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Si hubiera sido consciente de todo lo que iba a suceder, mi respeto y mi temor se hubieran mitigado, puesto que este monumento no era más que un milagro relativamente menor (teniendo en cuenta todo lo que vendría a continuación). Sin embargo, en aquellos momentos sólo sabía que había tropezado con un acontecimiento mucho más extraño que cualquier cosa que FrankEdwards hubiera descubierto en los números atrasados del Pittsburgh Press, y lo único que sentía era miedo y una desconcertante euforia.

En primer lugar, aquel monumento no era una estatua; es decir, no era una representación de una figura humana o animal, sino una columna de cuatro lados con una cúspide cónica plana. El material con el que había sido fabricado sugería el cristal, pero a una escala ridícula, imposible. Era azul, del profundo e inescrutable color azul de un lago de montaña, apacible y siniestro a la vez. No era transparente, pero transmitía la sensación de translucidez. Por el lado que lo estaba contemplando (el lado norte) tenía protuberancias blancas, y me quedé asombrado al descubrir que era hielo, que se sublimaba lentamente bajo la húmeda luz del día. El asolado bosque que se extendía a sus pies estaba cubierto de niebla y la zona en la que el monumento se unía con la tierra quedaba oculta por montículos de nieve que había empezado a fundirse.

Debido al hielo y a las ráfagas de aire frío que barrían aquel bosque desolado, la escena resultaba sumamente misteriosa, imaginé que el obelisco se alzaba como un inmenso cristal de turmalina desde algún glaciar subterráneo… pero esas cosas sólo suceden en sueños. Y eso fue lo que le dije a Hitch.

—Entonces debemos de estar en el País de los Sueños, Scotty. O quizá en Oz.

Otro helicóptero se aproximó a la cima de la colina, volando a una altura peligrosamente baja. Nos arrodillamos entre los pinos caídos y advertimos su fresco olor en la brisa. Cuando la aeronave coronó la colina y desapareció, Hitch me tocó la espalda.

—¿Has visto suficiente?

Asentí. No era prudente permanecer más tiempo en aquel lugar, a pesar de que una obstinada parte de mi ser deseaba quedarse hasta que lograra comprender qué era aquel monumento, hasta que consiguiera descifrar algo lógico de las heladas profundidades azules de aquel objeto.

—Hitch —dije.

—¿Qué?

—Allí, casi en la base… ¿No te parece que hay algo escrito?

Echó un último vistazo al obelisco y sacó una última fotografía.

—Puede que sean letras. No están escritas en inglés. Están demasiado lejos para distinguirlas, pero no vamos a acercarnos más.

Sin embargo, ya nos habíamos demorado demasiado.

Lo que supe más tarde… mucho más tarde, por Janice, fue ¡o siguiente: hacia las tres de la tarde, los medios de comunicación de Bangkok habían emitido unas secuencias en vídeo del monumento, que habían sido cedidas por un turista americano. Aproximadamente a las cuatro, la mitad de la población de lagartos de playa de la Provincia de Chumphon se había levantado de sus tumbonas para ver aquel prodigioso espectáculo con sus propios ojos, pero se había visto obligada a dar media vuelta en los controles de carretera. Las embajadas ya habían sido informadas y la prensa internacional estaba llegando para cubrir la noticia.

Janice permaneció con Kaitlin en la clínica. En aquellos momentos, la pequeña estaba gritando de dolor a pesar de los calmantes que le había administrado el doctor Dexter. Cuando la examinó por segunda vez, le dijo a Janice que nuestra hija tenía una infección de oído bacteriana que estaba provocándolo una rápida necrosis. Suponía que la había contraído en la playa, puesto que durante ese mes se habían detectado niveles muy elevados de e.coli y otros microbios en el mar. El doctor había informado de esto a las autoridades sanitarias, pero nadie había Hecho nada al respecto… probablemente, porque las piscifactorías C-Pro, preocupadas por sus licencias de exportación, habían decidido ejercer su influencia.

El doctor le administró una dosis masiva de fluoroquinolonas y telefoneó a la embajada de Bangkok, que envió un helicóptero-ambulancia a la clínica y buscó una cama para Kait en el hospital americano. Janice no quería irse sin mí. Llamó a nuestra casa de alquiler repetidas veces y, al no localizarme, telefoneó al propietario y a algunos amigos. Todos le dijeron que lo sentían mucho, pero que no me habían visto desde el día anterior.

El doctor Dexter sedó a Kaitlin mientras Janice corría a la cabaña para recoger algunas cosas. Cuando regresó a la clínica, el helicóptero de evacuación la estaba esperando.

Mi esposa le dijo al doctor que podría encontrarme al anochecer, seguramente en la carpa. Si conseguía ponerse en contacto conmigo, me daría el número de teléfono del hospital y yo haría los arreglos necesarios para ir hasta allí en coche.

A continuación, el helicóptero empezó a ganar altura. Janice se tomó uno de sus propios sedantes mientras un trío de auxiliares médicos bombeaba más antibióticos de amplio espectro en la corriente sanguínea de Kait.

Si hubieran ganado una altitud considerable sobre la bahía, Janice habría podido contemplar el motivo de mi ausencia: el pilar cristalino que se alzaba como un interrogante sin respuesta sobre las frondosas laderas.

Al salir del sendero de contrabando tropezamos con un grupo de policías militares tailandeses.

Hitch realizó un osado intento de dar media vuelta para alejarse del peligro, pero no había ningún sitio a dónde ir, excepto regresar al punto en el que finalizaba el sendero. Cuando una bala se hundió en la rueda delantera, levantando un montón de polvo, Hitch accionó los frenos con tanta fuerza que ahogó el motor.

Los soldados nos obligaron a arrodillarnos con las manos detrás de la nuca. Uno de ellos se acercó a nosotros y clavó el cañón de su pistola en la sien de Hitch, y después, en ¡a mía. Dijo algo que no supe traducir, pero sus compañeros soltaron una carcajada.

Minutos más tarde, nos encontrábamos en el interior de un camión militar, custodiados por cuatro hombres armados que no hablaban inglés o lo fingían. Me pregunté cuántos artículos de contrabando llevaba Hitch encima y si eso me convertía en su cómplice o en partícipe de un delito capital, pero nadie dijo nada sobre drogas… aunque para ser sincero, la verdad es que nadie dijo nada de nada, ni siquiera cuando el camión se puso en marcha.

Pregunté con educación adonde íbamos. El soldado más cercano (un adolescente fornido y con los dientes separados), se encogió de hombros y, a modo de apática amenaza, me apuntó con la culata de su rifle.

La cámara de Hitch fue confiscada. Nunca la recuperó… y ya que hablamos del tema, tampoco volvió a ver su moto. En estos asuntos, el ejército era económico.

Viajamos en aquel camión durante casi dieciocho horas y pasamos la noche siguiente en la cárcel de Bangkok, en celdas separadas y sin privilegios de comunicación. Más tarde supe que un equipo americano de valoración de amenazas quería “rendir informe” (es decir, interrogarnos), antes de que habláramos con la prensa, así que nos quedamos en nuestras celdas de aislamiento, teniendo un cubo por retrete. Mientras tanto, diversos hombres bien vestidos del mundo entero estaban efectuando reservas para desplazarse hasta el aeropuerto de Don Muang.

Mi mujer y mi hija se encontraban a menos de ocho kilómetros de distancia, en el hospital de la embajada, pero en aquellos momentos yo lo ignoraba, al igual que Janice.