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Siempre que le comentaba algo de esto, guardaba silencio y me miraba fijamente. Entonces, regresaba a casa y se ponía algo un poco más presentable. A mí no me gustaba decirle esas cosas, porque me sentía como un niño presumido y afeminado, el tipo de niño al que le Importa la Ropa, cuando lo único que deseaba era que la gente no mirara a mi madre de reojo en los pasillos del supermercado.

Cuando llegué a casa aquel día, mamá llevaba unos vaqueros, una de las inmensas camisas de mi padre y unos guantes de goma amarillos que cubrían sus brazos hasta la altura de los codos… ocultando, aunque fui incapaz de advertirlo, una serie de arañazos profundos que sangraban sin cesar. Esa era la ropa que solía ponerse para limpiar, y era evidente que se había esmerado: la cocina apestaba a lisol, a amoniaco y a la media docena de limpiadores y desinfectantes que guardaba en el armario que había debajo del fregadero. Se había apartado el cabello de la cara con un pañuelo rojo y había centrado toda su atención en las baldosas del suelo. No me vio hasta que dejé mi fiambrera de metal encima de la mesa.

—Sal de la cocina —me dijo con un tono apagado—. Esto es culpa tuya.

—¿Culpa mía?

—Es tu perro, ¿verdad?

Estaba hablado de Chuffy, nuestro Springer Spaniel. Empecé a tener miedo… no de lo que había dicho, sino del tono que había empleado.

Sentía algo similar cuando me daba las buenas noches. Cada noche, mi madre entraba en mi habitación, se inclinaba sobre mi cama, colocaba bien la sábana de algodón y la colcha, se daba un beso en las yemas de los dedos y acariciaba con ellas mi frente. En el noventa por ciento de las ocasiones, esto resultaba tan reconfortante como suena. Sin embargo, otras noches… otras noches que había estado bebiendo, mamá proyectaba su sombra sobre mí y el fiero hedor del sudor y el alcohol irradiaban de su persona como el calor que sale de una estufa de carbón; y aunque me decía el mismo “Buenas noches, Scotty, que duermas bien” de siempre, sentía que aquellas palabras no eran más que una imitación, y cuando sus dedos acariciaban mi piel, eran fríos y abrasivos. Aquellas noches, me tapaba la cabeza con las sábanas y contaba los segundos (mil uno, mil dos) hasta que sus pasos se desvanecían por el pasillo.

Mamá siguió limpiando y yo, obedeciéndole, fui a la sala de estar, encendí la tele y estuve mirando una reposición sindicada de Seinfeld hasta que empecé a pensar en el comentario que había hecho sobre Chuffy.

A mi madre nunca le había gustado Chuffy. Lo toleraba, pero era el perro de mi padre y mío, no de ella. ¿Si Chuffy hubiera hecho pipí, digamos, en el suelo déla cocina, su enfado no estaría justificado? Y por cierto, ¿dónde estaba Chuffy? Normalmente, a estas horas, solía tumbarse en el sofá para que le rascara las orejas. Lo llamé.

—Ese animal es asqueroso —dijo mi madre desde la cocina—. Déjalo en paz.

Encontré a Chuffy en el piso de arriba, encerrado en el aseo contiguo a la habitación de mis padres. Mi madre le había restregado los cuartos traseros y las patas hasta dejarlos en carne viva, supongo que con uno de los estropajos de acero Brillo que utilizaba para eliminar la grasa de las sartenes. Lo había frotado con tanta saña que le había arrancado parte del pelaje, y su piel sangraba por una docena de puntos diferentes. Cuando intenté consolarlo, Chuffy me clavó los dientes en el antebrazo.

Los años no habían sido piadosos en el suburbio de Maryland en el que vivía mi padre. Aquel vecindario, antaño semi-rural, se había convertido en un nido de centros comerciales asolados, vendedores de material erótico y viviendas obreras. La urbanización de acceso restringido seguía existiendo, pero la caseta del guardia estaba vacía y cubierta de graffiti escritos en árabe. Debido al cerco de nieve, me costó reconocer la casa de la calle Provender Lañe en la que me había criado. Uno de los aleros del tejado se había desprendido y las tejas que había detrás estaban cediendo de forma alarmante. No la recordaba así, pero me di cuenta de que ese era el tipo de casa en la que mi padre podía (o quizá, debía) habitar: descuidada y poco acogedora.

Aparqué el coche, apagué el motor y me quedé sentado al volante. Por supuesto que había cometido una estupidez viniendo hasta aquí, me había dejado llevar por uno de esos impulsos irreflexivos, dramáticos y no contenidos. Había decidido que tenía que ver a mi padre antes de abandonar el país (o de forma implícita, antes de que muriera), ¿pero qué significaba eso exactamente?

Estaba a punto de poner el coche en marcha de nuevo cuando mi padre apareció en el chirriante porche para recoger su periódico vespertino. Al quedar envuelto en una penumbra azulada, su piel adquirió una tonalidad amarillenta. Papá echó un vistazo al coche, se inclinó para recoger el periódico y volvió a mirar en mi dirección. Entonces, se acercó a la acera en zapatillas y camiseta interior. Estaba tan poco acostumbrado a moverse que aquel ejercicio le quitó el resuello.

Bajé la ventanilla.

—Me pareció que eras tú —dijo.

El sonido de su voz liberó todo un regimiento de recuerdos desagradables. No dije nada.

—¿Por qué no entras? —preguntó—. Aquí fuera hace frío.

Cerré el coche y programé los protocolos de seguridad. AI final de la calle, tres estupefactos jóvenes de rostro asiático observaron cómo seguía a mi padre moribundo hacia ¡a puerta de su casa.

Chuffy se recuperó de sus lesiones, pero nunca más volvió a acercarse a mi madre. Las heridas de mi madre, en cambio, fueron permanentes y terribles. En algún momento de su declive me dijeron que era víctima de una enfermedad neurológica, una especie de esquizofrenia que ye desarrollaba durante la edad adulta. Era una enfermedad médica, un fallo en algún punto de los procesos misteriosos pero naturales del cerebro. No me lo creí, porque sabía por experiencia que el problema era mucho más sencillo y espeluznante: tenía una madre buena y una madre mala que habían empezado a convivir en un mismo cuerpo. El hecho de que yo amara a la madre buena hacía posible, incluso necesario, que odiara a la mala.

Pero lo peor era que una se fundía en la otra. La madre buena podía darme un beso de despedida por la mañana y, cuando llegaba a casa del colegio (tarde y a regañadientes), la desquiciada usurpadora se había hecho con el control. No tuve amigos íntimos después de los diez años porque si tienes amigos, debes invitarlos a jugar a tu casa. La última vez que lo intenté, aquel día que llevé a casa aun tímido muchacho pelirrojo llamado Richard que se había hecho amigo mío en clase de geografía, mi madre le estuvo hablando durante veinte minutos sobre los riesgos que comportaban los monitores de vídeo para su futura fertilidad, aunque la verdad es que el lenguaje que utilizó fue bastante más gráfico. Al día siguiente, Richard se mostró distante y apático, como si le hubiera hecho algo desagradable. Quería decirle que no había sido culpa mía, ni tampoco de mi madre. Éramos víctimas de un hechizo.

Como mi madre no aceptaba su enfermedad, consideraba que era yo quien tenía algún problema. Soy incapaz de recordar el número de veces que me dijo, durante mis años de adolescencia, que dejara de mirarla “de esa forma” (es decir, sobrecogido por el miedo). Una de las ironías de la esquizofrenia paranoica es que lleva a cabo sus expectativas más sombrías con un rigor casi matemático. Al cabo de un tiempo, mi madre empezó a creer que mi padre y yo estábamos conspirando para volverla loca.

Nada de esto ayudó a que mi padre y yo nos sintiéramos más unidos, sino que más bien sucedió lo contrario. Papá se resistía al diagnóstico con la misma fiereza que mi madre, aunque su forma de negarlo era más directa. Creo que siempre tuvo la impresión de haberse casado con una persona inferior, que creía que había hecho un favor enorme a la familia de mi madre de Nashua (New Hampshire) cuando les quitó de encima a su malhumorada y solitaria hija. Puede que pensara que el matrimonio la cambiaría, pero no fue así. Ella le había decepcionado, y puede que viceversa. Sin embargo, mi padre continuó exigiéndole que se comportara como una persona normal; la culpaba de todos y cada uno de sus actos irracionales, como si mamá fuera capaz de juzgarlos según la moral y la ética (sí que podía hacerlo, pero sólo de forma esporádica). Lo único que consiguió con su actitud fue que la madre buena sufriera por los pecados de la madre mala. La madre mala continuó siendo fría y obscena, pero la madre buena se mostraba atemorizada e intimidada y se disculpaba sin cesar por lo que había hecho la madre mala. Mi padre le gritaba, a veces la pegaba y con frecuencia la humillaba, y yo corría a esconderme en mi habitación, donde intentaba imaginar un mundo en el que la madre buena y yo pudiéramos abandonar a mi padre y a la pseudo-madre invasora. Seríamos felices, me decía a mí mismo, y viviríamos en el hogar lleno de amor que mamá siempre había deseado construir, y mi padre seguiría luchando contra su falsa mujer irracional en algún lugar lejano y aislado. Por ejemplo en una celda. O en un manicomio.