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—Lo veo con los ojos de la mente, mon ami. Así, y solamente así, pudo suceder. Vamos, volvamos a la casa.

—¿Quiere ver a madame Olivier de nuevo?

Poirot sonrió de un modo curioso.

—No, Hastings, quiero verle la cara a la señora con la que nos hemos cruzado en la escalera.

—¿Quién cree que es, una familiar de madame Olivier?

—Probablemente es una secretaria, una secretaria contratada no hace mucho.

El amable monaguillo nos abrió de nuevo la puerta.

—¿Te importa decirme —dijo Poirot— cómo se llama la señora, la señora viuda, que llegó hace un momento?

—¿Madame Veroneau? ¿La secretaria de madame?

—Eso es. Haz el favor de decirle que queremos hablar con ella un momento.

El muchacho se fue y al poco tiempo reapareció.

—Lo siento, pero madame Veroneau debe de haber salido otra vez.

—Creo que no —dijo Poirot con calma—. Dile que me llamo Hércules Poirot y que es importante que la vea enseguida antes de ir a la jefatura de policía.

De nuevo se fue nuestro mensajero. Esta vez la señora bajó. Entró en el salón y la seguimos. Se volvió y levantó su velo. Con gran asombro por mi parte reconocí a nuestra antigua antagonista, una aristócrata rusa, la condesa Rossakoff, que había planeado con gran inteligencia un robo de joyas en Londres.

—En cuanto le vi en el vestíbulo, me temí lo peor —observó lastimeramente.

—Mi querida condesa Rossakoff...

Ella hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Ahora Inez Veroneau —murmuró—. Española, casada con un francés. ¿Qué quiere de mí, monsieur Poirot? Es usted un hombre terrible. Me ha seguido desde Londres. Ahora, supongo, le contará a nuestra maravillosa madame Olivier quién soy yo y continuará con su persecución. Nosotros los pobres exiliados rusos hemos de ganarnos la vida, ya sabe.

—Se trata de algo más serio que eso, madame —dijo Poirot, observándola—. Me propongo entrar en el chalet de al lado y liberar a monsieur Halliday, si todavía está con vida Lo sé todo, ya ve.

Ella se puso pálida de pronto y se mordió los labios. Sin embargo, habló con su acostumbrada firmeza.

—Todavía está vivo, pero no en el chalet. Vamos, monsieur, quiero hacer un trato con usted. La libertad para mí... y para usted el señor Halliday sano y salvo.

—Acepto —dijo Poirot—. Iba a proponerle el mismo trato. A propósito, ¿son los Cuatro Grandes sus patronos, madame?

La condesa volvió a palidecer, pero dejó sin respuesta la pregunta. En su lugar, preguntó si se le permitía telefonear, y cruzando hasta donde se hallaba el teléfono marcó un número.

—Es el número del chalet —explicó— en el que está ahora preso nuestro amigo. Puede dárselo a la policía, porque el nido estará vacío cuando lleguen. ¡Ah!, ya contestan. ¿Eres tú, André? Soy yo, Inez. El detective belga lo sabe todo. Manda a Halliday al hotel y vete.

Colgó el auricular y volvió hacia nosotros, sonriendo.

—¿Tendrá la bondad de acompañarnos al hotel, madame?

—Naturalmente. Esperaba que me lo pidiera.

Conseguí un taxi y los tres nos fuimos juntos. Por la cara que tenía Poirot, pude percibir que se hallaba perplejo. Todo resultaba demasiado fácil. Llegamos al hotel, y el portero se dirigió a nosotros.

—Ha llegado un caballero y está en sus habitaciones. Parece muy enfermo. Vino una enfermera con él pero ella se marchó enseguida.

—Perfectamente —dijo Poirot—, es un amigo mío.

Subimos juntos la escalera. Sentado en una silla al lado de la ventana estaba un individuo joven con cara demacrada que parecía hallarse en un estado de agotamiento extremo. Poirot se dirigió a él.

—¿Es usted John Halliday? —el joven asintió—. Enséñeme su brazo izquierdo. John Halliday tiene un lunar justamente debajo del codo izquierdo.

El hombre extendió su brazo. Allí estaba el lunar. Poirot se inclinó ante la condesa. Ésta se volvió y abandonó la habitación.

Una copa de coñac reanimó algo a Halliday.

—¡Dios mío! —murmuró—. He estado en el infierno... Esos hombres son como diablos. ¿Dónde está mi mujer? ¡Qué habrá pensado! Me dijeron que pensaría que... pensaría...

—No lo piensa —terció Poirot con firmeza—. Nunca perdió la fe en usted. Le esperan... ella y la niña.

—Loado sea Dios. Me parece imposible estar libre de nuevo.

—Ahora que ya se ha recuperado un poco, monsieur, me gustaría que nos contara desde el principio todo lo que le ha ocurrido.

Halliday le miró con una vaga expresión.

—No recuerdo nada —dijo.

—¿Cómo?

—¿Ha oído hablar de los Cuatro Grandes?

—Sé algo de ellos —dijo Poirot secamente.

—Usted no sabe lo que yo sé. Su poder es ilimitado. Si mantengo la boca cerrada, estaré a salvo; si digo una sola palabra, no sólo yo sino también mis seres más cercanos y queridos sufrirán de un modo espantoso. Es inútil discutir conmigo. Lo único que yo sé... es que no recuerdo nada.

Y poniéndose en pie salió de la habitación.

La cara de Poirot reflejaba su frustración.

—¿De modo que así están las cosas? —murmuró—. Los Cuatro Grandes han ganado de nuevo. ¿Qué es lo que tiene en la mano, Hastings?

Se lo entregué.

—La condesa escribió algo en este papel antes de marcharse —expliqué.

Lo leyó.

Au revoir. I.V.

Firmada con sus iniciales: I.V. Quizá no sea nada más que una coincidencia, pero, en números romanos representan un cuatro. Es extraño, Hastings, muy extraño.

Capítulo VII

Los ladrones de radio

La noche de su liberación, Halliday durmió en el hotel en la habitación contigua a la nuestra; oímos cómo gemía y protestaba constantemente durante su sueño. Sin ningún género de dudas, su experiencia en el chalet le había destrozado los nervios. Por la mañana no conseguimos obtener de él ni la menor información. Sólo repetía su declaración sobre el poder ilimitado que tenían a su disposición los Cuatro Grandes acompañándola con alusiones a su certeza de que si hablaba ellos se vengarían.

Después de comer se marchó para reunirse con su esposa en Inglaterra. Poirot y yo permanecimos en París. Yo era partidario de emplear procedimientos enérgicos, del tipo que fueran, y la pasividad de Poirot me disgustaba.

—¡Por Dios!. Poirot —le insté—, hay que pasar al ataque.

—¡Admirable, mon ami, admirable! Ir ¿a dónde?, y atacar ¿a quién? Sea más preciso, se lo ruego.

—A los Cuatro Grandes, por supuesto.

Cela va sans dire. ¿Y cómo empezaría usted?

—Acudiendo a la policía —aventuré titubeando.

Poirot sonrió.

—Nos acusarían de embusteros. No tenemos nada en qué basarnos. Hemos de esperar.

—¿Esperar a qué?

—Esperar a que ellos se muevan. Mire, en Inglaterra todos ustedes comprenden y adoran el boxeo. Si uno de los púgiles no hace un movimiento, el otro debe hacerlo; al permitir que el adversario ataque uno sabe algo de él. Ése es ahora nuestro papeclass="underline" dejar que el adversario ataque.

—¿Cree usted que lo harán? —pregunté con cierta vacilación.

—No me cabe ninguna duda de ello. Empezaron por tratar de alejarme de Inglaterra. Eso falló. Luego, en el asunto de Dartmoor, intervinimos y salvamos a su víctima del patíbulo. Y ayer, una vez más, obstaculizamos sus planes. Que no le quepa duda de que no van a dejar las cosas así.