Cuando reflexionaba sobre lo que acababa de decir Poirot, llamaron a la puerta. Sin esperar respuesta, un hombre entró en la habitación y cerró la puerta Era un individuo alto y delgado, con la nariz ligeramente ganchuda y el cutis amarillento. Llevaba un abrigo abrochado hasta la barbilla y un sombrero de fieltro echado hacia los ojos.
—Perdónenme, caballeros, por mi entrada tan poco ceremoniosa —dijo en voz baja—, pero lo que me trae aquí es algo bastante especial.
Sonriendo, avanzó hasta la mesa y se sentó junto a ella. Yo estaba a punto de saltar, pero Poirot me contuvo con un gesto.
—Como usted dice, monsieur, su entrada no ha sido muy ceremoniosa. ¿Quiere hacer el favor de decirnos a qué ha venido?
—Mi querido monsieur Poirot, es muy sencillo. Usted ha estado molestando a mis amigos.
—¿De qué modo? —Vamos, vamos, monsieur Poirot. ¿No me hará esa pregunta en serio? Lo sabe tan bien como yo.
—Depende, monsieur, de quiénes sean esos amigos suyos.
Sin decir una palabra, el hombre sacó de su bolsillo una pitillera y abriéndola tomó cuatro cigarrillos y los arrojó sobre la mesa. Luego los puso de nuevo en la pitillera y guardó ésta en su bolsillo.
—¡Vaya! —dijo Poirot—, ¿así es que se trata de eso? ¿Y qué es lo que sugieren sus amigos?
—Sugieren, monsieur, que emplee usted su talento, su considerable talento, en el descubrimiento de verdaderos crímenes, que vuelva a sus antiguas ocupaciones y resuelva los problemas de las señoras de la alta sociedad londinense.
—Un programa muy tranquilo —dijo Poirot—. ¿Y suponiendo que no esté de acuerdo?
El hombre hizo un gesto elocuente.
—Lo sentiríamos mucho, por supuesto —respondió—. Lo mismo que todos los amigos y admiradores del gran monsieur Hércules Poirot. Pero las condolencias, por conmovedoras que sean, no devuelven un hombre a la vida
—Expuesto con gran delicadeza —dijo Poirot asintiendo con la cabeza—. ¿Y suponiendo que yo aceptase?
—En ese caso estoy facultado para ofrecerle una recompensa.
Sacó un billetero y lanzó diez billetes sobre la mesa. Eran billetes de diez mil francos.
—Esto es simplemente una muestra de buena fe —aclaró—. Se le pagará diez veces esta cantidad.
Lancé una imprecación mientras me ponía en pie de un salto y dije:
—¡Cómo se atreve a pensar...!
—Siéntese, Hastings —ordenó Poirot autoritariamente—. Domine sus clásicos y honrados impulsos y siéntese. En cuanto a usted, monsieur, le diré esto. ¿Qué me impide llamar a la policía para que le detenga, mientras mi amigo evita que se escape?
—No deje de hacerlo, si lo cree conveniente —dijo con calma nuestro visitante.
—¡Oiga, Poirot! —exclamé—. No soporto esta situación. Llame a la policía y acabemos con esto.
Me levanté rápidamente, fui hacia la puerta y me quedé con la espalda contra ella.
—Es evidente que eso es lo que parece más procedente —murmuró Poirot, como si debatiera la cuestión consigo mismo.
—¿Pero no se fía usted de lo que parece más procedente, eh? —agregó nuestro visitante, sonriendo.
—Adelante, Poirot —le insté.
—La responsabilidad será suya, mon ami.
Cuando él levantó el auricular, el hombre saltó hacia mí como un gato. Yo estaba preparado para el ataque. Enseguida trabamos nuestros brazos dando tumbos por la habitación. De pronto noté que él resbalaba y vacilaba. Aproveché mi ventaja y le hice caer. Luego, cuando ya me creía victorioso, sucedió algo extraordinario. Me sentí lanzado hacia adelante. Mi cabeza se estrelló contra la pared y quedé echo un ovillo. Al punto me levanté, pero ya se había cerrado la puerta tras mi adversario. Me precipité hacia ella y la sacudí, pero estaba cerrada por fuera. Le quité el teléfono a Poirot.
—¿Recepción? Detengan a un hombre que sale en este momento. Es un hombre alto con el abrigo abrochado y un sombrero de fieltro. Lo busca la policía.
Al cabo de unos momentos oímos un ruido fuera, en el pasillo. Alguien hizo girar una llave en la cerradura y la puerta se abrió. El gerente del hotel en persona se hallaba en el umbral.
—El hombre... ¿lo han detenido? —exclamé.
—No, monsieur. No ha bajado nadie.
—Deben haberse cruzado con él.
—No nos hemos cruzado con nadie, monsieur. Es imposible que pueda haber escapado.
—Tiene usted que haberse cruzado con alguien, creo yo —dijo Poirot con su voz suave—. ¿Quizá con uno de los empleados del hotel?
—Sólo con un camarero que llevaba una bandeja, monsieur.
—¡Ah! —dijo Poirot, en un tono que quería decir muchas cosas.
Cuando por fin nos libramos de los nerviosos empleados del hotel, Poirot murmuró:
—De modo que ése fue el motivo de que llevara el abrigo abotonado hasta la barbilla.
—No sabe cuánto lo siento, Poirot —murmuré bastante alicaído—. Pensé que podría sujetarle.
—Sí, me imagino que le hizo una llave japonesa. No se aflija, mon ami. Todo salió de acuerdo con un plan: su plan. Eso es lo que yo quería.
—¿Qué es esto? —exclamé precipitándome sobre un objeto de color pardo que se hallaba en el suelo.
Era una delgada cartera de cuero, que evidentemente se le había caído del bolsillo a nuestro visitante durante la lucha. Había en ella dos facturas pagadas por el señor Felix Laon y un trozo de papel doblado que hizo que mi corazón latiese aún más deprisa. Era media hoja de un bloc de notas en la que estaban escritas a lápiz una cuantas palabras; pero esas palabras eran de suma importancia.
«La próxima reunión del consejo se celebrará el viernes en la calle de Echelles número 34, a las once de la mañana.»
Y estaba firmada con un cuatro de gran tamaño.
Estábamos a viernes, y el reloj de la repisa señalaba las diez y media.
—¡Dios mío, qué gran oportunidad! —exclamé—. ¡Qué suerte hemos tenido! Pero debemos ponernos en marcha enseguida.
—Así que ése fue el motivo de su venida —murmuró Poirot—. Ahora lo comprendo todo.
—¿Qué es lo que comprende? Vamos, Poirot, no se quede ahí soñando despierto.
Poirot me miró y movió lentamente la cabeza sonriendo mientras lo hacía.
—«¿Quieres entrar en mi salita?, le dijo la araña a la mosca» Así dice el cuento infantil inglés, ¿verdad? No, no, ellos son muy sutiles, pero no tanto como Hércules Poirot.
—¿Qué diablos insinúa, Poirot?
—Amigo mío, me he estado preguntando la razón de la visita de esta mañana. ¿Esperaba realmente nuestro visitante que aceptase su soborno o, por el contrario, quería asustarme para que abandonase mi tarea? Me parecía increíble. ¿Por qué vino entonces? Es ahora cuando comprendo todo el plan. Un plan muy ingenioso y muy bonito; la razón ostensible de sobornarme o asustarme; la imprescindible lucha que él no se molestó en evitar y que haría natural y razonable que se le cayera la cartera de cuero. Y, por último, ¡la trampa!: ¿calle de Echelles, a las once de la mañana? Creo que no, mon ami. Hercules Poirot no cae tan fácilmente en la trampa.
—¡Cielo santo! —dije entrecortadamente.
Poirot fruncía el entrecejo, como cuando no estaba satisfecho de sí mismo.
—Hay todavía una cosa que no entiendo.
—¿Cuál es?
—El momento elegido, Hastings. ¿No hubiera sido mejor atraerme de noche? ¿Por qué a esta hora tan temprana? ¿Es posible que algo esté a punto de ocurrir esta mañana? ¿Algo con respecto a lo cual están particularmente interesados de que Hércules Poirot se mantenga alejado?
Movió negativamente la cabeza
—Ya lo veremos. Me voy a quedar aquí, mon ami. Esta mañana no pienso moverme. Aguardaré aquí a que se produzcan los acontecimientos.