Poirot chasqueó la lengua haciendo ostensible su impaciencia.
—¡No, hombre, no! Apelo a su imaginación y no se le ocurre sugerir nada más sutil que bombas en la chimenea. Bueno, necesito unas cerillas. Voy a dar una vuelta a pesar del mal tiempo que hace. Perdone, amigo mío, pero ¿es posible que pueda usted leer simultáneamente El futuro de la Argentina, Espejo de la sociedad, La cría de ganado, El ovillo de color carmesí y Los deportes en las Montañas Rocosas?
Me eché a reír y admití que el único libro que en aquel momento atraía mi atención era El ovillo de color carmesí. Poirot movió la cabeza tristemente.
—¡Pues ponga los otros en la estantería! ¿Será posible que nunca le vea aplicar un orden y un método? Mon dieu, ¿para qué sirve entonces una estantería?
Me excusé humildemente y Poirot, después de colocar cada uno de los ofensivos libros en su sitio, salió y me dejó disfrutar sin interrupciones del volumen elegido.
Debo admitir, sin embargo, que estaba medio dormido cuando la señora Pearson llamó a la puerta y me despertó.
—Un telegrama para usted, señor.
Sin demasiado interés, rasgué el sobre anaranjado.
Luego me sentí como si me hubiera quedado petrificado.
Se trataba de un cable de Bronsen, el administrador de mi rancho sudamericano, y decía lo siguiente:
Señora Hastings desaparecida ayer. Temo haya sido raptada por una banda que se denomina a sí misma los Cuatro Grandes. Cablegrafíe instrucciones. Policía alertada pero no hay pista todavía.
Bronsen.
Con un gesto le indiqué a la señora Pearson que podía marcharse y me senté para leer atónito una y otra vez el contenido del cable. ¡La Cenicienta raptada! ¡En manos de los infames Cuatro Grandes! ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer yo?
¡Poirot! Tenía que ver inmediatamente a Poirot. Él me aconsejaría. Los vencería de un modo o de otro. Dentro de unos minutos estaría de regreso. Debía esperar pacientemente hasta entonces. Pero Cenicienta... ¡en poder de los Cuatro Grandes!
Se oyó otra llamada a la puerta. La señora Pearson asomó su cabeza una vez más.
—Una nota para usted, señor. La ha traído un chino que está esperando abajo.
Se la arrebaté de las manos. Era una nota escrita con brevedad y sin rodeos.
«Si desea ver de nuevo a su esposa acompañe inmediatamente al portador de esta nota. No deje ningún mensaje a su amigo. De lo contrario, ella sufrirá las consecuencias.»
Estaba firmada con un gran cuatro.
¿Qué debía hacer? ¿Qué hubiera hecho cualquiera en mi lugar?
No disponía de tiempo para pensar. Sólo tuve en cuenta una imagen: Cenicienta en poder de aquellos diablos. Debía obedecer. No podía arriesgar ni un solo cabello de su cabeza. Debía acompañar a aquel chino y seguirle hasta donde me condujese. Era una trampa, de eso no cabía duda, y suponía mi captura y posiblemente mi muerte; pero me habían puesto como cebo a la persona que más quería yo en el mundo y no me atreví a vacilar.
Lo que más me molestaba era no poder dejar ni una sola palabra para Poirot. Podía ponerle sobre mi pista y quizá saliera todo bien. ¿Debería arriesgarme? En apariencia no estaba sometido a vigilancia, pero aun así dudé. Para el chino hubiera sido muy fácil subir y asegurarse de que me atenía a las órdenes que se me indicaban en la carta. ¿Por qué no lo hizo? Su abstención aumentó mis sospechas. Había recibido tantas pruebas de la omnipotencia de los Cuatro Grandes que les atribuía poderes casi sobrehumanos. Teniendo en cuenta lo que sabía de ellos, incluso la pequeña y andrajosa sirvienta podría ser uno de sus agentes.
No, no debía arriesgarme. Pero sí que podía hacer una cosa: dejar el telegrama. Él sabría entonces que la Cenicienta había desaparecido y a quién se debía su desaparición.
Todo esto pasó por mi imaginación en un tiempo menor del que se tarda en contarlo, y en poco más de un minuto me había puesto el sombrero y bajaba las escaleras.
El portador del mensaje era un chino alto e impasible, vestido con ropas limpias pero algo viejas. Hizo una inclinación y me habló. Su inglés era perfecto, aunque no podía evitar una ligera entonación cantarina.
—¿Es usted el capitán Hastings?
—Sí —repliqué.
—Déme la nota, por favor.
Había previsto esta exigencia y le entregué el trozo de papel sin decir una palabra. Pero esto no fue todo.
—¿Recibió un telegrama, verdad? ¿Lo acaba de recibir de América de Sur, no es así?
Aunque quizá fuera tan sólo una sagaz suposición por parte del chino, de nuevo tuve ocasión de comprobar la excelencia de su sistema de espionaje. Bronsen estaba obligado a cablegrafiarme. Ellos esperarían hasta que me fuera entregado el cablegrama para actuar despiadadamente a continuación.
No tenía ningún objeto negar lo que era una verdad palpable.
—Sí —dije—. Recibí un telegrama.
—Tráigalo, por favor. Tráigalo inmediatamente.
Me rechinaron los dientes, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Subí corriendo la escalera y mientras lo hacía pensaba en confiarme a la señora Pearson, por lo menos en lo que se refería a la desaparición de Cenicienta. Se hallaba en el descansillo de la escalera, pero muy cerca de ella estaba una criada y vacilé. Si la mujer fuera una espía... las palabras de la nota saltaban a mis ojos: «...ella sufrirá las consecuencias». Entré en el cuarto de estar sin hablar.
Recogí el telegrama y estaba a punto de salir de nuevo cuando tuve una idea. ¿No podía dejar algún indicio que no significase nada para mis enemigos pero que Poirot pudiera encontrar significativo? Me abalancé hacia la estantería de libros y tiré cuatro de ellos al suelo. Poirot no dejaría de verlos, y después de su pequeña reconvención el hecho habría de parecerle inusitado. A continuación eché una paletada de carbón en el hogar y me las compuse para formar cuatro montones en el emparrillado. Había hecho todo lo que estaba en mi mano y rogaba a Dios que Poirot interpretara bien aquellos signos.
Bajé precipitadamente la escalera. El chino me pidió el telegrama, lo leyó, lo guardó en su bolsillo y con un movimiento de la cabeza me indicó que le siguiera
Fue una larga y fatigosa marcha. Tomamos un autobús y fuimos también durante un trecho considerable en tranvía. Nuestro camino nos conducía constantemente hacia el este. Atravesamos barrios extraños cuya existencia ni siquiera había sospechado. Me di cuenta de que marchábamos siguiendo una línea paralela a la de los muelles y de que por fin entrábamos en el corazón del barrio chino.
No pude evitar un estremecimiento. Sin embargo, mi guía continuaba andando trabajosamente, doblando esquinas y serpenteando a través de calles miserables y caminos inesperados. Por fin se detuvo en una casa ruinosa y golpeó cuatro veces en la puerta.
Abrió inmediatamente otro chino que se hizo a un lado para que pudiéramos pasar. El ruido que hizo la puerta al cerrarse tras de mí fue como un toque de difuntos para mis últimas esperanzas. Era indudable que estaba en poder del enemigo.
El segundo chino se hizo cargo de mí. Me condujo por unas desvencijadas escaleras hasta un sótano lleno de fardos y barriles que despedían un penetrante olor, como de especias orientales. Me sentí completamente envuelto en el ambiente tortuoso, sutil y siniestro del Oriente...
De pronto mi guía apartó los barriles y vi una abertura en la pared que daba acceso a un túnel de baja altura. Me hizo señas de que siguiera adelante. El túnel era bastante largo y tan bajo que tuve que seguir avanzando agachado. Al fin, sin embargo, se ensanchó para convertirse en un corredor y pocos minutos después nos encontramos en otro sótano.
El chino que me conducía se adelantó y golpeó cuatro veces en una de las paredes. Toda una sección del muro giró, dejando al descubierto una puerta estrecha. Pasé a través de ella y con gran asombro por mi parte me encontré en una especie de palacio de las Mil y Una Noches. Era una amplia cámara subterránea de techo bajo, adornada con ricas sedas orientales, brillantemente iluminada y con un olor a perfumes y especias. Había cinco o seis divanes cubiertos de seda y magníficas alfombras de artesanía china cubrían el suelo. En un extremo de la habitación había una especie de alcoba separada con cortinas. De detrás de ésta llegó una voz.