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Pero su comportamiento era en aquellos momentos decididamente peculiar, por decirlo del modo más suave. Inclinándose hacia adelante, me ofreció deliberadamente la sal y dejó cuatro montoncitos alrededor del borde de mi plato.

—Usted me perdonará —dijo con voz melancólica—. Dicen que servir a un extraño la sal es como ayudarle a sufrir.

Luego, rodeando su comportamiento de cierta trascendencia, repitió sus operaciones con la sal en el propio plato. El símbolo cuatro era demasiado manifiesto para que resultara inadvertido. Le miré inquisitivamente. No podía decirse que se pareciera de ningún modo al joven Templeton ni a James el criado ni a ninguna otra de las varias personalidades con que nos habíamos tropezado. No obstante, yo estaba convencido de que me hallaba ante el temible Número Cuatro en persona. En su voz pude observar un cierto parecido con la del extraño del abrigo abrochado hasta arriba que nos había visitado en París.

Miré a mi alrededor, indeciso en cuanto a lo que debería hacer. Leyendo mis pensamientos, él se sonrió y movió negativa y suavemente la cabeza.

—No se lo aconsejaría —observó—. Recuerde las consecuencias de su precipitada acción en París. Permítame asegurarle que mí retirada está bien garantizada. Si me permite expresarme así, sus ideas tienden a ser un poco toscas, señor Hastings.

—¡Es usted un canalla! —dije conteniendo mi rabia—, ¡el demonio personificado!

—Está acalorado... simplemente un poco acalorado. Su difunto y llorado amigo le habría dicho que un hombre que mantiene la calma tiene siempre una gran ventaja.

—¡Y se atreve a hablar de él! —exclamé—. El hombre a quien usted asesinó tan vilmente. Y viene aquí a...

Me interrumpió.

—He venido aquí con los mejores propósitos. Para aconsejarle que vuelva enseguida a América del Sur. Si lo hace así, habrá terminado esta cuestión en lo que a los Cuatro Grandes se refiere. Ni usted ni los suyos serán molestados en forma alguna. Le doy mi palabra.

Me reí despectivamente.

—¿Y si me niego a obedecer sus órdenes?

—No se trata de una orden. Digamos que es un aviso.

En su tono se adivinaba una fría amenaza.

—El primer aviso —dijo lentamente—. Demostrará poseer una gran prudencia si no lo desatiende.

Luego, y antes de que pudiera darme cuenta de cuál era su intención, se levantó y se alejó rápidamente hacia la puerta. Me puse en pie de un salto y cuando me disponía a perseguirle tuve la mala suerte de tropezar directamente con un hombre enormemente gordo que me cerró el paso. Cuando pude librarme del estorbo mi presa acababa de cruzar la puerta; la siguiente demora me la produjo un camarero que llevaba una enorme pila de platos y que se precipitó hacia mí sin el menor aviso. Cuando quise llegar a la puerta no había rastro del hombre delgado y de barba oscura.

Por lo visto nada había pasado, el camarero me ofreció mil disculpas y el hombre gordo estaba sentado plácidamente en una mesa ordenando su almuerzo. Nada parecía indicar que ambos sucesos fueran algo más que un simple accidente. No obstante, a mí no me pareció que aquello fuera casual. Sabía muy bien que había agentes de los Cuatro Grandes en todas partes.

No será necesario decir que no hice caso del aviso que recibí. Triunfaría o moriría por la buena causa. Entre tanto, sólo habían llegado hasta mí dos respuestas a los anuncios. Ninguna de ellas me proporcionó ninguna información valiosa. Procedían de actores que habían trabajado con Claud Darrell en una época u otra. Ninguno de ellos le conocía íntimamente, y nada nuevo pude averiguar en relación con el problema de su identidad y de su paradero actual.

Transcurrieron diez días hasta que recibí una nueva señal de los Cuatro Grandes. Estaba cruzando Hyde Park, absorto en mis pensamientos, cuando una voz, rica en persuasivas inflexiones extranjeras, me saludó.

—¿Es usted el señor Hastings, verdad?

Junto a la acera acababa de detenerse un automóvil de gran tamaño del que se asomaba una mujer. Exquisitamente vestida de negro, con unas perlas maravillosas, reconocí a la dama a quien primeramente identificamos con el nombre de condesa Vera Rossakoff. Por una razón u otra, Poirot siempre sintió una misteriosa inclinación por la condesa. Algo en su flamante extravagancia había atraído a Poirot. En los momentos de entusiasmo él acostumbraba decir que ella era una mujer como pocas. Nunca pareció influir en su opinión el hecho de que estuviera alineada contra nosotros y del lado de nuestros peores enemigos.

—¡No siga adelante! —dijo la condesa—. Tengo algo muy importante que decirle. Y no intente detenerme tampoco, pues seria inútil. Usted siempre fue un poco estúpido... sí, sí, así es. Demuestra su estupidez una vez más al empeñarse en despreciar el aviso que le enviamos. El que le traigo es el segundo aviso. Abandone Inglaterra inmediatamente. No le servirá de nada quedarse aquí. Se lo digo francamente. Nunca logrará nada.

—En ese caso —dije fríamente—, parece raro que todos ustedes tengan tanto interés en verme fuera del país.

La condesa se limitó a encogerse de hombros.

—Por mi parte, creo que lo que acaba de decir es también estúpido. Yo le dejaría aquí para que jugara un poco y se divirtiera; pero los jefes, como comprenderá, temen que una información suya pueda ser de gran ayuda a personas más inteligentes que usted. De ahí que deba ser exterminado.

La condesa no parecía valorar en exceso sus capacidades. Le oculté mi enfado. Sin duda esta actitud suya la adoptaba expresamente para irritarme y transmitirme la idea de que yo era poco importante.

—Naturalmente sería muy fácil eliminarle —continuó—; pero a veces soy muy sentimental. He intercedido por usted. Tiene una bella esposa en algún lejano lugar, ¿no es así?, y al hombrecillo muerto le hubiera gustado saber que a usted no le iban a matar. Siempre me gustó Poirot, ya lo sabe. Era inteligente... ¡verdaderamente inteligente! Si no hubiera sido un caso de cuatro contra uno, creo que habría podido con nosotros. Se lo confieso francamente... ¡él fue mi maestro! Envié una corona al entierro como símbolo de mi admiración... una enorme corona de rosas de color carmesí. Las rosas de ese color reflejan mi temperamento.

La escuchaba en silencio y con creciente disgusto.

—Tiene el aspecto de una mula cuando baja las orejas y cocea. Bien, ya le he dado el aviso. Recuerde, el tercer aviso llegará de mano del Destructor...

Hizo un gesto y el coche se alejó con gran rapidez. Anoté mecánicamente la matrícula, pero sin la esperanza de que sirviera para algo. Los Cuatro Grandes no solían descuidar los detalles. Volví a casa un poco más sereno. Sólo un hecho estaba claro entre todas las palabras de la condesa: mi vida se hallaba verdaderamente en peligro. Aunque no tenía intención de abandonar la lucha, comprendí que debía andarme con cuidado y adoptar las máximas precauciones.

Mientras repasaba todos estos hechos y trataba de encontrar la mejor línea de acción, sonó el teléfono. Crucé la habitación y descolgué el auricular.

—Dígame. ¿Quién habla?

Me respondió una voz vigorosa

—Le hablan del hospital de St. Giles. Han ingresado a un chino apuñalado en la calle. No puede vivir mucho tiempo. Le llamamos porque hemos encontrado en su bolsillo un trozo de papel con su nombre y dirección.

Aunque la llamada me sorprendió mucho, tras un momento de reflexión dije que acudiría enseguida. Sabía que el hospital de St. Giles estaba junto a los muelles y pensé que el chino podía proceder de algún barco.

Durante el camino sospeché que pudiera tratarse de una trampa. Dondequiera que estuviese el chino, podría hallarse la mano de Li Chang Yen. Recordé la aventura de la Trampa del Cebo. ¿Se trataría de un ardid por parte de mis enemigos?