«Claud Darrell. Se supone que éste es su nombre verdadero. Su origen está envuelto en cierto misterio. Actuó en cabarets y también en obras de repertorio. No parece tener amigos íntimos. Estuvo en China en 1919. Volvió a través de Estados Unidos. Desempeñó unos cuantos papeles en Nueva York. Una noche no apareció en escena y desde entonces no se ha vuelto a saber nada de él. La policía de Nueva York informó de que su desaparición fue misteriosa en extremo. Alrededor de 33 años, pelo castaño, tez blanca, ojos grises. 1,76 de estatura»
—Muy interesante —señalé, dejando el papel sobre la mesa—. ¿De modo que éste es el resultado de una investigación que ha durado meses? ¿Estos cuatro nombres? ¿De cuál de ellos sospecha?
Poirot hizo un gesto elocuente.
—Mon ami, por el momento es una cuestión discutible. Me limitaré a señalarle que Claud Darrell ha estado en China y en Estados Unidos, hecho que no carece de significación, quizá, pero que no debe predisponernos indebidamente. Quizá sea una simple coincidencia
—¿Y cuál es el próximo paso? —pregunté ansiosamente.
—Las cosas están ya en marcha. Pondremos anuncios diarios cuidadosamente redactados. Pediremos a los amigos y parientes de uno u otro que se comuniquen con mi abogado en su oficina. Incluso él podría... ¡Aja!, el teléfono. Probablemente es, como de costumbre, alguien que se ha equivocado de número y que sentirá habernos molestado; pero puede ser... sí, puede ser... que haya surgido algo.
Crucé la habitación y descolgué el auricular.
—Sí, sí. Las habitaciones de monsieur Poirot, Sí, al habla Hastings. ¡Oh, es usted, señor McNeil! (McNeil y Hodgson eran los abogados de Poirot). Se lo diré, sí, estaremos ahí enseguida
Colgué el auricular y me volví a Poirot Sin poder ocultar mi emoción, le dije:
—Fíjese, Poirot, hay una mujer allí. Y es amiga de Claud Darrell. Se llama Flossie Monro. McNeil quiere que vaya usted.
—¡Al instante! —exclamó Poirot desapareciendo en su dormitorio y volviendo con el sombrero puesto.
Un taxi nos condujo inmediatamente a nuestro destino y nos hicieron pasar a la oficina particular del señor McNeil. Sentada en un sillón frente al abogado había una dama de aspecto algo extraño y que ya no disfrutaba de su primera juventud. Su cabello era de un amarillo excesivo y tenía las orejas cubiertas por los rizos; llevaba los párpados muy maquillados, y tampoco se había olvidado del colorete y del rojo de labios.
—¡Ah, aquí está monsieur Poirot! —dijo el señor McNeil—. Monsieur Poirot, ésta es la señorita... Monro, que ha venido muy amablemente a proporcionar cierta información.
—¡Es usted muy amable! —exclamó Poirot.
Se inclinó con gran cordialidad y estrechó calurosamente la mano de la dama.
—Mademoiselle es como una flor en este viejo, seco y polvoriento despacho —añadió, sin preocuparse de los sentimientos del señor McNeil.
Esta descarada adulación no dejó de surtir efecto. La señorita Monro se sonrojó y sonrió afectadamente.
—¡Oh, vamos, vamos, señor Poirot! —exclamó—. Sé cómo son ustedes los franceses.
—Mademoiselle, ante la belleza nosotros no somos mudos como los ingleses. Aunque yo no soy francés, soy belga.
—He estado en Ostende —dijo la señorita Monro.
El asunto, como habría dicho Poirot, marchaba espléndidamente.
—¿De modo que puede decirnos algo acerca del señor Claud Darrell? —continuó Poirot.
—Hubo un tiempo en que conocí al señor Darrell muy bien —explicó la dama—. Vi su anuncio, y como no tenía otra cosa que hacer y dispongo de mi tiempo, me dije: Unos abogados desean saber del pobre Claudie... quizá se trate de una fortuna en busca del verdadero heredero. Lo mejor será que me pase por allí enseguida
El señor McNeil se levantó.
—Bien, monsieur Poirot, ¿le parece que les deje solos para que puedan charlar más tranquilamente?
—Es usted muy amable; pero le ruego que se quede. Acabo de tener una pequeña idea. Se acerca la hora del déjeuner. ¿Querrá mademoiselle hacerme el honor de comer conmigo?
Los ojos de la señorita Monro brillaron. Me dio la sensación de que no andaba muy boyante y que agradecía la oportunidad de disfrutar de una buena comida.
Minutos después íbamos en un taxi en dirección a uno de los restaurantes más caros de Londres. Una vez allí, Poirot ordenó un almuerzo de los más apetecibles y luego se dirigió a su invitada
—¿Qué vino prefiere, mademoiselle? ¿Qué tal si tomáramos champagne?
La señorita Monro no dijo nada... o quizá lo dijo todo.
El comienzo de la comida fue muy agradable. Poirot llenó la copa de la mujer con reflexiva asiduidad, y pasó gradualmente a su tema favorito.
—Pobre señor Darrell. Qué lástima que no esté con nosotros.
—Sí, es verdad —dijo con un suspiro la señorita Monro—. Pobre chico. Me pregunto qué habrá sido de él.
—¿Hace mucho tiempo que no le ve?
—Muchísimo tiempo... desde la guerra. Claudie era un muchacho divertido, muy reservado, nunca me dijo una palabra de sí mismo. Pero, por supuesto, todo encaja si es un heredero perdido. ¿Se trata de un título, señor Poirot?
—Es una simple herencia —dijo Poirot sin sonrojarse—. Pero, como comprenderá, quizá haya que proceder a una identificación. Es por eso por lo que es necesario que encontremos a alguien que le haya conocido muy bien. Usted parece que le conoció bien, ¿no es así, mademoiselle?
—No me importa decírselo, señor Poirot. Usted es un caballero. Sabe cómo ordenar un almuerzo para una señora. No puede decirse lo mismo de estos jóvenes de hoy. Como es usted francés, lo que voy a decirle no le sorprenderá. ¡Ah, ustedes los franceses! Bueno, Claudie y yo éramos dos jóvenes... ¿Qué otra cosa cabía esperar? Mis sentimientos hacia él todavía están llenos de afecto, aunque, he de confesarle que no me trató bien... no, en absoluto... no como debe tratarse a una dama. Todos son iguales cuando está de por medio la cuestión económica
—No, no, mademoiselle, no diga eso —contestó Poirot, llenando su copa una vez más—. ¿Podría hacerme una descripción del señor Darell?
—Físicamente era un hombre corriente —dijo Flossie Monro vagamente—. Ni alto ni bajo, ya sabe usted, pero muy bien plantado. Sus ojos tenían un color entre azul y gris. Y era más o menos rubio, supongo. Pero lo que sí puedo decir es que era un gran artista. Nunca vi a nadie que le alcanzara en su profesión. Hubiera tenido una gran fama de no haber sido por la envidia. No puede imaginarse, señor Poirot, realmente es imposible que se lo imagine, lo que los artistas tenemos que sufrir a causa de la envidia. Recuerdo que una vez en Manchester...
Tuvimos que armarnos de paciencia para escuchar una larga y complicada historia acerca de una pantomima y de la infame conducta del actor que representaba el papel principal. Poirot tardó un poco en conseguir que volviera a hablarnos de Claud Darrell.
—Mademoiselle, nos interesa sobremanera todo lo que nos pueda decir acerca del señor Darrell. Las mujeres son excelentes observadoras: se dan cuenta de todo, perciben los más pequeños detalles que se les escapan a los hombres. He visto cómo una mujer identificaba a un hombre entre docenas de ellos, ¿y por qué cree que fue? Había observado que él tenía el hábito de golpearse la nariz cuando se hallaba nervioso. Un hombre nunca se habría fijado en algo como eso.