Pero esto cambiaría gracias a los últimos avances en ingeniería biomecánica. Y también gracias a Whitman Delahunt. Si su aportación económica resultaba un poco dolorosa para mi ego… pues bueno, pensé. A la mierda mi ego.
Mi hija volvería a estar bien. Eso era lo único que importaba.
—Pero quiero colaborar, Janicc. Esto es algo que le debo a Kaitlin desde hace mucho tiempo.
—Eso no es cierto, Scott. Lo del oído nunca fue culpa tuya.
—De todas formas, quiero ayudar.
—Bueno… Si tanto insistes, es probable que Whit acepte que colabores.
Durante aquellos cinco años había llevado una vida bastante frugal, así que “colaboré” pagando la mitad del coste de la operación.
—Scotty —dijo Sue Chopra—. ¿Estás preparado para el viaje?
Ya le había hablado de la operación de Kaitlin. Le había dicho que quería estar con mi hija mientras estuviera en el hospital… y que ese punto no era negociable.
—Aún falta medio año para eso —me dijo Sue—. No estaremos fuera tanto tiempo.
Sus palabras eran crípticas, pero parecía que por fin iba a explicarnos con claridad lo que llevaba una temporada insinuando.
Al llegar al restaurante, que además de espacioso estaba prácticamente vacío, los cuatro nos sentamos en una mesa situada junto a la única ventana que daba a la autopista. Yo, Sue, Morris Torrance y un hombre joven llamado Raymond Mosely.
Ray Mosely había realizado el doctorado de físicas en el Instituto de Tecnología de Massachussets y ahora trabajaba para Sue realizando cálculos científicos complejos. Tema veinticinco años, una enorme barriga, no se arreglaba demasiado y era tan brillante como una moneda recién acuñada. Pero también era demasiado tímido. Me había estado evitando durante semanas (quizá porque mi rostro no le resultaba familiar), pero empezó a aceptarme en cuanto decidió que no era un rival para las atenciones de Sue Chopra.
Sue debía de ser una docena de años mayor que él; además, sus gustos sexuales le impedían fijarse en cualquier hombre… y mucho menos en un joven físico vergonzoso que consideraba que mantener una larga charla sobre las interacciones mu-mesonas era una invitación a la intimidad física. Sue le había explicado todo esto en un par de ocasiones y, en teoría, Rav lo había aceptado. Sin embargo, seguía dedicándole miradas de cordero degollado desde el otro extremo de la pegajosa mesa y defendiendo sus opiniones con la lealtad de un enamorado.
—Resulta sorprendente la cantidad de cosas que hemos sido incapaces de descubrir sobre los Cronolitos durante todos los años que han transcurrido desde que llegó el de Chumphom —empezó a explicarnos nuestra jefa—. Sólo hemos podido tipificarlos ligeramente. Por ejemplo, ahora sabemos que no podemos derribar una piedra de Kuin, ni siquiera excavando su base, porque mantiene una distancia fija con el centro de gravedad de la tierra y una orientación inalterable… aunque eso signifique que quede pendida del aire. Sabemos que es inerte y que tiene cierto índice de refracción. Gracias a los análisis efectuados hemos descubierto que no han sido esculpidas, sino modeladas, etcétera. Sin embargo, no hemos descubierto nada que nos aporte verdaderos conocimientos. En estos momentos, entendemos los Cronolitos del mismo modo que un teólogo medieval podría entender un automóviclass="underline" un objeto muy pesado, con una carrocería que se calienta cuando recibe la luz directa del sol y que tiene algunas partes duras y otras blandas. Aunque es probable que la mayoría de estos detalles sean insignificantes, puede que haya alguno importante. De todas formas, es imposible clasificarlos sin disponer antes de una teoría. Y eso es lo que nos falta.
Todos asentimos con solemnidad, como solíamos hacer siempre que Sue nos empezaba a exponer una tesis.
—De todas formas, algunos detalles son más interesantes que otros. Por ejemplo, hemos podido confirmar que, durante las semanas previas a la llegada de un Cronolito, se produce un incremento gradual en la radiación del entorno local. Este incremento, que no alcanza niveles peligrosos, se puede medir sin ningún problema. Los chinos empezaron a trabajar en esto antes de que dejaran de compartir sus investigaciones con nosotros, y los japoneses han tenido un golpe de suerte: disponen de una red de monitores de radiación que analizan de forma rutinaria el entorno del reactor de fusión de Sapporo/Technics. Días antes de que apareciera el Cronolito de Tokio, estaban intentando identificar la fuente de toda esta radiación y descubrieron que las lecturas alcanzaban su apogeo durante la llegada del monumento y que, a continuación, se desplomaban con rapidez hasta recuperar los niveles atmosféricos normales.
—Y eso significa que, aunque no podamos detener la aparición de un Cronolito, tenemos la capacidad limitada de predecirla —dijo Ray Mosely, haciendo un resumen para estúpidos de lo que había dicho Sue.
—Para alertar a la población —dijo Sue.
—Resulta esperanzador —dije—, Siempre y cuando sepamos dónde buscar.
—Ése es el problema —admitió Sue—. De todas formas, son muchos los lugares que controlan la radiación atmosférica. Washington y una serie de gobiernos extranjeros han aceptado colocar detectores alrededor de los emplazamientos humanos principales. Desde el punto de vista de la defensa civil, esto significa que podremos evacuar a la población antes de su llegada.
—Y nosotros podremos estar allí para verlo —añadió Ray.
Sue le miró con dureza, como si se hubiera adelantado a su conclusión.
—¿Eso no sería un poco peligroso? —pregunté.
—Pero es necesario para poder registrar el acontecimiento, conseguir medidas exactas sobre lo que sucede durante su llegada, ver el proceso mientras se desarrolla… Todo eso tiene un valor incalculable.
—Además, nos mantendríamos a cierta distancia —añadió Morris Torrance—. Al menos, eso espero.
—Evitaremos los riesgos físicos en la medida de lo posible.
—¿Y eso sucederá pronto? —pregunté.
—Nos iremos en un par de días, Scotty. Sé que os estoy avisando con muy poca antelación, pero ya lo hemos aplazado demasiado. Nuestros destacamentos ya se encuentran en la zona, además de diversos especialistas. Las pruebas sugieren que habrá una enorme manifestación en un os quince días. Esta tarde, los periódicos informarán de la evacuación.
—¿Y adonde vamos a ir?
—A Jerusalén —respondió Sue.
Me dio el día libre para hacer la maleta y poner en orden mis asuntos. Pero en vez de eso, me fui a dar un paseo.
Siete
Cuando tenía diez años, un día volví a casa del colegio y encontré a mi madre fregando la cocina… algo que me pareció bastante normal, hasta que me quedé mirándola un rato (ya había aprendido a observarla con atención).
Mi madre no era una mujer guapa, y creo que en aquel entonces ya lo sabía… de aquella forma distante que tienen los niños de darse cuenta de ese tipo de cosas. Su rostro era afilado y severo; además, como apenas sonreía, siempre que lo hacía su sonrisa se convertía en un acontecimiento memorable. Si la hubiera visto reír, estoy seguro de que habría pasado la noche entera despierto, reviviendo ese momento. En aquella época, mi madre sólo tenía treinta y cinco años, nunca se maquillaba y había días que ni siquiera se molestaba en peinarse, aunque podía pasar perfectamente sin hacerlo porque era morena y su cabello tenía un brillo natural.
Como no le gustaba ir de compras, se ponía todas y cada una de las prendas que guardaba en su armario hasta que estaban tan viejas que se rompían en pedazos. En ocasiones, cuando me llevaba de tiendas, me sentía avergonzado al ver su jersey azul, aquel que tenía una quemadura de cigarrillo en un lado que dejaba ver la tira de su sujetador, o su blusa amarilla, con aquella mancha de lejía en el hombro derecho que parecía el mapa de California.