—¿Has traído a nuestro honorable huésped?
—Excelencia, aquí está —replicó mi guía.
—Haz pasar a nuestro huésped —fue la respuesta.
Una mano invisible descorrió las cortinas y me encontré frente a un inmenso diván en el que se hallaba sentado un alto y delgado oriental vestido con ropas maravillosamente bordadas. A juzgar por la longitud de las uñas de los dedos, se trataba de un hombre importante.
—Siéntese, se lo ruego, señor Hastings —dijo, acompañando estas palabras con un ademán—. Me agrada comprobar que ha accedido a mi petición de venir inmediatamente.
—¿Quién es usted? —pregunté—. ¿Li Chang Yen?
—Claro está que no. No soy sino el más humilde de sus servidores. Cumplo sus mandatos, eso es todo... como lo hacen otros muchos de sus servidores en otros países... en América del Sur, por ejemplo.
Di un paso hacia adelante.
—¿Dónde está mi esposa? ¿Qué han hecho ustedes?
—Se halla en lugar seguro, en donde nadie puede encontrarla. Hasta ahora no ha sufrido daño alguno. Observe que digo hasta ahora.
Al verme frente a este demonio sonriente un frío estremecimiento recorrió mi columna vertebral.
—¿Qué quieren ustedes? —exclamé—. ¿Dinero? —Mi querido señor Hastings. Puedo asegurarle que no tenemos puestas nuestras miras en sus pequeños ahorros. Perdone, pero no es una sugerencia muy inteligente por su parte. Me figuro que su colega no la habría hecho.
—Supongo —dije penosamente— que querían ustedes atraparme en su tela de araña. Pues bien, lo han conseguido. He venido aquí con los ojos abiertos. Hagan lo que quieran conmigo y libérenla. Ella no sabe nada y no tiene ninguna utilidad para ustedes. La han utilizado para atraparme. De acuerdo; ya lo han conseguido y ello zanja la cuestión.
El sonriente oriental se acarició su lisa mejilla, observándome de refilón con sus ojos estrechos.
—Corre usted demasiado —dijo como ronroneando—. Eso no zanja nada en absoluto. En realidad, el «atraparle», como dice, no es realmente nuestro objetivo. Pero a través de usted confiamos en atrapar a su amigo monsieur Hércules Poirot.
—Me temo que eso no lo conseguirán —dije con una risa contenida
—Lo que sugiero es esto —prosiguió el chino como si no me hubiera oído—: escribirá a monsieur Poirot una carta que le inducirá a venir apresuradamente a reunirse con usted.
—No haré tal cosa —exclamé furiosamente.
—Las consecuencias de su negativa serán sumamente desagradables.
—¡Al diablo con las consecuencias!
—¡La alternativa podría ser la muerte!
Aunque un desagradable estremecimiento corrió por mi espalda, hice un esfuerzo por conservar una actitud insolente.
—No sirve de nada amenazarme ni intimidarme. Guarde sus amenazas para los chinos cobardes.
—Mis amenazas son muy reales, señor Hastings. Le vuelvo a preguntar, ¿escribirá esa carta?
—No lo haré, y lo que es más, usted no se atreverá a matarme. En seguida tendría a la policía detrás.
Inmediatamente mi interlocutor dio una palmada. Aparecieron dos sirvientes chinos y me maniataron ambos brazos. Su jefe les dijo algo que no pude entender y me arrastraron por el suelo hasta un lugar situado en un rincón de la gran cámara. Uno de ellos se agachó y de pronto, sin el menor aviso, el piso cedió bajo mis pies. De no haber sido porque el otro hombre me sujetó me hubiera precipitado por la abertura que había debajo de mí. Era negra como la tinta y pude oír el ruido del agua que corría por el fondo.
—El río —dijo mi interrogador desde el diván—. Piénselo bien, capitán Hastings. Si se niega de nuevo, irá de cabeza a la eternidad; encontrará la muerte en las oscuras aguas que corren por ahí abajo. Por última vez, ¿escribirá esa carta?
No soy más valiente que el común de los hombres. He de confesar francamente que estaba mortalmente asustado. Aquel demonio chino hablaba en serio; de eso podía estar seguro. Era el adiós a este amable viejo mundo. Sin poderlo remediar, mi voz vaciló un poco cuando respondí:
—¡Por última vez, no! ¡Al diablo con su carta1
Luego, involuntariamente, cerré los ojos y recé en voz baja.
Capítulo XIII
El ratón cae en la trampa
A lo largo de una vida no es frecuente que el hombre se halle al borde de la eternidad, pero cuando pronuncié aquellas palabras en aquel sótano del East End londinense estaba completamente seguro de que eran las últimas que salían de mis labios en esta vida Me preparé para el choque con aquellas aguas tenebrosas que corrían por debajo y experimenté por anticipado el horror de la caída.
Sin embargo, con gran sorpresa por mi parte pude oír unas carcajadas emitidas en tono grave. Abrí los ojos. Obedeciendo una señal del hombre del diván, mis dos carceleros me llevaron al lugar que antes había ocupado frente a él.
—Es usted un hombre valiente, señor Hastings —dijo—. Los hombres de Oriente sabemos valorar la valentía He de confesar que esperaba que usted se comportase tal como lo ha hecho. Eso nos lleva al segundo acto de su pequeño drama. Ha sabido enfrentarse con su propia muerte, pero... ¿se enfrentará de igual modo con la muerte ajena?
—¿Qué quiere decir? —pregunté con voz ronca al tiempo que un miedo horrible me invadía.
—Supongo que no se habrá olvidado de la dama que está en nuestro poden la Rosa del Jardín.
Mudo de angustia, le miré fijamente.
—Creo, señor Hastings, que escribirá esa carta. Mire, aquí tengo un impreso de cablegrama. El mensaje que escribiré dependerá de usted y significará la vida o la muerte para su esposa.
La frente se me inundó de sudor. Mi torturador prosiguió sonriendo amistosamente y hablando con perfecta sangre fría:
—Vamos, capitán, sólo tiene que empuñar la pluma y escribir. Si no lo hace...
—¿Si no lo hago? —pregunté.
—Si no lo hace, la mujer que usted ama, morirá... y morirá lentamente. Mi jefe, Li Chang Yen, se divierte en sus ratos de ocio ideando nuevos e ingeniosos métodos de tortura...
—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Es usted el diablo! Eso no... usted no puede hacer eso... —¿Quiere que le describa algunos de sus dispositivos?
Sin ocuparse de mi grito de protesta, sus palabras fluyeron uniforme y serenamente hasta que con un grito de horror me tapé los oídos con las manos.
—Ya veo que es suficiente. Tome la pluma y escriba.
—No se atreverá ...
—Dice tonterías y usted lo sabe. Tome la pluma y escriba.
—¿Qué sucederá si lo hago?
—Su esposa quedará libre. Haré que envíen el cable inmediatamente.
—¿Cómo sabré que no me engaña?
—Se lo juro sobre las tumbas sagradas de mis antepasados. Además, juzgue por sí mismo: ¿por qué habría de desearle ningún daño? Nos habremos limitado a satisfacer nuestros objetivos.
—¿Y... y Poirot?
—Estará a salvo hasta que hayamos terminado nuestras actividades. Luego le dejaremos marchar.
—¿Jura también esto sobre las tumbas de sus antepasados?
—Lo he jurado una vez. Eso debe bastarle.
Me dio un vuelco el corazón. Estaba traicionando a mi amigo, ¿para qué? Por un momento dudé. Ante mis ojos surgió la terrible alternativa como una pesadilla. Cenicienta, en manos de estos demonios chinos, siendo torturada lentamente hasta morir...