—Podría hacerlo.
Dos días después, Poirot volvió a nuestras habitaciones en un estado de inconcebible agitación.
—Amigo mío, ¡se ha presentado una ocasión asombrosa, sin precedentes, una ocasión que no se repetirá nunca! Pero existe un peligro, un grave peligro. No debería ni siquiera pedirle que lo intentara
Si Poirot trataba de asustarme no lo iba a conseguir de ese modo, y así se lo hice saber. Expuso entonces, con menos incoherencia, su plan.
Al parecer Ryland buscaba un secretario inglés, alguien que supiera comportarse en sociedad y tuviese buena presencia. Poirot sugirió que solicitara yo el puesto.
—Lo haría yo mismo, mon ami —explicó excusándose—. Pero, como comprenderá, para mí es casi imposible disfrazarme del modo adecuado. Hablo muy bien el inglés, salvo cuando estoy emocionado; pero mi pronunciación me traicionaría. Y aunque tuviera que sacrificar mi bigote, no me cabe duda de que seguiría siendo reconocido como Hércules Poirot.
Como sus argumentos me parecieron lógicos, le dije que estaba dispuesto a representar el papel e introducirme entre la gente de Ryland.
—Pero le apuesto diez contra uno a que no me va a contratar —observé.
—Sí, sí lo hará. Prepararé para usted tales recomendaciones que no tendrá más remedio que aceptarle. El propio ministro del interior le recomendará.
A mí me pareció que esto era llevar las cosas un poco lejos, pero Poirot rechazó mis protestas.
—Sí, le recomendará con gusto. Investigué para él un pequeño asunto que podría haber causado un grave escándalo. Todo se resolvió con discreción y delicadeza y ahora, como dicen ustedes los ingleses, se posa en mi mano como un pajarito y come las miguitas.
Lo primero que hicimos fue contratar los servicios de un artista del maquillaje. El hombrecillo tenía una curiosa manera de volver la cabeza, de un modo parecido a como lo hacen las aves. Los movimientos del propio Poirot no eran muy diferentes. Me estuvo estudiando durante algún tiempo en silencio y luego se puso a trabajar. Cuando media hora después me miré en el espejo, me quedé asombrado. Unos zapatos especiales hicieron que mi estatura aumentara por lo menos en cinco centímetros. Mi chaqueta fue reformada con objeto de darme un aspecto larguirucho, flaco y débil. La habilidosa alteración de mis cejas confirió un aspecto totalmente distinto a mi cara. Me puse almohadillas entre los dientes y los carrillos, y el intenso bronceado de mi cara desapareció, así como el bigote. A un lado de la boca destacaba un diente de oro.
—Su nombre —dijo Poirot— es Arthur Neville. Que Dios le guarde, amigo mío: mucho me temo que va usted a moverse por lugares peligrosos.
A la hora indicada por el señor Ryland, me presenté en el Hotel Savoy con el corazón latiéndome fuertemente, y pedí ver al gran magnate.
Tras aguardar unos minutos, me hicieron subir a su suite.
Ryland estaba sentado ante una mesa. Frente a él tenía abierta una carta que con el rabillo del ojo pude ver estaba escrita de puño y letra por el mismísimo ministro del interior. Era la primera vez que veía al millonario norteamericano y, sin poderlo remediar, me causó una excelente impresión. Era un hombre alto y delgado, con la barbilla prominente y la nariz ligeramente aguileña. Sus ojos brillaban fríos y grises detrás de unas cejas salientes. Tenía el pelo espeso y gris, y en la comisura de la boca llevaba, con una inclinación un tanto chulesca, un largo puro (sin el cual, como supe después, nunca se le veía).
—Siéntese —gruñó.
Me senté. Golpeó con los dedos la carta que tenía frente a él.
—Según me dicen aquí, es usted el hombre adecuado y no es necesario que yo busque más. Dígame, ¿está al tanto de las cuestiones relacionadas con la alta sociedad?
Le dije que creía poderle satisfacer en ese aspecto.
—Quiero decir que, si invito a duques, condes y vizcondes, etc. a la finca que he adquirido en el campo, ¿será usted capaz de clasificarlos correctamente y ponerlos en donde corresponda alrededor de una mesa?
—Naturalmente —repliqué, sonriendo.
Siguió examinándome durante algunos minutos y por último me contrató. Lo que deseaba el señor Ryland era un secretario que estuviera familiarizado con la sociedad inglesa. Ya tenía un secretario y una taquígrafa norteamericanos.
Dos días después fui a Hatton Chase, la residencia del duque de Loamshire, que el norteamericano millonario había alquilado por un período de seis meses.
Mis obligaciones no representaron para mí dificultad alguna. En cierta época de mi vida había sido secretario particular de un antiguo diputado del parlamento, por lo que el papel que tenía que desempeñar me resultaba bastante familiar. Aunque el señor Ryland solía tener muchos invitados durante el fin de semana, los restantes días eran relativamente tranquilos. Veía poco al señor Appleby, el secretario norteamericano, pero me pareció un joven normal y agradable, muy eficiente en su trabajo. Aún veía menos a la señorita Martin, la taquígrafa. Se trataba de una bonita muchacha de unos veintitrés o veinticuatro años, con pelo castaño rojizo y ojos pardos que en algunas ocasiones podían parecer traviesos: bien es verdad que la mayor parte de las veces la joven bajaba formalmente la mirada. Me pareció que su jefe no era santo de su devoción, aunque, por supuesto, tenía un buen cuidado de no dejar traslucir sus sentimientos. Sin embargo, llegó un momento en que inesperadamente me hizo depositario de su confianza.
Yo, claro está, había estudiado cuidadosamente a todos los miembros de la casa. Algunos de los sirvientes habían sido contratados recientemente: uno de los criados, al parecer, y algunas de las doncellas. El mayordomo, el ama de llaves y el cocinero pertenecían al personal del duque, y habían accedido a seguir en la casa. Descarté a las doncellas por parecerme poco importantes. Examiné muy cuidadosamente a James, el segundo lacayo; pero estaba claro que no era más que un lacayo de segunda clase y solamente eso. Había sido contratado, por supuesto, por el mayordomo. Una de las personas que menos confianza me inspiró fue Deaves, el ayuda de cámara de Ryland, a quien éste se había traído de Nueva York. Aunque inglés de nacimiento y de modales irreprochables, yo abrigaba sin embargo vagas sospechas en relación con su persona.
Llevaba ya tres semanas en Hatton Chase y no se había producido ninguna clase de incidente con el que yo pudiera fundamentar nuestra teoría. No existía ningún indicio de las actividades de los Cuatro Grandes. Aunque el señor Ryland era un hombre de una fuerza y personalidad arrolladoras llegué a creer que Poirot había cometido una equivocación al relacionarlo con aquella terrible organización. De un modo casual oí incluso cómo hablaban de Poirot una noche durante la cena.
—Dicen que es un tipo extraordinario; pero a mí me parece más bien una persona que desiste fácilmente de lo que ha comenzado. ¿Que cómo lo sé? Hice un trato con él y me dejó plantado en el último minuto. No quiero saber nada más de ese monsieur Hércules Poirot de ustedes.
En momentos como aquéllos era cuando me parecían más fastidiosas las almohadillas que llevaba entre los dientes y los carrillos.
Por entonces, la señorita Martin me contó una historia bastante curiosa. Ryland había ido a pasar el día a Londres, y se había llevado consigo a Appleby. La señorita Martin y yo paseábamos por el jardín después del té. La joven me gustaba mucho por su modo de ser, natural y poco afectado. Comprendí que había algo que le preocupaba y ese algo salió por fin a la luz en la conversación.
—¿Sabe, comandante Neville —me dijo—, que estoy pensando en abandonar este empleo?
Me mostré algo asombrado y ella continuó atropelladamente.
—¡Ya sé que en cierto modo es estupendo conseguir un empleo así! Supongo que la mayoría de las personas me considerarían tonta por abandonarlo. Pero no soporto los malos tratos, comandante Neville. Escuchar palabrotas como si estuviéramos entre carreteros es más de lo que puedo aguantar. Ningún caballero haría tal cosa.