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Al llegar a casa, encendí las luces y cerré las persianas que mostraban los prados invernales. Para cenar calenté un pollo congelado y judías verdes, una comida que, a pesar de proletaria, olía muy bien en mi diminuta cocina. Durante la cena estuvimos viendo algunos ficheros descargados. Kaitlin no habló mucho, pero la atmósfera fue agradable.

Cuando ella miró hacia la derecha, pude ver que un nido de cabellos rubios acariciaba su oreja sorda. No estaba deformada, sino un poco arrugada allí donde los microbios le habían mordido la carne y le habían dejado unas cicatrices rosadas.

En la otra oreja llevaba un audífono que era como una diminuta concha pulida.

Después de cenar y lavar los platos, engatusé a Kaitlin para que cambiara de canal y me dejara ver los informativos.

La noticia principal procedía de Bangkok.

—Eso es lo que quería ver el señor Levy —dijo Kaitlin con sequedad cuando salió del cuarto de baño.

Efectivamente, se trataba del primer Cronolito que había caído en una ciudad; era la primera la noticia que constataba que en el Sudeste Asiático estaba sucediendo algo más importante que una anécdota del Más extraño que la ciencia.

Kaitlin se sentó a mi lado y se acurrucó sobre mis costillas mientras yo seguía viendo el programa.

La pequeña empezó a aburrirse al instante; a su edad, los niños son incapaces de comprender el trasfondo, puesto que, para ellos, todos los acontecimientos que se emiten por televisión son muy similares. Además, sólo prestan atención cuando las imágenes son despiadadas. Kaitlin se quedó impresionada, aunque desconcertada, al ver los helicópteros que sobrevolaban los edificios que había a ambas orillas del río, ahora derrumbados y cubiertos de hielo, humeando bajo la luz del sol. Los servicios informativos disponían de pocas imágenes, que repetían una y otra vez sobre una neblina de voces que intentaban calcular el número de víctimas y hacían “interpretaciones” disparatadas sobre lo ocurrido. Aquella atmósfera de confusión, miedo y negación de la evidencia que transmitían los locutores mantuvo a Kaitlin con el ceño fruncido durante unos minutos, pero poco después cerró los ojos y su respiración se estabilizó hasta convertirse en suaves y calmados ronquidos.

Kait, tú y yo estuvimos allí, pensé.

Desde el aire, el asolado Bangkok parecía un mapa de carreteras mal impreso. Reconocí el río Chao Phraya que zigzagueaba por la ciudad, el devastado distrito Rattanakosin, la antigua Ciudad Real, donde el Khlong Lawd se une con el río… y puede que aquel trozo verde fuera e! Parque Lumphini. La red vial se había convertido en un incomprensible erial de ladrillos y cascotes, metales, cartones, asfalto levantado y escarcha, todo ello centelleando por la capa de hielo que lo cubría y medio escondido entre la niebla. El hielo no había impedido que se incendiaran los conductos principales del gas, que ahora eran islas llameantes entre los escombros glaciales. Habían muerto muchas personas, según informaban con gran dolor los locutores… y tenía la certeza de que algunos de los abultados objetos que ensuciaban las calles eran cuerpos humanos.

La única estructura intacta que había en aquella zona devastada se encontraba en el mismo centro del desastre: el Cronolito.

No se parecía demasiado al que había aterrizado en Chumphon. Era más alto y más grande, tenía detalles más intrincados y había sido esculpido con mayor precisión. De todas formas, reconocí al instante la traslúcida superficie azul que podía verse allí donde los trozos de escarcha se habían desprendido de aquella piel, distinta e indiferente.

El monumento había “aterrizado” (con una gran detonación) después del anochecer, hora de Bangkok, pero las imágenes eran posteriores. Algunas mostraban la caótica noche y otras, la mañana. A medida que pasaban las horas, los servicios informativos emitieron nuevas imágenes aéreas. Habían realizado una especie de montaje de vídeo en el que se podía ver cómo el Cronolito se desprendía de su manto de humedad, condensada y helada, para dejar de ser lo que parecía (es decir, un pilar blanco monstruosamente grande e insólitamente voluminoso) y revelar lo que era en realidad: la forma estilizada de una figura humana.

Aquel objeto recordaba, más que a ninguna otra cosa, a los monumentos públicos de la Rusia estalinista, como por ejemplo, la Victoria Alada de Leningrado… o, quizá, el Coloso de Rodas que se alza a la entrada del puerto. Este tipo de estructuras resultan desalentadoras, y no sólo por su enorme tamaño, sino también por la frialdad de sus formas. El Cronolito no era una imagen, sino el bosquejo de un ser humano, e incluso su rostro lograba sugerir cierta perfección eurasiática imposible de conseguir en el mundo real. Las costras de hielo se aferraban a las bóvedas de los ojos y a las fisuras de las fosas nasales. A pesar de su aparente masculinidad, aquella figura podría representar a cualquier persona… por lo menos, a cualquiera cuya infinita seguridad en sí misma confabulara con el poder absoluto.

Supuse que era Kuin, tal y como él quería que lo viéramos.

Su abdomen se fundía en la estructura del Cronolito, que básicamente tenía forma de columna. La base del monumento, quizá de medio kilómetro de diámetro, se alzaba sobre el Chao Phraya formando cortezas de hielo allí donde se reunía con el agua. Bajo la luz del sol, éstas habían empezado a agrietarse y se estaban alejando corriente abajo, como témpanos de hielo tropicales que chocaban contra los cascos medio hundidos de los barcos turísticos.

Janice llamó a las diez, exigiendo saber qué había hecho con Kait. Miré el reloj, apreté los dientes y le pedí disculpas. Le conté cómo habíamos pasado el día y le expliqué que me había distraído viendo las noticias sobre el Cronolito de Bangkok.

—Aquella cosa —refunfuñó, como si se tratara de una noticia antigua. Y puede que para ella lo fuera: en su mente, los Cronolitos eran una amenaza generalizada y simbólica, aterradora pero distante. Parecía molesta por haberse visto obligada a recordarlos.

—Puedo llevar a Kaitlin a tu casa esta noche —le dije— o dejarla aquí hasta mañana, si te parece mejor. En estos momentos está dormida en el sofá.

—Ponle una almohada y tápala con una manta —respondió ella, como si pensara que no se me había pasado ya esa idea por la cabeza—. Supongo que seguirá durmiendo toda la noche.

Pero hice algo mejor: llevé a Kaitlin a mi cama y yo me quedé en el sofá. Estuve allí sentado casi hasta el amanecer, viendo la televisión con el volumen muy bajo. Los comentarios eran inaudibles, pero puede que así fuera mejor. Sólo quedaban las imágenes que, a medida que los periodistas se iban aproximando al lugar de la catástrofe, se hacían más complejas. Por la mañana, la inmensa cabeza de Kuin estaba coronada de nubes y la lluvia había empezado a humedecer la ciudad en llamas.

Durante el verano de aquel año (el verano que Kaitlin aprendió a montar en la bicicleta que le regalé por su cumpleaños), un tercer Cronolito cayó en el centro de Pyongyang. A partir de ese momento comenzó la verdadera Crisis Asiática.

Cuatro

El tiempo pasó.

¿Debería disculparme por estos lapsos, por saltar de un año a otro? La historia no es lineal. Discurre por prados y montañas, por ríos y mares… por corrientes subterráneas traidoras y por remolinos ocultos. Incluso se podría decir que una autobiografía es una especie de historia.

Pero supongo que eso depende del público para quien escribo… y eso es algo que aún no tengo claro. ¿A quién me dirijo? ¿A mi propia generación, que en su mayor parte ha muerto o se está muriendo? ¿A nuestros herederos, que no vivieron estos acontecimientos pero tienen que estudiarlos en sus libros de texto? ¿Acaso a una generación más distante de hombres y mujeres que, Dios mediante y por muy imposible que parezca, han podido olvidar parte de lo que sucedió durante este siglo?