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En ésta, tomada desde la órbita, podía verse la corriente de color marrón vaciándose en el Mar de China.

Y por todas partes aparecía el rostro inmaculadamente calmado de Kuin, que observaba todo esto desde su trono de nubes.

—Si lo piensas bien, te das cuenta de que es justo lo contrario a la idea de monumento —dijo Sue, al ver que estaba echando un vistazo a las fotografías—. En teoría, los monumentos son mensajes para el futuro, mensajes que dejan los muertos a sus herederos.

—“Observad nuestra obra, vosotros los poderosos, y desesperad”.

—Exacto. Sin embargo, lo que pretenden los Cronolitos es exactamente lo contrario. No se trata de un “yo estuve aquí”, sino de un “vendré… os guste o no, soy el futuro”.

—“Observad mi obra y temedme”.

—Su perversidad es digna de admiración.

—¿Lo dices en serio?

—Para serte sincera, Scotty, en ocasiones me deja sin aliento.

—También a mí.

Además, Kuin también me había dejado sin mi mujer y mi hija.

Me sentí incómodo al ver recreada mi obsesión por los Cronolitos en las paredes de Sue Chopra. Era como si acabara de descubrir que ambos compartíamos un pulmón. Ahora entendía la razón por la que Sue había aceptado trabajar en este lugar: aquí tenía la oportunidad de conocer todos los detalles de los Cronolitos. Si se hubiera centrado en una investigación más práctica, se habría visto limitada a observarlos desde un ángulo más estrecho para calcular sus anillos de refracción o buscar partículas subatómicas elusivas.

Y a pesar de la enorme cantidad de trabajo que tenía (puesto que casi todas las piezas de esta investigación altamente confidencial pasaban a diario por su escritorio), era capaz de encontrar un poco de tiempo para realizar todos los cálculos matemáticos complejos.

—Ha llegado la hora, Scotty —dijo Sue.

—¿Dónde tengo que trabajar? —pregunté.

Me acompañó hasta una oficina que estaba amueblada con un escritorio y una terminal. La terminal estaba conectada a una apretada hilera de estaciones de trabajo de Quantum Organics… unos instrumentos mucho más sofisticados que los que había podido permitirse Campion-Miller.

Morris Torrance, que estaba columpiándose sobre una silla de madera, leía la edición impresa de Golf.

—¿Morris forma parte del paquete? —pregunté.

__Tendréis que compartir el despacho durante una temporada.

Morris necesita estar cerca de mí… físicamente.

—¿Es un buen amigo?

—Entre otras cosas, es mi guardaespaldas.

Morris sonrió y dejó lentamente la revista sobre la mesa. A continuación, se rascó la cabeza realizando un complicado gesto, supongo que con la intención de que viera la pistola que llevaba bajo la americana.

—La verdad es que soy prácticamente inofensivo —dijo.

Volví a estrecharle la mano…esta vez con más amabilidad, porque no estaba hostigándome para que le diera una muestra de orina.

—De momento, lo único que tienes que hacer es familiarizarte con el trabajo que estoy realizando —dijo Sue—. No soy un analista de códigos de tu categoría, así que deberás tomar notas. A finales de semana hablaremos sobre cómo vamos a proceder.

Así que durante el resto del día me limité a hacer eso, pero no observé la entrada de datos ni los resultados de Sue, sino los procesos, los protocolos que convertían los problemas en sistemas delimitados y permitían saber si las soluciones eran correctas o si debían descartarse. Descubrí que Sue había instalado las mejores aplicaciones genéricas que había en el mercado, pero me vi obligado a comentarle que eran bastante inapropiadas (o, por lo menos, demasiado engorrosas) para lo que intentaba conseguir. En CM solíamos llamarlas “aplicaciones de reglas de cálculo”, porque eran buenas para una primera aproximación, pero rudimentarias.

Cuando Morris acabó de leer el Golf, fue a buscar comida a la charcutería que había al final de la calle y regresó con una copia de Fly Fisherman para pasar la tarde. Sue aparecía de vez en cuando para dedicarnos una alegre mirada. Éramos su refugio, una zona aislada entre el mundo y los misterios de Kuin.

Una semana después, mientras conducía mi coche hacía el apartamento medio vacío que se había convertido mi nuevo hogar, caí en la cuenta de lo rápida e irrevocablemente que había cambiado mi vida.

Quizá fue la monotonía del trayecto; quizá fue el hecho de ver las tiendas de campaña y automóviles oxidados que se alineaban a lo largo de la carretera; o, quizá, fue la perspectiva de tener que pasar el fin de semana solo. Puede que el no querer ver las cosas goce de mala reputación, pero se supone que el estoicismo es una virtud… y la clave del estoicismo radica en no querer ver las cosas, en el firme rechazo a rendirse a una terrible verdad. Y la verdad es que, últimamente, yo había sido muy estoico. Cuando cambié de carril para adelantar a un camión cisterna, una furgoneta Leica amarilla me siguió, aproximándose demasiado a mi vehículo. En aquel momento, el camión empezó a salirse de su carril e invadió el mío (supongo que el conductor había anulado los mecanismos de proximidad, un acto sumamente ilegal pero bastante frecuente entre los camioneros gitanos). El conductor no podía verme porque me encontraba en el ángulo muerto de sus retrovisores, la furgoneta que me pisaba los talones se negaba a frenar… y, durante cinco segundos eternos, tuve una visión premonitoria de mí mismo aplastado contra la columna de dirección.

Entonces, el camionero me vio por el retrovisor, se echó a la derecha y me dejó pasar.

La Leica pasó zumbando por mi lado como si no hubiera pasado nada.

Y yo me quedé solo al volante, bañado en un sudor frío. Me sentía perdido, recorriendo una carretera gris que sólo existía en mi subconsciente.

Una semana después recibí buenas noticias: Janice me llamó para decirme que Kait iba a recuperar el oído.

—Lo recuperará por completo, Scott, o por lo menos debería ser así, puesto que nació con una audición normal y es muy probable que conserve todas las conexiones nerviosas. Se llama prótesis mastoidecaracol.

—¿Estás segura?

—Es un procedimiento relativamente nuevo, pero su porcentaje de éxitos ha sido casi del cien por ciento en pacientes con un historial similar al de Kaít.

—¿Es peligroso?

—No demasiado, pero se trata de una operación de cirugía mayor. Tendrá que permanecer hospitalizada una semana.

—¿Cuándo será?

—Está programada para dentro de seis meses.

—¿Cómo vas a pagarla?

—Whit tiene un buen seguro médico y su cooperativa ha aceptado asumir un tanto por ciento de los gastos. Mi plan también me abonará parte de la cantidad, y Whit está dispuesto a pagar lo que falte con su dinero. Puede que esto signifique que tengamos que hacer una segunda hipoteca de la casa, pero también significará que Kaitlin podrá llevar una infancia normal.

—Quiero ayudar con los gastos.

—Sé que en estos momentos no dispones de demasiado d inero, Scott.

—Tengo dinero en el banco.

—Y te agradezco la oferta. Pero… francamente, Whit se sentirá más cómodo ocupándose de todo.

Kait se había adaptado bien a su incapacidad auditiva. A no ser que te fijaras en su forma de levantar la cabeza y en cómo fruncía el ceño cuando disminuía el volumen de una conversación, era imposible darse cuenta de que tenía problemas de audición. Sin embargo, tenía que cargar con el estigma de ser diferente, pues estaba condenada a sentarse en la primera fila de clase, donde los profesores solían dirigirse a ella exagerando las vocales y comportándose como si su problema auditivo fuera en realidad una deficiencia mental. En los juegos infantiles era torpe, porque a sus compañeros les resultaba muy sencillo sorprenderla por detrás. Debido a esto y a su timidez natural, Kaitlin se había convertido en una niña solitaria, abstraída y, en ocasiones, arisca.