Kaitlin estuvo sangrando por la oreja hasta el amanecer.
El segundo diagnóstico del doctor Dexter era correcto. Kaítlin había sido infectada por una siniestra bacteria, resistente a diversos fármacos, que le había disuelto la membrana del tímpano con el mismo esmero (según me dijo un doctor) que si alguien hubiera vertido un frasco de ácido en su oído. Durante el tiempo que habían tardado las múltiples dosis de fluoroquinolonas en luchar contra la infección, ésta se había extendido hasta los cartílagos y el tejido nervioso. Al anochecer siguiente, había dos cosas claras:
La primera, que la vida de Kaitlin ya no estaba en peligro. La segunda, que nunca más volvería a oír por ese oído y que, aunque el derecho estaba bien, mi hija tendría problemas auditivos.
O podría decir que fueron tres cosas las que quedaron claras, porque para el momento en que se puso el sol, Janice ya había decidido que mi ausencia era inexcusable y que no estaba preparado para perdonarme este último desliz de sentido común… a no ser que apareciera mi cadáver en la playa… y puede que ni siquiera entonces.
El interrogatorio fue de la siguiente manera.
Tres hombres muy educados llegaron a la prisión y nos pidieron disculpas por las condiciones de nuestra detención. Estaban tratando este asunto con el gobierno tailandés en nuestro nombre, “a pesar de que nosotros podíamos hablar”, pero querían que les respondiéramos a algunas preguntas.
Cómo nos llamábamos, dónde vivíamos, dónde vivían nuestros familiares en los Estados Unidos, cuánto tiempo llevábamos en Tailandia y qué estábamos haciendo aquí.
Para Hiten, todo esto tuvo que ser muy divertido. Yo me limité a contarles la verdad: que había llegado a Bangkok como desarrollador de software para una cadena hotelera americana y que, a pesar de que el contrato había finalizado hacía ocho meses, había decidido quedarme más tiempo. No mencioné que me había quedado porque pensaba escribir un libro sobre el auge y la caída de la cultura de playa de los ex-patriados en la Tierra de las Sonrisas (nombre que utilizaban las guías turísticas de Tailandia para referirse a esta zona), que en principio iba a ser una obra de no ficción, después una novela y que por fin decidí no escribirlo, ni que hacía seis semanas que mis ahorros personales se habían agotado. También les hablé de Kaitlin y de Janice, aunque se me olvidó mencionar que, sin el dinero que le había prestado su familia, en estos momentos estaríamos viviendo en la indigencia. En aquellos momentos ignoraba que mi hija había estado a punto de morir hacía tan sólo cuarenta y ocho horas.,.y si aquellos hombres lo sabían, prefirieron no compartir esa información conmigo.
El resto de las preguntas se centraron en el objeto de Chumphon: cómo habíamos sabido de su existencia, cuándo fue la primera vez que lo habíamos visto, cuánto nos habíamos aproximado a él, cuáles eran nuestras “impresiones.” Un guardia de la prisión nos observó cabizbajo mientras un médico estadounidense nos tomaba muestras de sangre y orina para analizarlas. A continuación, los hombres entrajados nos dieron las gracias y prometieron sacarnos de la cárcel lo antes posible.
Al día siguiente, el tercero, aparecieron otros caballeros educados con un montón de credenciales, que nos formularon las mismas preguntas y nos hicieron las mismas promesas.
Por fin quedamos en libertad. Nos devolvieron parte del contenido de nuestras carteras y salimos al calor y al hedor de Bangkok en algún lugar del lado malo del río Chao Phraya. Solos y sin dinero, nos dirigimos hacia la embajada, donde me dediqué a hostigar a un funcionario para que nos adelantara el dinero del viaje de ida a Chumphon y nos dejara efectuar un par de llamadas telefónicas.
Llamé a Janice a casa. Nadie respondió al teléfono, pero como era la hora de la cena, imaginé que habría salido con Kait a buscar comida. También intenté ponerme en contacto con el propietario de nuestra cabaña (un británico de pelo gris llamado Bedford), pero sólo conseguí hablar con su correo de voz. En ese momento, un amable miembro del personal de la embajada nos recordó con mordacidad que no debíamos perder nuestro autobús.
Llegué a la cabaña poco después de que oscureciera, convencido de que encontraría a Janice y a Kaitlin en su interior y de que Janice estaría enfadada hasta que le contara lo sucedido. Entonces, se produciría una llorosa reconciliación que, quizá, despertaría entre nosotros algo de pasión.
Con las prisas por regresar al hospital, Janice había dejado la puerta entreabierta. Sólo había cogido una maleta para ella y Kaitlin, pero los ladrones locales se habían encargado de llevarse todo lo demás, es decir: la comida de la nevera, mi teléfono y mi ordenador portátil.
Corrí hasta el final de la calle y desperté a mi casero, que me explicó que Kaitlin estaba enferma y que “el otro día” había visto a Janice pasando por delante de su ventana arrastrando una maleta, pero que debido al caos provocado por el monumento, había olvidado lo sucedido. Me dejó utilizar su teléfono (por lo que pasé a convertirme en un mendigo telefónico) para localizar al doctor Dexter, que me contó los detalles de la infección de Kaitlin y su viaje a Bangkok.
Bangkok. No podfa llamar a Bangkok desde el teléfono de Colin. Él mismo se apresuró a señalar que eso ora una llamada de larga distancia… y también me recordó que ya iba algo atrasado con el pago del alquiler.
Fui hasta el Fhat Duc, la supuesta tienda de anzuelos y aparejos de pesca de Hitch.
Hitch tenía sus propios problemas (no había demasiadas esperanzas de que pudiera localizar su Daimler perdida), pero me dijo que podía entrar en el almacén de la tienda (imaginé que sería un enorme y húmedo fardo de marihuana sin semilla) y hacer todas las llamadas que quisiera.
Poco después del amanecer, supe que Janice y Kaitlin habían abandonado el país.
La verdad es que no podía culparla.
Pero eso no significa que no estuviera furioso, pues lo estuve durante los seis meses siguientes. De todas formas, siempre que intentaba justificar mí enfado, mis excusas se me antojaban fútiles e inadecuadas.
Había sido yo quien la había llevado a Tailandia, a pesar de que ella prefería permanecer en los Estados Unidos y terminar el doctorado; había sido yo quien la había retenido en este lugar, a pesar de que mi contrato había finalizado; y había sido yo quien la había obligado a vivir prácticamente en la indigencia (según los cánones de pobreza que temamos los americanos en aquella época), para poder explayarme en un escenario de rebeldía y retiro que estaba más relacionado con el hecho de que no hubiera conseguido superar mi angustiosa adolescencia que con cualquier cosa relevante. Había expuesto a Kaitlin a los peligros del estilo de vida de los expatriados (aunque yo siempre había preferido pensar que estaba “ampliando sus horizontes”) y había estado ausente e ilocalizable mientras la vida de mi hija corría peligro.
Aunque no tenía ninguna duda de que Janice me culpaba de la sordera parcial de Kaitlin, sólo deseaba que Kait no me culpara también. O, por lo menos, que no lo hiciera eternamente.
Lo único que deseaba era volver a casa. Janice había regresado al hogar de sus padres, en Miniápolis, y había decidido firmemente no devolverme ninguna de las llamadas, de modo que no me quedaba más remedio que pensar que ya había iniciado los trámites del divorcio.
Y yo me encontraba a dieciséis mil kilómetros de distancia.
Después de un frustrante mes, le dije a Hitch que necesitaba regresar a los Estados Unidos, pero que mis ahorros habían tocado fondo.
Nos sentamos en un leño que había dejado la marea en la bahía. Los surfistas se movían por el mar, sin dejarse intimidar por los elevados niveles de bacterias. Resulta curioso lo tentador que puede ser el océano, incluso cuando está envenenado.
La playa estaba atestada. Chumphon se había convertido en una meca pjira los periodistas y los curiosos. Por el día, competían por enfocar con sus teleobjetivos lo que ahora se denominaba “el Objeto de Chumphon”; por la noche, intentaban regatear el precio del alcohol y el alojamiento, a pesar de que llevaban más dinero encima del que yo había visto durante un año.