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Monsieur Desjardeaux se quedó como petrificado. Momentos después, sin embargo, se rehizo.

—Es posible que exista algo de verdad en lo que usted dice, monsieur Poirot —dijo fríamente—. Pero en lo que se refiere a madame Olivier, está sin duda equivocado. Es una gloria de mi país y está consagrada únicamente a la causa de la ciencia.

Poirot se encogió de hombros y no respondió.

Se produjo una pausa y por fin mi pequeño amigo se puso en pie, con un aire de dignidad que no concordaba con su excéntrica personalidad.

—Eso es todo lo que tengo que decir, señores. Ya supuse que lo más probable era que no se me creyera. Pero al menos podrán estar ustedes en guardia. Mis palabras se grabarán en sus mentes y cada nuevo acontecimiento reforzará su poca fe actual. He creído necesario hablar ahora... más tarde quizá no pueda hacerlo.

—¿Quiere usted decir que...? —pregunto Crowther, impresionado por la seriedad del tono de Poirot.

—Quiero decir, señor, que desde que he descubierto la identidad del Número Cuatro, mi vida está en peligro. Tratará de destruirme a toda costa, y por algo se le denomina «el Destructor». Les saludo a todos ustedes, señores. A usted, monsieur Crowther, le entrego esta llave y este sobre sellado. He reunido todas las notas que he tomado sobre el caso y mis ideas en cuanto a la mejor forma de hacer frente a la amenaza que cualquier día puede estallar en el mundo. En el caso de que muera, monsieur Crowther, le autorizo a que se haga cargo de esos papeles y haga con ellos lo que le parezca más conveniente. Y ahora, señores, les deseo muy buenos días.

Desjardeaux se limitó a inclinarse fríamente, pero Crowther se levantó de un salto y le estrechó la mano.

—Me ha convencido usted, monsieur Poirot. Por fantástico que parezca el asunto, creo firmemente en la verdad de cuanto usted nos ha dicho.

Ingles salió al mismo tiempo que nosotros.

—No estoy decepcionado por la entrevista —dijo Poirot cuando nos alejábamos—. No esperaba convencer a Desjardeaux, pero por lo menos me he asegurado de que lo que yo sé no morirá conmigo. Y he hecho una o dos conversiones, Pas si mal!

—Como sabe, estoy de su parte —dijo Ingles—. Por cierto, saldré para China tan pronto como me sea posible.

—¿Lo cree prudente? —No —dijo Ingles secamente—. Pero es necesario. Debemos hacer lo que podamos.

—¡Ah, es usted un hombre valiente! —exclamó Poirot con emoción—. Si no estuviéramos en la calle le daría un abrazo.

Me parece que Ingles se sintió bastante aliviado.

—No creo que corra yo más peligro en China que usted en Londres —gruñó.

—Probablemente no le falta razón —admitió Poirot—. Espero que no tengan la fortuna de asesinar también a Hastings. Me llevaría un gran disgusto si así fuera.

Interrumpí la alegre conversación para observar que no tenía intención alguna de dejarme asesinar. Poco después Ingles se separó de nosotros..

Durante algún tiempo caminamos en silencio. Por fin Poirot realizó una observación totalmente inesperada.

—Creo... creo que tendré que meter en esto a mi hermano.

—¿Su hermano? —exclamé atónito—. No sabía que tuviera un hermano.

—Me sorprende usted, Hastings. ¿No sabe que todos los detectives célebres tienen hermanos que serían aún más célebres si no mediara su indolencia innata?

Como es bien sabido, Poirot adopta con frecuencia una actitud peculiar en la que no es fácil identificar lo que hay de burla y lo que hay de verdad. Ese modo de comportarse era muy evidente en aquel momento.

—¿Cuál es el nombre de su hermano? —pregunté tratando de adaptarme a su nueva idea.

—Achille Poirot —replicó Poirot seriamente—. Vive cerca de Spa, en Bélgica.

—¿A qué se dedica? —pregunté con cierta curiosidad, dejando a un lado lo que era ya casi una plena admiración por el carácter y disposición de la difunta madame Poirot en lo referente al clasicismo de sus gustos en cuanto a nombres de pila.

—No hace nada Como le digo, es un carácter indolente. Pero sus aptitudes apenas si desdicen de las mías, lo que no es poco.

—¿Tiene el mismo aspecto que usted?

—Es bastante parecido. Pero no es tan agraciado, y además no usa bigote.

—¿Es mayor o menor que usted? —Casualmente nacimos el mismo día.

—Su hermano gemelo —dije.

—Exactamente, Hastings. Ha sacado usted la conclusión correcta con una exactitud infalible. Pero ya hemos llegado a casa. Pongámonos a trabajar enseguida en ese pequeño asunto del collar de la duquesa.

Pero aquel pequeño asunto del collar de la duquesa debía esperar un poco. Nos aguardaba un caso completamente distinto.

Nuestra casera, la señora Pearson, nos informó inmediatamente de que una enfermera del hospital había venido a vernos y estaba esperando a Poirot.

La encontramos sentada en el gran sillón que había frente a la ventana. Era una mujer de aspecto agradable y mediana edad, vestida con un uniforme azul oscuro. Aunque se mostró un poco renuente a exponer sin más el asunto que la traía a nuestra presencia, Poirot consiguió enseguida que se sintiera cómoda y ella se dispuso a contar su historia.

—Pues verá, monsieur Poirot: nunca me había sucedido una cosa como ésta. De la Hermandad Lark, a la que pertenezco, me enviaron a casa de un anciano caballero que reside en Hertfordshire: el señor Templeton. Se trata de un lugar y una familia muy agradables. La esposa, la señora Templeton, es mucho más joven que el marido, y éste tiene un hijo de su primer matrimonio. Este hijo vive con ellos. No me parece que el joven y la madrastra se lleven muy bien. Creo que él no es muy normal. Aunque no se trata exactamente de un retrasado mental, es decididamente torpe. Bueno, esta enfermedad del señor Templeton me resultó desde el principio muy misteriosa. A veces no parece que le ocurra nada y luego padece de pronto unos ataques gástricos con dolor y vómitos. El médico, sin embargo, no manifiesta ninguna preocupación, y no es a mí a quien corresponde decir nada. Y además...

Hizo una pausa y se sonrojó bastante.

—¿Sucedió algo que despertó sus sospechas? —sugirió Poirot.

—Sí.

Después de la sugerencia de Poirot, la mujer parecía encontrar dificultades para continuar.

—Observé que los sirvientes también hacían comentarios.

—¿Acerca de la enfermedad del señor Templeton?

—¡Oh, no! Acerca de...

—¿De la señora Templeton?

—Sí.

—¿De la señora Templeton y del doctor, quizá?

Poirot tenía un misterioso instinto para estas cosas. La enfermera le dirigió una mirada de agradecimiento y siguió.

—Ellos hacían comentarios. Yo misma tuve ocasión de verlos juntos en una ocasión... en el jardín...

Nuestra cliente no terminó la frase; parecía tan angustiada por menciones de carácter tan íntimo, que a ninguno de nosotros le pareció conveniente preguntar exactamente qué es lo que vio en el jardín. Había visto sin duda lo suficiente para formarse su opinión sobre la situación.

—Los ataques fueron empeorando. El doctor Treves dijo que todo era perfectamente natural, y que el señor Templeton no podía vivir mucho tiempo; pero en toda mi larga experiencia de enfermera no he visto nunca nada igual. Pensé que aquello era mucho más parecido a una especie de ...

Ella se detuvo, titubeando.

—¿Envenenamiento por arsénico? —dijo Poirot ayudándola a completar la frase. La mujer asintió.

—Además, el propio paciente dijo algo extraño: «Quieren acabar conmigo, los cuatro. Acabarán conmigo a pesar de todo». —¡Vaya! —dijo Poirot rápidamente.