—Los niveles van en aumento y están formando unas curvas extremadamente abruptas —explicó—: Sólo faltan un par de minutos para la llegada, muchachos. —¿Deberíamos ponernos gafas o algo así? —No es ninguna bomba de hidrógeno, Morris. No va a dejarte ciego. Dicho esto, se alejó.
Uno de los técnicos de control, una muchacha rubia que no parecía mucho mayor que Kaitlin, se levantó de su asiento y empezó a aproximarse hacia Suecon una sonrisa suplicante en la cara. El contingente de seguridad del EDI la miró con dureza, al igual que Morris.
La muchacha vaciló. Parecía aturdida. Se acercó un poco más y, en un gesto conmovedor y casi infantil, cogió a Sue de la mano.
—¿Cassie? —dijo Sue—. ¿Qué sucede?
—Quería darle… las gracias —la voz de Cassie era tímida pero vehemente. Sue frunció el ceño.
—De nada, pero… ¿por qué?
Pero Cassie ya estaba retrocediendo con la cabeza agachada, como si aquella idea hubiera salido de su mente con la misma rapidez con laque había entrado. Se llevó una mano a la boca.
—¡Oh! ¡Lo siento! Sólo es que… sentía que debía decírselo. No sé en qué estaría pensando…
Se sonrojó.
—Será mejor que ocupes tu asiento —respondió Sue con amabilidad. Estábamos sumergidos en la turbulencia tau. El calor y la tensión eran palpables. Al otro lado de la ventana, el centro de la ciudad parpadeaba bajo un repentino fulgor áureo.
Todo sucedió en cuestión de segundos… pero como el tiempo es elástico, los vivimos como si fueran minutos. Tengo que reconocer que estaba asustado.
La llegada del monumento proporcionó una iluminación secundaria en forma de cortina de colores que cambiaban con rapidez: el azul y el verde dieron paso al rojo y al violeta, que envolvieron la ciudad y nos sumieron en una penumbra espectral.
—Mil novecientos siete minutos —dijo Sue, comprobando su reloj.
_Ya hace frío —me dijo Morris—. ¿Te has dado cuenta?
Era como si la temperatura de la habitación hubiera descendido varios grados. Asentí.
Uno de los hombres del EDI se puso en pie, nervioso, con el dedo en el gatillo de su arma. La luz empezó a desvanecerse con la misma rapidez con la que había llegado; y entonces…
Entonces, el Cronolito había llegado.
Centelleó para revelar su existencia bajo la quebradiza luz de la luna. Se alzaba más allá de la Cúpula de la Roca, era más alto que las colinas, grotescamente inmenso, y estaba cubierto de hielo.
—¡Ha aterrizado! —anunció alguien desde los paneles de control—. La radiación ambiental desciende. Temperatura externa en descenso…
—Sujetaos con fuerza —dijo Sue.
La onda expansiva, rugiendo como un trueno, combó el cristal de la ventana. Casi al instante, la humedad empezó a desprenderse de la atmósfera y el Cronolito se desvaneció en un remolino blanco. A unos kilómetros de distancia, el choque térmico agrietó el hormigón, quebró la madera y, seguramente, destruyó los tejidos de cualquier criatura que hubiera tenido la desgracia de encontrarse en la zona de exclusión (había unas cuantas: perros, gatos, peregrinos y escépticos).
A continuación, la tormenta central irradió una oleada de blancura y la escarcha empezó a ascender por las colinas de Judea como el fuego. Las farolas de la ciudad se fueron apagando a medida que en la red eléctrica se producían cortocircuitos que estallaban en miles de chispas. Las nubes envolvieron el hotel y el fuerte viento empezó a golpear las ventanas. De repente, la sala quedó a oscuras; sólo las luces de los paneles de control parpadeaban como estrellas reflejadas en un estanque.
—Hace un frío de mil demonios —murmuró Morris. Envolví mi cuerpo entre mis brazos para darme calor y vi que Sue Chopra hacía lo mismo mientras se alejaba de la ventana.
El soldado del EDI que se había puesto de pie hacía unos instantes levantó su pistola automática y, tras gritar algo incomprensible bajo el ruido de la tormenta, empezó a dispararnos.
Aquel tipo se llamaba Aaron Weiszack.
No sé mucho sobre él, sólo lo que leí en los periódicos al día siguiente. Y ahora me pregunto: si los periódicos publicaran sus titulares antes de que sucedieran, ¿no estarían librando al mundo de grandes sufrimientos?
Puede que no.
Aaron Weiszack nació en Cleveland, Ohio, pero su familia emigró a Israel en el año 2011. Pasó sus años de adolescencia en el extrarradio de Tel Aviv, donde flirteó con una serie de organizaciones políticas radicales hasta que, en el año 2020, fue llamado a filas. Weiszack estuvo detenido durante las revueltas del Monte del Templo de 2025, aunque poco después fue puesto en libertad sin cargos. A pesar de todo esto, su expediente en el EDI era impecable y ninguno de sus supervisores sabía que estaba afiliado a una facción “latinista” llamada Abraza el Futuro.
Aunque no estaba loco, podía decirse que era una persona desequilibrada. Nadie sabía con certeza cuál fue el motivo de su ataque. Sólo le dio tiempo a apretar dos veces el gatillo antes de ser reducido por los disparos de otro soldado del EDI, una mujer llamada Leah Agnon.
Weiszack murió casi al instante por las lesiones. Sin embargo, no fue la única baja que hubo en aquella habitación.
A menudo pienso que el acto de Aaron Weiszack fue tan funesto como la llegada de Kuin a Jerusalén, puesto que, en cierto modo, nos mostró una imagen más precisa de lo que nos deparaba el futuro.
El último disparo de Weiszack agrietó una de las supuestas ventanas blindadas (revelando que no habían sido fabricadas a prueba de balas) y ésta se vino abajo provocando una lluvia de fragmentos plateados. El gélido viento y la densa niebla se adueñaron de la sala. Me levanté, ensordecido por los disparos y parpadeando como un estúpido, al mismo tiempo que Morris saltaba de su asiento y corría hacia Sue Chopra, que yacía en el suelo, para cubrirla con su cuerpo. Nadie sabía si el ataque había terminado o acababa de empezar. No podía ver a Sue bajo el cuerpo de Morris… no sabía si estaba gravemente herida, pero había sangre por todas partes: la de Weiszack salpicaba la pared y la de los jóvenes técnicos goteaba por los paneles de control. Cogí aire con fuerza y descubrí que podía oír de nuevo. Oía gritos de voces humanas, el rugido del viento. Diminutos granos de hielo entraban en la habitación como metralla, propulsados por los abruptos termoclinos que barrían la ciudad.
Los reclutas del EDÍ rodearon a Weiszack y apuntaron con sus rifles su cuerpo inerte. El contingente del FBI se desplegó para proteger la zona y algunos ayudantes de Sue corrieron hacia sus compañeros heridos para socorrerlos. Decenas de voces pedían ayuda… y por encima de ellas me pareció oír la de Morris. En la sala había un auxiliar médico, pero si no había sido herido, debía de estar sobrecogido por el miedo.
Me tiré al suelo y avancé a rastras hacia Morris. Sue había apoyado la cabeza en su regazo. Estaba herida. Había sangre sobre la moqueta, montones de gotas rojas que humeaban bajo aquel frío brutal. Morris me miró.
—No es grave —intento que sus palabras se oyeran sobre el rugido del viento—. Ayúdame a llevarla al pasillo.
—¡No! —dijo Sue revolviéndose.
Entonces, pude ver una herida que sangraba sin parar en la parte carnosa de su muslo derecho, justo en el punto en el que sus vaqueros habían sido desgarrados por uñábala o por la metralla. Si no había sufrido más lesiones, era cierto que no se encontraba en peligro inmediato.
—Deja que nos ocupemos nosotros de esto —dijo Morris con firmeza.
—¡Hay personas heridas! —los ojos de Sue se precipitaron hacia la hilera de paneles de control, donde estudiantes y técnicos habían quedado paralizados por el terror o se habían desplomado sobre sus asientos—. ¡Dios mío… Cassie!