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Más adelante, después de que hubiera cumplido los dieciséis años y hubiera aprendido a conducir, pero antes de que mi madre fuera internada en la residencia de Connecticut en la que vivió sus últimos días, mi padre decidió realizar una excursión familiar a Nueva York.

Supongo que pensaba (y tenía que estar desesperado para aferrarse con tanta fuerza a una pajita tan frágil) que a mamá le sentarían bien unas vacaciones, que se le “aclararía la cabeza”, tal y como él le gustaba decir. De modo que hicimos las maletas, las metimos en el coche, cambiamos el aceite, llenamos el depósito y nos pusimos en marcha como austeros peregrinos. Mi madre insistió en ocupar el asiento de atrás, así que yo me senté delante y me giraba de vez en cuando para suplicarle que dejara de estirarse la piel del labio, que ya había empezado a sangrar. Sólo tengo dos recuerdos lúcidos de aquel fin de semana que pasamos en Nueva York.

El sábado visitamos la Estatua de la Libertad… y todavía puedo contar mentalmente los relucientes escalones que subimos para llegar hasta la cúspide. Recuerdo la combinación de insignificancia y grandeza que sentí al llega r allí arriba, el aroma de mi transpiración y del cobre caliente en aquel apacible día de julio. Mi madre retrocedió ante la vista de Manhattan y se arrodilló en silencio mientras yo seguía observando, embelesado, cómo planeaban las gaviotas sobre el océano. Aquel día me compré una Estatua de la Libertad de latón del tamaño de mi mano. Y recuerdo con claridad la mañana del domingo de aquel mismo fin de semana, cuando mi madre decidió ir a dar una vuelta por el hotel mientras mi padre se duchaba y yo estaba en el vestíbulo echando monedas en una máquina de refrescos. Al regresar a la habitación y descubrir que estaba vacía me entró el pánico, pero no me atreví a interrumpir el baño de mi padre porque me habría reñido (o suponía que lo habría hecho) por haberla dejado sola. De modo que salí de la habitación y avancé por la moqueta roja del pasillo, dejando atrás diversas bandejas del servicio de habitaciones y carritos de ropa de lino inmaculada, hasta que decidí llamar al ascensor para bajar a recepción. En cuanto llegué al vestíbulo, vi que el cabello moreno de mi madre desaparecía por las puertas giratorias. No grité su nombre porque habría alarmado a los huéspedes y habría sido bochornoso, pero corrí tras ella y estuve a punto de tropezar con el estante de prensa que se alzaba en el exterior de la tienda de regalos. Cuando por fin conseguí cruzar la puerta de cristal y llegar a la acera, mi madre había desaparecido. Advertí que el portero, vestido con un traje rojo, estaba tocando con fuerza su silbato, pero no supe la razón hasta que vi a mi madre tirada en ¡a cuneta, gimiendo, mientras el conductor de la furgoneta de reparto de flores que acababa de romperle las piernas saltaba de su vehículo y se acercaba tembloroso a ella, con los ojos abiertos como platos. Y lo único que sentí fue un frío brutal, gélido.

Después de aquel viaje a Nueva York y de que tuviera las piernas curadas, mi madre fue internada de forma permanente en una residencia (fueron los doctores del Central Mercy quienes tomaron esta decisión, debido a las enormes cantidades de Haldol que se habían visto obligados a suministrarle hasta que le quitaron los yesos). La sala de estar en la que me encontraba en estos momentos apenas había cambiado desde entonces, pero eso no significaba que mi padre, en honor de mi madre, se hubiera esforzado en mantener la casa tal y como estaba. Lo único que sucedía era que no había cambiado nada porque no se le había ocurrido.

—He recibido todo tipo de llamadas referentes a ti —dijo—. Durante una temporada pensé que habías robado un banco.

Las cortinas estaban cerradas. Era el tipo de casa en la que, pase lo que pase, nunca entra demasiada luz. La vieja lámpara de pie apenas lograba desvanecer aquella oscuridad.

Mi padre estaba sentado en su extenuada butaca verde, respirando suavemente, esperando a que le explicara lo sucedido.

—Era para un trabajo —comenté—. Estaban comprobando la información.

—Pues no sé qué clase de trabajo sería, porque era el FBI quien estaba llamando a casa.

La camiseta interior dejaba ver su esquelético cuerpo. Años atrás había sido un hombre grande que se irritaba con facilidad, un hombre tan intimidante que nadie se atrevía a bromear con él. Ahora, en sus esqueléticos brazos no había ni un gramo de carne, su fornido pecho de antaño había menguado y se le marcaban las costillas. También advertí que había tenido que hacer cinco muescas nuevas en su cinturón, cuyo extremo colgaba ahora sobre las caderas.

—Voy a estar fuera del país durante una temporada —le dije.

—¿Cuánto tiempo?

—A decir verdad, no lo sé.

—¿E] FBI te dijo que estaba enfermo?

—Me lo ha comentado.

—Puede que no esté tan enfermo como ellos creen. No me encuentro demasiado bien, pero… —se encogió de hombros—. Esos doctores no tienen ni idea de nada y encima te cobran unas facturas desorbitadas. ¿Quieres una taza de café?

—Sí, lo haré yo. Supongo que la cafetera sigue estando donde estaba.

—¿Crees que estoy demasiado débil para hacer café?

—Yo no he dicho eso.

—¡Por el amor de Dios! Aún soy capaz de preparar café.

—Entonces no dejes que me adelante.

Se fue a la cocina. Me levanté para seguirlo, pero me detuve en el umbral al ver que vertía, a escondidas, un gran chorro de Jack Daniel’s en su taza. Sus manos temblaban.

Esperé en la sala de estar, echando una ojeada a la librería. La mayor parte de aquellos libros habían pertenecido a mí madre. Sus gustos abarcaban desde Los puentes de Madison, de Nora Roberts, hasta infinitos volúmenes de Tim LaHaye. Mi padre había contribuido con las antiguas novelas de Tom Clancy y el Más extraño que la ciencia. Yo también tenía muchos libros en este lugar (seguramente, mis sobresalientes se debían a que me aterraba salir del colegio y regresar a casa), pero guardaba mis novelas de misterio en una estantería de mi cuarto, porque no estaba dispuesto a permitir que Conan Doyle o James Lee Burke se mezclaran con las obras de V.C. Andrews y Catherine Coulter.

Mi padre regresó con dos tazas de café y me tendió una en la que aún podía leerse con bastante claridad CORIOLIS SHIPPING, el nombre de la última empresa en la que había trabajado. Papá había dirigido la red de distribución de Coriolis durante veintitrés años y seguía recibiendo el cheque de la pensión cada mes. El café estaba amargo, pero también aguado.