait… consideré que era mejor no preocuparla. Sí la hubiese llamado, me habría soltado un discurso sobre todo lo que había hecho hoy con Whit, que así era como llamaba a su padrastro. Según Kait, Whit era un tipo genial que le hacía reír. Quizá debería hablar con Whit, pensé. Quizá él conseguiría hacerme reír.