Sobre la Autopista Uno caía una lluvia monótona. La larga hilera de coches que avanzaba reptando hacia Tel Aviv brillaba débilmente bajo un manto de nubes; sin embargo, los carriles que se dirigían hacia Jerusalén estaban vacíos. Las inmensas pantallas de los servicios públicos que se alzaban sobre nosotros anunciaban la evacuación, mientras que en los carriles contrarios indicaban las rutas de evacuación.
—Resulta inquietante ir a un lugar que está siendo abandonando por el resto del mundo —comentó Sue.
El soldado de) EDI con cara de adolescente que iba sentado en la última hilera de asientos rió entre dientes.
—Al parecer, este tema provoca un gran escepticismo —dijo Morris—. Y también un gran resentimiento. El Likkud podría perder las próximas elecciones.
—Pero sólo si no sucede nada —señaló Sue.
—¿Hay alguna posibilidad de eso?
—Entre pocas y ninguna.
El recluta del EDI volvió a reír entre dientes.
Una ráfaga de lluvia matraqueó sobre el sheruti y entonces recordé que la estación lluviosa de Israel se desarrollaba entre los meses de enero y febrero. Giré la cabeza hacia la ventanilla para observar un campo de olivos que se retorcían bajo el viento. Seguía pensando en lo que Sue me había contado en el avión.
Apenas la había visto durante los días siguientes a la visita de mi padre, puesto que estaba intentando solucionar aquella dificultad diplomática que nos había obligado a permanecer en Baltimore prácticamente hasta el último minuto.
Pasé la semana revisando los códigos y holgazaneé un par de tardes en el bar del barrio, acompañado por Morris y Ray.
Su compañía era más agradable de lo que había imaginado. Aunque estaba molesto con Morris por haberme seguido hasta la casa de mi padre, tengo que reconocer que el enfado no me duró demasiado, puesto que Morris Torrance era una de esas personas que hacen de la amabilidad un arte. Un arte o, quizá, una herramienta. Repelía el odio del mismo modo que el pecho de Superman rechaza las balas. No se mostraba dogmático con el tema de los Cronolitos ni tenía ninguna opinión concreta sobre el significado de Kuin, pero era obvio que el tema le interesaba profundamente. Y esto significaba que, delante de él, podíamos decir disparates de todo tipo, que teníamos vía libre para dejar volar nuestras ideas (incluso las más descabelladas), sin temor a tropezar con una fijación religiosa o política. ¿Era sincero? La verdad es que no lo sé. Como trabajaba para el FBI, éramos conscientes de que todo lo que le contábamos podía acabar anotado en nuestro expediente… y lo mas sorprendente es que Morris conseguía que no nos importara.
En su compañía, incluso Ray Mosely dejaba a un lado su timidez. En un principio, lo había catalogado como uno de esos tipos brillantes pero poco sociables cuyo radar sexual apuntaba de forma desesperada y equivocada hacia Sue. Aunque no estaba del todo equivocado, en cuanto se relajó y nos reveló su gran pasión por la Liga Americana do béisbol, descubrí que teníamos algo en común. Ray, que era hincha del equipo de su Tucson natal, hizo ciertos comentarios sobre los Orioles que consiguieron fastidiar al tipo que ocupaba una mesa cercana… y cuando éste le desafió, no se echó atrás. No era cobarde. Ray era un tipo solitario, pero su soledad era puramente intelectual. Solía dar marcha atrás en su conversación cuando se daba cuenta de que había avanzado hasta un nivel que nosotros éramos incapaces de seguir y, aunque no lo hacía con condescendencia {la mayoría de las veces), era obvio que le entristecía que no pudiéramos compartir sus pensamientos.
Creo que esta soledad era la que le había hecho enamorarse de Sue. No le importaba que ella reservara sus muestras físicas de afecto a breves contactos con mujeres que no tenían nada que ver con su trabajo porque, en cierto sentido, tengo la impresión de que cuando Ray hablaba de física con ella, sentía que estaba haciéndole el amor. Apenas habíamos visto a Sue en toda la semana. —En Cornell también era así —expliqué a Morris y a Ray—, es decir, con los alumnos. Ella nos unió y consiguió que nos conociéramos, pero creo que nuestras mejores conversaciones las mantuvimos después de clase, sin ella.
—Puede que fuera una especie de ensayo general —murmuró Morris.
—¿Para qué? ¿Para esto? ¿Para los Cronolitos?
—¡Oh! Es imposible que Sue supiera algo de esto en aquel entonces. Sin embargo, ¿nunca habéis tenido la impresión de que vuestra vida ha sido una especie de ensayo general para algún acontecimiento crucial?
—Quizá. Alguna vez.
—Es como si, en Cornell, Sue hubiera tenido a los actores de reparto equivocados y se hubiera visto obligada a hacer ciertos retoques en el guión. De todas formas, Scott, tú debiste de ser bueno —dijo Morris sonriendo—, porque aparecerás en la escena final.
—¿Y puedes decirme cuál será? —pregunté—. ¿La llegada del monumento de Jerusalén?
—Pues no lo sé. Puede que Jerusalén… o lo que venga después.
Sue y yo no tuvimos la oportunidad de hablar en privado hasta que ya llevábamos un buen rato sobrevolando el Atlántico y me indicó por ñ señas que me acercara al final del pasillo de la desierta clase turista.
—Lamento haberte tenido a la sombra, Scotty. Y lamento lo del día que fuiste a casa de tu padre. En ningún momento pensamos que tu día libre se convertiría en…
—¿Un arresto domiciliario? —pregunté.
—De acuerdo, en un arresto domiciliario… en cierto sentido, supongo que es eso. Pero no eres el único. Yo me encuentro en la misma situación. Quieren que estemos todos juntos donde puedan controlamos.
Sue estaba bastante resfriada, pero conservaba su determinación de siempre. Tenía las manos en el regazo y retorcía su pañuelo con tanta tristeza y monotonía que, por un momento, me recordó a Mahatma Gandhi. En la parte delantera del avión, un sobrecargo de El Al estaba repartiendo bandejas de plástico con huevos revueltos y tostadas.
—¿Por qué a mí, Sue? —pregunté—. Nadie quiere responderme a esta pregunta. Podrías haber contratado a un programador de códigos mejor. El hecho de que yo estuviese en Chumphon no significa nada.
—No infravalores tu talento —respondió—. De todas formas, sé qué estás intentando preguntarme: te refieres a la vigilancia del FBI, a los agentes que fueron a casa de tu padre… Scotty, hace unos años cometí el error de redactar un artículo sobre un fenómeno al que yo llamaba “turbulencia tau” que, por desgracia, leyeron algunas personas influyentes.
No creía que una respuesta que amenazaba con convertirse en la explicación de una teoría abstracta pudiera responder a mi pregunta. Frunciendo el ceño, esperé a que acabara de sonarse ruidosamente la nariz.
—Disculpa —dijo—. El artículo hablaba sobre lo que supongo que podría denominarse “causalidad”, y hacía referencia a ciertos puntos de la simetría temporal y los Cronolitos. Principalmente, eran cálculos matemáticos sobre aspectos polémicos del comportamiento cuántico, aunque también especulaba con la idea de que los Cronolitos pudieran reconfigurar nuestra comprensión convencional de causa y efecto macroscópicos. Lo que dije fue que, en un acontecimiento tau localizado (en teoría, la creación de un Cronolito), el efecto precede a la causa, pero añadí que se crea un espacio fractal en el que los conectores más significativos no son determinantes, sino correlativos.
—No sé qué significa eso.
—Piensa en un Cronolito como un acontecimiento local en el espacio-tiempo. Entre el flujo convencional de tiempo y la anomalía tau-negativahay una interfaz, una frontera. El futuro transmite un mensaje al presente, pero el monumento también crea ondas, remolinos, corrientes. El futuro transforma el pasado y éste, a su vez, transforma el futuro. ¿Me sigues?