—¿Y bien?
—Pues que la deducción exactamente contraria era también posible. Era igualmente fácil que alguien suplantara al tío.
—¿Cómo?
—Savaronoff murió al estallar la Revolución. El hombre que pretendía haber escapado de tan terribles penalidades, el hombre que estaba tan cambiado «que sus propios amigos apenas lo podían reconocer», el hombre que reclamó y obtuvo una enorme fortuna...
—Sí. ¿Quién era?
—El Número Cuatro. No es de extrañar que se asustara cuando Sonia le dijo que había escuchado una de sus conversaciones privadas sobre los «Cuatro Grandes». De nuevo se me ha escapado de entre las manos. Adivinó que al final yo había dado con la verdadera pista, por lo que envió al honrado Iván a un tortuoso recado quimérico, cloroformizó a la muchacha y escapó. A estas horas habrá realizado la mayor parte de los valores que le dejó madame Gospoja.
—Entonces ¿quién fue el que intentó matarle?
—Nadie intentó matarle. Wilson fue desde el principio la víctima prevista.
—Pero, ¿por qué?
—Amigo mío, Savaronoff era el segundo gran jugador del mundo. Lo más probable es que el Número Cuatro ni siquiera conociera los rudimentos del ajedrez. Le era imposible jugar una partida de esa categoría. Trató de poner en práctica todo lo que sabía para evitar el desafío. Al fracasar, el destino de Wilson estaba decidido. Debía evitarse a toda costa que se descubriera que el gran Savaronoff no sabía jugar al ajedrez. A Wilson le gustaba mucho la apertura Ruy López y era seguro que la utilizaría. El Número Cuatro dispuso que la muerte llegara a la tercera jugada, antes de que surgieran las complicaciones de la defensa.
—Pero, mi querido Poirot —insistí—, ¿nos enfrentamos con un loco? He seguido el hilo de su razonamiento y admito que debe usted tener razón, pero... ¡matar a un hombre simplemente para mantener una apariencia! Creo que debe haber medios más sencillos para salvar una dificultad como ésa. Podía haber dicho que el médico le había aconsejado que se mantuviera apartado de las tensiones que producen las partidas.
Poirot arrugó la frente.
—Certainement, Hastings —dijo—, había otras soluciones, pero ninguna tan convincente. Además, usted parte de la suposición de que siempre hay que evitar el matar a un hombre, ¿no es así? La mente del Número Cuatro no funciona de ese modo. Yo me pongo en su lugar, cosa que a usted le es imposible. Procuro imaginar sus pensamientos. El disfrutar con su papel de maestro en esa partida. Sin duda ha asistido a otros torneos de ajedrez. Se sienta y frunce el entrecejo como si estuviera pensando; da la impresión de que medita grandes planes, y desde el principio hasta el fin se está riendo por dentro. Es consciente de que sólo conoce dos jugadas y de que eso es todo lo que necesita saber. Una vez más, le gusta prever los acontecimientos y hacer que su rival sea su propio ejecutor en el momento exacto en que le venga bien al Número Cuatro... Sí, Hastings, empiezo a comprender la psicología de nuestro amigo.
Me encogí de hombros.
—Bueno, supongo que tiene razón, pero no consigo comprender cómo alguien esté dispuesto a correr un riesgo que puede evitar fácilmente.
—¡Riesgo! —bufó Poirot—. ¿Dónde está el riesgo? ¿Seria capaz Japp de resolver el problema? No. Si el Número Cuatro no hubiera cometido una pequeña equivocación no correría ningún riesgo.
—¿Y cuál fue su equivocación? —pregunté, aunque ya suponía cuál era la respuesta.
—Mon ami, se olvidó de las células grises de Hércules Poirot.
Poirot tiene sus virtudes, pero la modestia no es precisamente una de ellas.
Capítulo XII
Una trampa con un cebo
Estábamos a mediados de enero, en un característico día de invierno londinense, húmedo y sucio. Poirot y yo nos hallábamos sentados en sendos sillones bien arrimados al fuego. Yo era consciente de que mi amigo me miraba con una sonrisa burlona, cuyo significado me era imposible penetrar.
—Daría cualquier cosa por saber en qué está usted pensando —dije a la ligera.
—Pensaba, amigo mío, que cuando usted llegó mediado el verano, me dijo que se proponía pasar en este país un par de meses tan sólo.
—¿Dije eso? —pregunté con cierto embarazo—. No lo recuerdo.
La sonrisa de Poirot se hizo más amplia.
—Pues lo dijo, mon ami Desde entonces ha cambiado sus planes, ¿no es así?
—Sí... en efecto.
—¿Y por qué?
Lancé una imprecación y añadí:
—No creerá usted, Poirot, que voy a dejarle solo cuando se enfrenta con algo tan serio como los Cuatro Grandes, ¿verdad?
Poirot asintió suavemente con la cabeza.
—Eso es precisamente lo que pensaba. Usted es un amigo fiel, Hastings. Se ha quedado aquí para ayudarme. Y su esposa, la pequeña Cenicienta como usted la llama, ¿qué dice de todo esto?
—No se lo he contado con detalle, por supuesto, pero lo comprende. Ella sería la última en desear que le volviera la espalda a un amigo.
—Sí, sí, ella es también una amiga leal. Pero es posible que este asunto tarde bastante en resolverse.
Yo asentí, algo desalentado.
—Ya han pasado seis meses —dije pensativo—. ¿Y dónde nos encontramos? Usted sabe, Poirot que no puedo evitar el pensamiento de que debiéramos... bueno, hacer algo.
—¡Siempre tan enérgico, Hastings! ¿Y qué es exactamente lo que usted quisiera que hiciese?
Aunque ésta era una pregunta difícil, yo no pensaba cambiar de actitud.
—Debemos pasar a la ofensiva —insté—. ¿Qué hemos hecho durante todo este tiempo?
—Más de lo que usted cree, amigo mío. Después de todo, hemos establecido la identidad del Número Dos y del Número Tres y conocemos bastante bien los modos y métodos que emplea el Número Cuatro.
Me animé un poco. Tal como lo expresaba Poirot, las cosas no iban tan mal.
—No le quepa duda, Hastings: hemos adelantado mucho. Es verdad que no estoy en situación de acusar ni a Ryland ni a madame Olivier... ¿quién me iba a creer? ¿Recuerda que hubo un momento en que pensé que había acorralado a Ryland? Sin embargo, he dado a conocer mis sospechas en ciertas esferas, de las más altas. Lord Aldington, que me contrató para que le ayudara en el asunto del robo de los planos del submarino, conoce perfectamente toda mi información respecto a los Cuatro Grandes; aunque es posible que los demás tengan dudas, él tiene fe en mí. Aunque Ryland, madame Olivier y el propio Li Chang Yen sigan actuando como de costumbre, todos sus movimientos son seguidos puntualmente.
—¿Y el Número Cuatro? —pregunté.
—Como acabo de decir, estoy empezando a conocer y a entender sus métodos. Puede usted sonreír, Hastings; pero ahondar en la personalidad de un hombre, saber exactamente lo que hará en determinadas circunstancias... ése es el principio del éxito. Es un duelo entre nosotros dos. Y mientras él está descubriéndome constantemente su mentalidad, yo me esfuerzo en que sepa lo menos posible de la mía. Él se halla en plena luz, yo en la sombra. Le digo, Hastings, que cada día que paso aparentemente inactivo crece el temor que sienten hacia mí. —En cualquier caso, nos han dejado en paz —observé—. No han vuelto a atentar contra su vida, Poirot, ni nos han tendido emboscadas de ninguna clase.
—Así es —dijo Poirot pensativamente—. Y a decir verdad eso me sorprende un poco. Tanto más cuanto que existen varios modos evidentes de atacarnos en los que es indudable que ellos tienen que haber pensado ya. ¿Se da cuenta de lo que quiero decir?
—¿Está pensando en alguna máquina infernal? —aventuré.