—No tengo leche ni crema normal —dijo—. Pero como sé que el café te gusta blanco, le he puesto un poco de leche en polvo.
—Está bien —respondí.
Volvió a ocupar su asiento. Había un control remoto sobre la mesa de café, delante de él. Supuse que era el de su panel de vídeo. Lo observó con melancolía pero no lo cogió.
—El trabajo que solicitaste debía de ser importante porque la gente del FBI me hizo algunas preguntas bastante peculiares.
—¿De qué tipo?
—Bueno, supongo que eran las habituales: dónde fuiste al colegio, qué notas sacabas, dónde has trabajado y todo eso. Pero querían saber demasiados detalles. Me pregunta ron si practicabas algún deporte, qué hacías en tu tiempo libre, si te gustaba hablar de política o historia, si tenías muchos amigos o eras un niño solitario, quién era tu médico de cabecera, si tuviste alguna enfermedad extraña durante la infancia, si habías ido alguna vez al psiquiatra. Y también me hicieron muchas preguntas sobre Elaine. Sabían que estuvo enferma. En lo que respecta a ese punto, sólo les dije que podían irse a tomar por culo, pero era obvio que ya sabían muchas cosas.
—¿Preguntaron por mamá?
—¿No acabo de decírtelo?
—¿Qué tipo de preguntas?
—Sus… ya sabes, sus síntomas. Cuándo aparecieron y cómo se comportaba. Cómo lo llevabas tú. Cosas que no le importan a nadie, excepto a la familia. ¡Por el amor de Dios, Scotty, querían saberlo todo! Incluso fueron a echar un vistazo a las cosas que tienes guardadas en el garaje. ¿Puedes creer que cogieron muestras de agua de los grifos?
—¿Me estás diciendo que vinieron a casa?
—Sí.
—¿Se llevaron algo más, aparte del agua?
—Creo que no, pero eran tantos que no podía prestar atención a lo que hacía cada uno de ellos. Si quieres ir a echar un vistazo a tus cosas, la caja sigue allí, debajo del Buick.
Sintiendo una mezcla de curiosidad e inquietud, me disculpé y me dirigí al frío garaje.
La caja de la que hablaba mi padre contenía diversos objetos de mis años de instituto: anuarios, un par de premios académicos, viejas novelas y DVD, además de algunos juguetes y recuerdos, entre los que descubrí que estaba la Estatua de la Libertad que había comprando durante el viaje a Nueva York. La hueca figura de latón estaba deslustrada y el fieltro verde de su base, raído; de todas formas, la cogí y la guardé en el bolsillo. Aunque me resultó imposible averiguar si faltaba algo de aquel surtido, la idea de que unos agentes anónimos del FBl hubieran estado rebuscando entre las cajas del garaje me puso la Piel de gallina.
Debajo de todo, en el fondo de la caja, descubrí diversas láminas de dibujos que había hecho en la escuela. Aunque no era la asignatura que mejor se me daba, a mi madre le habían gustado y había decidido guardarlos. El rígido papel marrón de las pinturas de acuarela tenía la consistencia de las hojas caídas. Eché un vistazo a las láminas. En su mayoría eran paisajes nevados: pinos torcidos, cabañas aisladas por la nieve… objetos solitarios perdidos en un enorme escenario.
Cuando volví a entrar en casa, mi padre estaba cabeceando en la butaca. Al ver que su taza de café se balanceaba sobre el apoyabrazos acolchado, la dejé encima de la mesa para que no se cayera. Despertó con el timbre del teléfono, un viejo aparato al que había añadido un adaptador digital en el punto en el que el cable se unía a la pared.
Contestó, parpadeó y dijo “sí” un par de veces; a continuación, me pasó el auricular.
—Es para ti.
—¿Para mí?
—¿Ves a alguien más?
Era Sue Chopra. Como la línea de mi padre no tenía un gran ancho de banda, su voz sonaba muy débil.
—Nos tienes muy preocupados, Scotty —dijo.
—El sentimiento es mutuo.
—Supongo que estarás preguntándote cómo te hemos encontrado; sin embargo, deberías estar contento de que lo hayamos hecho. Nos has dado un montón de quebraderos de cabeza huyendo de esa forma.
—Sue, no he huido. He venido a pasar la tarde con mi padre.
—Comprendo, pero podrías habernos avisado antes de abandonar la ciudad. Morris te ha seguido.
—Morris puede irse a tomar por culo. ¿Estás intentando decirme que tengo que pedir permiso para abandonar la ciudad?
—No es una norma escrita, pero habría estado bien que lo hicieras. Scotty, sé lo enfadado que debes de estar. Yo también he tenido que pasar por todo esto. Puede que ahora no seas capaz de entenderlo, pero los tiempos han cambiado. El mundo es más peligroso de lo que solía ser. ¿Cuándo vas a regresar?
—Esta noche.
—Bien. Creo que tenemos que hablar.
Le dije que también yo lo creía.
Me quedé unos minutos más con mi padre y después le dije que tenía que irme. La débil luz del día que lograba colarse por las cortinas ya se había desvanecido. La casa estaba fría; olía a polvo y a calor seco.
Papá se revolvió en su silla.
—¿Has realizado un viaje tan largo sólo para tomar café y musitar? — preguntó—. Escucha, sé por qué estás aquí, así que te lo diré sin rodeos. No tengo miedo a morir. Ni siquiera me da miedo hablar de ello. Cada mañana me levanto, leo el correo y me digo a mí mismo: “bueno, tampoco será hoy”. De todas formas, debo reconocer que no es lo mismo que si no lo supiera.
—Comprendo.
—No, no lo entiendes. Pero me alegro de que hayas venido.
Sus palabras me sorprendieron. Fui incapaz de pensar en una respuesta.
Cuando se levantó, sus pantalones cayeron sobre sus huesudas caderas.
—Sé que no siempre traté a tu madre como debería haber hecho, pero estuve allí, Scotty. No lo olvides nunca. Cuando estuvo hospitalizada, incluso cuando deliraba. Nunca te llevaba a verla antes de asegurarme de que tenía un buen día. Algunas de las cosas de las que decía te hubieran arrancado la piel a tiras. Y después te fuiste a la universidad.
Mi madre había muerto debido a una neumonía un año antes de que me graduara.
—Podrías haberme llamado cuando enfermó.
—¿Para qué? ¿Para que tuvieras que vivir con el recuerdo de tu madre maldiciéndote desde su lecho de muerte? ¿De qué habría servido?
—Yo también la quería.
—Para ti era muy fácil. Puede que yo la amara y puede que no. Ya no me acuerdo. Pero estuve con ella, Scotty. Todo el tiempo. No fui siempre amable con ella, pero siempre estuve con ella.
Me dirigí hacia la puerta. Él me siguió unos pasos, pero entonces se detuvo, jadeante.
—No lo olvides nunca —añadió.
Ocho
Cuando llegamos a Israel, el aeropuerto de Ben Gurion era un caos, pues estaba abarrotado de turistas que intentaban abandonar el país. A su llegada, el vuelo de El Al (que aterrizó con cuatro horas de retraso debido a las condiciones atmosféricas, después de haber sufrido un retraso “diplomático” de tres días del que Sue se negaba a hablar) estaba prácticamente vacío, pero cuando despegara de nuevo iría completo. La evacuación de Jerusalén continuaba.
Sue Chopra, Ray Mosley, Morris Torrance y yo salimos del aparato rodeados por un cordón de agentes del FBI provistos de dispositivos de realce de visión y armas camufladas, que a su vez iban escoltados por cinco reclutas del Ejército de Defensa Israelí (con vaqueros, camisetas blancas y ametralladoras Uzi colgadas del hombro), que se reunieron con nosotros al pie de las escalerillas. Cruzamos con rapidez la Aduana Israelí y salimos al exterior del aeropuerto, donde nos esperaba lo que parecía un sheruti (es decir, una furgoneta-taxi privada), que había sido incautada para aquella emergencia. Sue se deslizó en el asiento contiguo al mío, aturdida aún por el viaje, y Morris y Ray se sentaron detrás de nosotros. Al instante, el motor eléctrico canturreó suavemente y el vehículo empezó a moverse.