—¡Oh! Hay que tener agallas para tomar esa decisión, Scott.
—Gracias, Whit, pero las cosas no fueron así.
Janice parecía tener una comprensión más profunda del tema.
—¿Y con quién estás ahora?
—Bueno, aún no es seguro, pero… ¿te acuerdas de Sue Chopra?
Janice frunció el ceño. Segundos después, sus ojos se abrieron de par en par.
—¡Sí! ¿De Cornell, verdad? ¿ La profesora joven que nos dio aquellas clases tan raras el primer año?
Janice y yo nos habíamos conocido en la universidad. La primera vez que la vi, estaba en el laboratorio de química con una botella de hidróxido de litio y aluminio en la mano. Si se le hubiera caído, ambos habríamos muerto. La primera norma para una relación estable es la siguiente: nunca dejes caer la jodida botella.
Janice me presentó a Sulamith Chopra cuando ésta era una profesora recién doctorada, rechoncha y ridículamente alta que intentaba forjarse una reputación en el departamento de físicas. Probablemente, en represalia por alguna indiscreción académica que había cometido, Sue había tenido que impartir las clases de una asignatura interdisciplinaria de segundo curso (de esas que los alumnos de inglés escogen como créditos de ciencias y los estudiantes de ciencias, como créditos de inglés), pero dio un giro completo a la materia y preparó un plan de estudios tan intimidador que consiguió ahuyentar a todo el mundo, excepto a unos ingenuos alumnos de arte y a unos desconcertados estudiantes de informática. Y a mí. Sin embargo, la sorpresa más agradable fue que no tenía ningún interés en suspender a nadie. Había redactado aquel programa para ahuyentar a los advenedizos y lo único que deseaba era mantener conversaciones interesantes con los demás.
De modo que “El uso de la metáfora y la realidad en la Literatura y las Ciencias Físicas” se convirtió en una especie de tertulia semanal; el único requisito imprescindible para aprobar la asignatura era que demostráramos que habíamos leído el programa y que a Sue no le aburriera nuestra conversación. Para conseguir nota, sólo teníamos que preguntarle sobre sus temas de investigación favoritos (por ejemplo, la geometría Calabi-Yau o la diferencia entre las fuerzas anteriores y las contextúales); entonces, se pasaba veinte minutos hablando y nos calificaba según la credibilidad de la extasiada atención con la que le habíamos escuchado.
Sin embargo, a Sue también le encantaba decir sandeces, así que la mayoría de sus clases acababan convirtiéndose en charlas entretenidas. A finales del semestre ya no me parecía una mujer extraña de casi dos metros, ojos saltones y mal vestida, sino que había empezado a descubrir a la mujer divertida y tremendamente inteligente que realmente era.
—Sue Chopra me ha ofrecido un trabajo —dije.
Janice se volvió hacia Whit.
__Sue era una de las profesoras de Cornell. ¿Puedo haber visto recientemente su nombre en los periódicos?
Era muy probable, pero se trataba de un tema delicado.
—Forma parte de un equipo de investigación que está financiado por el gobierno federal. Tiene la influencia necesaria para contratar ayudantes.
—¿Y ha pensando en ti?
__Puede que esa no sea la forma más amable de decirlo —señaló Whit.
—No pasa nada, Whit. Janice sólo se está preguntando para qué puede necesitar una académica tan prominente como Sue Chopra a un simple programador. Es una pregunta normal.
—¿Y la respuesta es…? —preguntó Janice.
—Supongo que necesita otro programador.
—¿Le dijiste que necesitabas trabajo?
—Bueno— ya sabes. Nos mantenemos en contacto.
(Podré encontrarte cuando te necesite, Scotty. No temas.)
—Hum —dijo Janice, pues esa era su forma de decirme que sabía que le estaba mintiendo. Sin embargo, no intentó presionarme.
—Bueno, eso es genial, Scott —dijo Whit—. Los tiempos que corren son demasiado duros para estar en el paro, así que es una noticia excelente.
No volvimos a hablar del tema hasta que acabamos de cenar y, después de disculparse, Whit también se levantó de la mesa. Janice esperó a que se alejara lo suficiente para que no nos oyera.
—¿Hay algo más que no nos hayas dicho?
Muchas cosas. Le expliqué una de ellas.
—El trabajo es en Baltimore.
—¿En Baltimore?
—Baltimore, Maryland.
—¿Estás diciendo que te vas a trasladar a otra parte del país?
—Si consigo el trabajo, sí, pero todavía no hay nada seguro.
—No se lo has dicho a Kaitlin.
—No, no se lo he dicho. Antes quería hablarlo contigo.
—Hum. Bueno, no sé qué decir… es que me ha cogido por sorpresa. Lo único que tenemos que hacer es averiguar si Kait se lo va a tomar muy mal o no, pero no tengo ni idea de cómo va a reaccionar. No te ofendas, pero ya no habla de ti tanto como antes.
—El hecho de que acepte el trabajo no significa que vaya a salir de su vida. Podrá venir a visitarme siempre que quiera.
—Scott, estar de visita no es lo mismo que ejercer de padre. Estar de visita es… lo que hace un tío. Pero no sé. Puede que sea lo mejor. Ella y Whit se llevan muy bien.
—Aunque no viva en la ciudad, siempre seré su padre.
—En la medida en que lo has sido siempre, por supuesto.
—Pareces enfadada.
—No lo estoy. Sólo me pregunto si debería estarlo.
En aquel momento, Whit bajó las escaleras y nos quedamos charlando un rato más. El viento cada vez soplaba con más fuerza y la nieve golpeaba los cristales. Cuando Janice, preocupada, hizo un comentario sobre el estado de las calles, les dije que debía regresar a casa y esperé en la puerta a que Kalt viniera a darme su acostumbrado abrazo de despedida.
La pequeña apareció en el recibidor, pero se detuvo a un par de metros de mí. Tenía los ojos enrojecidos y le temblaba el labio inferior.
—¿Kaity? —dije.
—Por favor, no me llames así. No soy un bebé.
Comprendí lo sucedido.
—Nos has estado escuchando.
Su trastorno auditivo no le impedía escuchar a escondidas nuestras conversaciones. Es más, le había estimulado la curiosidad y la ayudaba a ser más sigilosa.
—Oye, no pasa nada —dijo—. Te vas a ir a vivir a otra ciudad. Perfecto.
De todas las cosas que podría haberle dicho, la que escogí fue:
—No deberías escuchar las conversaciones privadas, Kaitlin.
—No me digas lo que tengo que hacer —respondió. Dicho esto, dio media vuelta y se fue corriendo a su habitación.
Cinco
Janice me llamó un día antes de que viajara a Baltimore para entrevistarme con Sue Chopra. Me sorprendió oír su voz al teléfono, puesto que sólo me llamaba si lo habíamos acordado con antelación.
—No ha pasado nada —dijo al instante—. Sólo quería que supieras… ya sabes. Sólo quería desearte suerte.
¿El tipo de suerte que me mantuviera bien alejado de la ciudad? Me sentí mezquino por pensarlo.
—Gracias —contesté.
—Te lo digo de corazón. He estado pensando mucho en todo esto y quería que supieras… sí, Kaitlin se lo ha tomado bastante mal, pero ya se le pasará. No estaría tan enfadada si no le importaras.
—Bueno… gracias por decírmelo.
—Eso no es todo —vaciló—. Oh, Scott, la cagamos hasta el fondo, ¿verdad? Aquellos días en Tailandia. Todo fue tan extraño. Tan raro.
—Lamento mucho todo eso.
—No he llamado para que te disculpes. ¿Me estás escuchando? Supongo que yo también tuve parte de culpa.
—No creo que debamos buscar culpables, Janice. De todas formas, te agradezco que lo hayas dicho.
No pude evitar echar un vistazo a mi apartamento mientras hablábamos. Ya parecía estar vacío. Bajo las viejas persianas, las ventanas estaban cubiertas por una capa de hielo.