Un gemido subió hasta mis labios. Empuñé la pluma. Quizá redactando cuidadosamente la carta pudiera transmitirle a Poirot un aviso. Era sólo una esperanza, una esperanza que no iba a tardar en desvanecerse sino un momento. La voz del chino surgió afable y cortés.
—Permítame que se la dicte.
Hizo una pausa. Consultó un puñado de notas y luego me dictó las palabras que siguen:
Querido Poirot: creo que estoy sobre la pista del Número Cuatro. Esta tarde vino a verme un chino y logró atraerme hasta aquí con un mensaje falso. Afortunadamente descubrí el engaño a tiempo y conseguí escabullirme. Luego se volvieron las tornas contra él y me las arreglé para seguirle por mi propia cuenta, y puedo decirle que lo hice a conciencia. He conseguido que un joven inteligente le lleve este mensaje. ¿Querrá hacer el favor de entregarle media corona? Eso os lo que le he prometido si consigue entregarle esta nota. Estoy vigilando la casa y no me atrevo a moverme de aquí. Esperaré hasta las seis de la tarde y si para entonces no ha venido usted trataré de entrar en la casa yo solo. No debemos perder esta gran oportunidad y, por supuesto, el muchacho pudiera no encontrarle. Pero si lo hace, haga que le traiga aquí inmediatamente. Y cúbrase esos preciosos bigotes por si alguien estuviera vigilando y le reconociera. Suyo,
A.H.
Cada palabra que escribía me hundía más profundamente en la desesperación. El plan era diabólicamente perfecto. Comprendí con qué perfección debían conocer cada detalle de nuestras vidas. La carta que me acababan de dictar podría haber sido escrita por mí. El saber que el chino que había ido a visitarme aquella tarde se había esforzado en «traerme hasta aquí con un mensaje falso» anulaba todas las ventajas que pudieran derivarse de la «señal» que le había dejado a Poirot con los cuatro libros. Se trataba de una trampa y yo me había dado cuenta de ello: eso era lo que Poirot pensaría También el momento estaba inteligentemente planeado. Al recibir la nota, Poirot tendría el tiempo justo para salir precipitadamente en compañía de su guía de aspecto inocente. Mi decisión de entrar en la casa le haría venir a toda prisa. Desde siempre había sentido una ridícula desconfianza hacia mis aptitudes. Estaría convencido de que iba a correr un peligro al no estar a la altura de la situación y vendría a toda prisa para hacerse cargo del mando de la operación.
Pero no había nada que hacer. Escribí lo que se me ordenó. Mi raptor tomó en sus manos la nota, la leyó, asintió con la cabeza en señal de aprobación y se la entregó a uno de los silenciosos servidores, que desapareció con ella detrás de uno de los tapices de seda de la pared que ocultaba una puerta.
Con una sonrisa, el hombre que tenía frente a mí tomó un formulario de cablegrama y después de rellenarlo me lo pasó.
Leí: «Suelten el pájaro blanco inmediatamente».
Di un suspiro de alivio.
—¿Lo enviará enseguida? —le insté.
Sonrió y negó con la cabeza.
—Lo enviaré cuando monsieur Hércules Poirot esté en mi poder. Hasta entonces no.
—Pero usted prometió...
—Si este plan fallase, tendría necesidad de nuestro pájaro blanco para persuadirle a usted e incitarle para que realizase ulteriores esfuerzos.
Me puse blanco de ira.
—¡Dios mío! Si usted...
Hizo un gesto con su mano larga, delgada y amarilla.
—Esté tranquilo. No creo que el plan falle. En el momento en que monsieur Poirot se halle en nuestras manos, cumpliré mi juramento.
—Si me engañase...
—Se lo he jurado por mis honorables antepasados. No tenga ningún temor. Quédese aquí entre tanto. Mientras estoy ausente mis criados le atenderán si necesita alguna cosa.
Me quedé solo en aquel extraño y lujoso nido subterráneo.
El segundo criado chino reapareció. Me trajeron algo de comer y de beber y me lo ofrecieron; yo lo rechacé. En el fondo me sentía enfermo... muy enfermo...
Fue entonces cuando reapareció el jefe con sus ropas de seda, alto y señorial. Él era quien dirigía las operaciones. Ordenó que a través del sótano y del túnel fuera llevado a la casa por la que había entrado. Una vez allí me hicieron entrar en una habitación situada a nivel del suelo. Aunque las ventanas tenían las persianas cerradas, a través de las rendijas se podía ver la calle. En la acera opuesta se hallaba un viejo andrajoso; cuando le vi hacer una señal dirigida a la ventana, comprendí que se trataba de uno de los miembros de la banda, en misión de vigilancia.
—Está bien —dijo mi amigo chino—. Hércules Poirot ha caído en la trampa. Viene hacia aquí... y no le acompaña nadie más que el muchacho que le guía Ahora, señor Hastings, tiene que desempeñar todavía un papel más. Si no le ve, no entrará en la casa. Cuando llegue a la parte de enfrente de la calle usted saldrá al umbral de la puerta y le indicará por señas que entre.
—¿Cómo? —exclamé, irritado.
—Este papel lo desempeña usted solo. Recuerde cuál es el precio del fracaso. Si Hércules Poirot sospecha que algo está fuera de lugar y no entra en la casa, su esposa sufrirá las setenta muertes lentas. ¡Ah! Aquí está.
Con el corazón en la garganta y lleno de angustia miré a través de las rendijas de la persiana. En la figura que se acercaba por el lado opuesto de la calle reconocí enseguida a mi amigo, aunque llevaba vuelto hacia arriba el cuello de su abrigo y una enorme bufanda amarilla le ocultaba la parte inferior del rostro. Eran inconfundibles su manera de andar y su cabeza ovalada.
Poirot venía en mi ayuda con toda su buena fe, sin sospechar nada anómalo. Junto a él se hallaba un característico golfillo londinense, con la cara sucia y las ropas andrajosas.
Poirot se detuvo y miró hacia la casa, mientras el muchacho se la mostraba. Había llegado el momento de que yo actuara. Salí al vestíbulo. A una señal del chino alto, uno de los criados abrió la puerta.
—Recuerde el precio del fracaso —dijo mi enemigo con voz baja.
Crucé el umbral e hice una seña a Poirot. Él se apresuró a atravesar la calle.
—¡Vaya! De modo que está todo bien, amigo mío. Empezaba a sentirme intranquilo. ¿Consiguió entrar? Entonces, ¿está vacía la casa?
—Sí —dije con voz baja, esforzándome para que pareciera natural—. Debe haber una salida secreta en alguna parte. Entre y la buscaremos.
Volví a cruzar el umbral y Poirot se dispuso a seguirme inocentemente.
Fue entonces cuando me vino una idea a la cabeza. Comprendí claramente el papel que estaba desempeñando: el de Judas.
—¡Atrás, Poirot! —exclamé—. Sálvese. Es una trampa. No se preocupe por mí. Huya enseguida.
No había acabado aún de gritar cuando unas manos me atenazaron férreamente. Uno de los criados chinos saltó por delante de mí para apresar a Poirot.
Vi que este último saltaba hacia atrás con el brazo levantado y de pronto una densa humareda se produjo a mi alrededor, sofocándome... matándome...
Sentí que caía al suelo, ahogándome... Había llegado mi fin...
Volví en mí lenta y penosamente; todos mis sentidos estaban trastornados. Lo primero que vi fue la cara de Poirot. Estaba sentado frente a mí y en su rostro se reflejaba su ansiedad. Cuando se apercibió de que le miraba dio un grito de alegría.
—Por fin revive... vuelve en sí... ¡Todo va bien!, ¡mi amigo... mi pobre amigo!
—¿Dónde estoy? —dije penosamente.
—¿Dónde? ¡En su casa, nombre!
Miré a mi alrededor. Era verdad. Me hallaba en mi viejo ambiente familiar. Y en el emparrillado estaban los cuatro montoncitos de carbón que había separado cuidadosamente.
Poirot siguió mi mirada.
—Pues sí, ésa fue una gran idea suya... ésa y la de los libros. Si alguna vez me dijeran «Ese amigo suyo, ese Hastings, no tiene mucho talento, ¿verdad?», yo les replicaría «Está usted en un error». Fue una idea magnífica y soberbia la que se le ocurrió en aquel momento.