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No me interesaban demasiado los periodistas y ya había empezado a odiar el monumento. No podía culpar a Janice por lo que había sucedido y me mostraba reacio a culparme a mí mismo (supongo que es comprensible). Sin embargo, podía culpar a aquel misterioso objeto que fascinaba al mundo entero.

Resulta irónico que yo empezara a odiar el monumento mucho antes que nadie. Aunque, con el paso del tiempo, la silueta de aquella gélida piedra azul se convirtió en un símbolo reconocido y odiado (o perversamente amado) por la inmensa mayoría de los humanos, en aquellos momentos yo era la única persona que lo odiaba.

Supongo que la moraleja es que la historia no siempre señala con el dedo a las buenas personas.

Y, por supuesto, que las coincidencias no existen.

—Ambos necesitamos que nos hagan un favor —me dijo Hiten, esbozando aquella sonrisa tan peligrosa—, así que podríamos hacérnoslo mutuamente. Yo podría ayudarte a regresar a casa si tú hicieras algo a cambio.

—Ese tipo de propuestas me inquietan —respondí.

—Es bueno tener una pequeña inquietud de vez en cuando.

Aquella tarde, los periódicos de lengua inglesa publicaron el texto de la inscripción que se había descubierto en la base del monumento: un secreto que todos los habitantes de Chumphon conocían desde hacía algún tiempo.

La inscripción, grabada en la columna a dos centímetros y medio de profundidad y escrita en una especie de versión simplificada de mandarín e inglés elemental, conmemoraba la victoria de una batalla. En otras palabras, aquel pilar era un monumento victorioso.

Celebraba que Tailandia meridional y Malasia se habían rendido a las fuerzas de alguien (o algo) llamado “Kuin”. Debajo del texto, aparecía la fecha de esa batalla histórica:

21 de diciembre de 2041

Es decir, dentro de veinte años.

Dos

Regresé a los Estados Unidos en un portaaviones que atracó en los puertos de Pekín, Dusseldorf, Gander y Boston (es decir, que realicé una larga vuelta al mundo con soporíferas escalas). Siguiendo la costumbre de los turistas que visitan Bangkok, llegué al aeropuerto Logan con un conjunto de maletas de diseño falso, además de un anticipo de cinco mil dólares y un compromiso desagradable, todo ello gracias a Hitch Paley. Para bien o para mal, estaba en casa.

Me quedé sorprendido de lo opulenta que parecía la ciudad de Boston después de haber pasado una temporada en las playas. Era romo si todos los quioscos y cafeterías que había en la terminal hubieran brotado después de una tormenta, como las brillantes setas de los dibujos de Disney. Allí no había nada que tuviera más de cinco años de antigüedad, ni en el aeropuerto ni en la costa del Atlántico sobre la que había sido construido. Estas instalaciones eran más jóvenes que la mayor parte de sus jefes. Después de que me realizaran un escáner no agresivo en la Aduana, crucé el enorme recinto de Llegadas para acceder a ¡a parada de taxis.

El público en genera] ya había desviado su atención del misterioso Cronolito de Chumphon (nombre que le había dado un famoso periodista científico el mes pasado). Seguía habiendo noticias, pero éstas solían aparecer en las publicaciones que se vendían en las cajas de los supermercados (tótem del Diablo o triunfo del Éxtasis) y en los infinitos periódicos electrónicos que narraban la crónica de la conspiración. Por poco comprensible que pueda parecerle a un lector contemporáneo, el mundo había preferido centrar su atención en otros asuntos más inmediatos: Brazzaville 3, las bodas de los Windsor o el intento de asesinato de la diva Lux Ebone durante el Festival de Roma de la semana pasada. Era como si todos estuviéramos esperando la llegada del acontecimiento que definiría el nuevo siglo, la llegada del objeto, persona o noción que sería completamente nuevo, Algo del Siglo Veintiuno. Sin embargo, cuando ese “algo” llegó e intentó abrirse paso a codazos por las noticias, fuimos incapaces de reconocerlo. El Cronolito era un acontecimiento insólito y misterioso, pero también desconcertante y, por lo tanto, aburrido. Lo dejamos de lado antes de completarlo, como el crucigrama del New York Times.

Para ser sincero, debo decir que el acontecimiento de Tailandia había despertado cierta inquietud, pero ésta había quedado restringida a los departamentos de inteligencia y seguridad nacionales e internacionales, puesto que el Cronolito representaba una incursión militar hostil que había sido realizada a gran escala y con gran sigilo, a pesar de que sus únicas víctimas habían sido unos cuantos miles de pinos de montaña retorcidos. Durante aquella época, la Provincia de Chumphon estuvo sometida a una estrecha vigilancia.

Pero eso no era asunto mío… y creía que podría olvidarme del tema alejándome unos miles de kilómetros hacia el oeste.

En aquel entonces, esa era nuestra forma de pensar.

Aquel otoño fue insólitamente frío. El cielo estuvo tapado por nubes de tormenta y, a finales de año, un fuerte viento martirizó a la flota pesquera. En el exterior de la estación del tren magnético, una hilera de banderas ondeaba en el aire.

Pagué al taxista, crucé el vestíbulo y compré un billete para el Expreso de la Línea Norte: Detroit, Chicago y, después de las praderas, Seattle, aunque yo sólo viajaría hasta Miniápolis. La máquina de venta automática me informó de que el embarque sería a las siete p.m. A continuación, compré un periódico y lo leí en un monitor de monedas hasta que el reloj de pared de la estación marcó las cuatro y media.

En ese momento me levanté, inspeccioné el vestíbulo en busca de actividad sospechosa (cero) y me dirigí hacia Washington Street.

A cinco manzanas al sur de la estación del magnerraíl había un viejo y diminuto local de servicios postales llamado Easy’s Packages and Pareéis.

El escaparate de aquel negocio, que no parecía demasiado próspero, estaba repleto de manchas de insectos. Mientras lo observaba, un hombre que caminaba con la ayuda de un andador de acero cruzó lentamente la puerta principal y volvió a salir, diez minutos después, con un sobre marrón en la mano. Supuse que ése era el tipo de cliente habitual de un establecimiento como el Easy: una persona de edad madura que seguía siendo lea! a lo que quedaba del Servicio Postal de los Estados Unidos.

A no ser que aquel caballero que avanzaba con la ayuda de un andador fuera un criminal disfrazado… o un policía.

¿Que si tenía remordimientos por lo que estaba a punto de hacer? Muchos… o, por lo menos, tenía dudas. Hitch me había financiado el viaje de vuelta a casa a cambio de un favor que, mientras holgazaneaba en la playa sin un duro en los bolsillos, me había parecido bastante simple. Hitch y yo nos conocíamos desde hacía casi un ario; era uno de los pocos extranjeros que residían de forma permanente en Chumphon que eran capaces de hablar de algo más interesante que las conquistas sexuales privadas o las drogas de diseño. Hitch era todo un experto en el tema de los negocios ilegales o los ingresos en negro, pero en esencia era una persona honesta y (tal y como le había repetido miles de veces a Janice) “no era un mal tipo”. Significara eso lo que significara. Confiaba en él, al menos dentro de los límites de su naturaleza.

Pero mientras observaba el Easy’s Packagespara asegurarme de que no había vigilancia policial (a pesar de que era consciente de que sería incapaz de reconocerla a no ser que el Ministerio de Hacienda alquilara una valla publicitaria para anunciar su presencia), me di cuenta de que mi decisión había sido superficial e ingenua. Hitch me había pedido que fuera al Easy, diera su nombre y recogiera “un paquete” que tendría que conservar hasta que él volviera a ponerse en contacto conmigo. Y que no le hiciera preguntas.