Una pequeña reflexión me convenció de que en cualquier caso una visita al hospital no podría perjudicarme. Lo probable era que más que un ardid, se tratara de una «pista falsa». El chino moribundo me haría alguna revelación que me obligaría a actuar y que daría por resultado el ponerme en manos de los Cuatro Grandes. Lo que debía hacer era mantener la mente despierta y al tiempo que fingía credulidad ponerme secretamente en guardia.
Al llegar al hospital de St. Giles y dar a conocer el asunto que me traía hasta el lugar, me condujeron enseguida al pabellón de accidentados, a la cama del hombre en cuestión. El chino yacía absolutamente inmóvil, con los ojos cerrados, y sólo un débil movimiento del pecho testimoniaba que todavía vivía. Un médico se hallaba junto a la cama tomándole el pulso.
—Está casi muerto —me susurró—. Usted por lo visto le conocía, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Nunca le había visto antes.
—Entonces, ¿por qué llevaba su nombre y dirección en el bolsillo? ¿No es usted el señor Hastings?
—Sí, pero no entiendo muy bien esto.
—Es curioso. De su documentación se deduce que ha trabajado en casa de un hombre llamada Ingles, un funcionario público retirado. Ah, ¿le conocía? —añadió rápidamente el ver mi gesto de sorpresa.
¡El criado de Ingles! Luego yo le había visto antes. A decir verdad, nunca me había caracterizado por mi habilidad para distinguir un chino de otro. Debió acompañar a Ingles camino de China, regresando a Inglaterra con un mensaje después de la catástrofe. Era esencial que pudiera escuchar lo que me tenía que decir.
—¿Se halla consciente? —pregunté—. ¿Puede hablar? El señor Ingles era un buen amigo mío, y es posible que este pobre individuo sea portador de un mensaje para mí. Según parece, el señor Ingles cayó por la borda de un barco hace unos diez días.
—Se halla consciente, pero dudo que tenga fuerzas para hablar. Ha perdido mucha sangre. Puede administrarle un estimulante, por supuesto; pero ya hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano en ese sentido.
No obstante, le administró una inyección, y yo permanecí junto a la cama esperando una palabra, o una señal, que podría ser muy valiosa. Pero pasaron los minutos y no dio señales de vida.
De pronto tuve un presentimiento siniestro. ¿No habría caído ya en la trampa? ¿Y si este chino estuviera fingiendo el papel del criado de Ingles y fuera en realidad un agente de los Cuatro Grandes? ¿No sabía que ciertos sacerdotes chinos eran capaces de simular la muerte? Yendo aún más allá, Li Chang Yen podría mandar una pequeña banda de fanáticos que fueran capaces de sacrificar sus vidas a las órdenes de su jefe. Debía estar en guardia.
Mientras cruzaban mi mente estos pensamientos, el hombre que se hallaba en la cama se agitó, abrió los ojos y murmuró algo incoherente. Luego fijó su mirada en mí. No dio muestras de conocerme, pero enseguida me di cuenta de que trataba de hablarme. Fuera amigo o enemigo, debía escuchar lo que tuviera que decirme.
Aunque me incliné sobre la cama, los sonidos entrecortados carecían de significado para mí. Creí captar la palabra inglesa «hand» (mano), pero no era dado distinguir en qué contexto la utilizaba. Volvió a pronunciarla de nuevo y esta vez pude escuchar otra palabra, la palabra «largo». Cuando comprendí la significación de la posible yuxtaposición de las dos me quedé asombrado.
—¿El Largo de Handel? —pregunté.
El chino pestañeó rápidamente en señal de asentimiento y añadió otra palabra italiana: «carrozza». Otras dos o tres palabras más murmuradas en italiano llegaron a mis oídos. A continuación el hombre cayó hacia atrás bruscamente.
El médico me apartó. Todo había terminado. El chino había muerto.
Salí del hospital completamente desconcertado.
«El Largo de Handel» y una «carrozza». Si no recordaba mal, la palabra italiana «carrozza» significaba «carruaje». ¿Qué querrían decir aquellas sencillas palabras? El hombre era chino, no italiano, ¿por qué había hablado en italiano? Si era un criado de Ingles, tenía que conocer el inglés. Todo el asunto resultaba profundamente misterioso. Durante el trayecto de regreso a casa traté de descifrar el enigma. ¡Ah, si Poirot hubiera estado allí para resolver el problema con su ingenio relampagueante!
Abrí la puerta de la calle con mis llaves y subí lentamente hasta mi habitación. Sobre la mesa había una carta que abrí con bastante indiferencia. Sin embargo, al cabo de un momento quedé clavado en el suelo.
Se trataba de una comunicación de una firma de abogados.
Distinguido señor. Siguiendo instrucciones de nuestro fallecido cliente monsieur Hércules Poirot, le enviamos la carta adjunta. Dicha carta nos la confió una semana antes de su muerte con instrucciones de que, caso de que él falleciera, se la entregáramos a usted en determinada fecha.
Le saludan atentamente, etc.
Examiné cuidadosamente la carta que se acompañaba. Era indudablemente de Poirot. Conocía perfectamente sus rasgos caligráficos. Con el corazón angustiado pero al mismo tiempo con gran interés, la abrí.
Mon Cher Ami Cuando reciba la presente yo habré dejado de existir. En lugar de derramar lágrimas por mí, siga mis instrucciones. Inmediatamente después de recibir esta carta, regrese a América del Sur. No sea terco y haga lo que le digo. No le pido que emprenda este viaje por razones sentimentales sino porque es necesario. ¡Forma parte del plan de Hércules Poirot! A una persona con una inteligencia como la de mi amigo Hastings, no es necesario añadirle nada más.
¡Abajo los Cuatro Grandes! Le saludo, amigo mío, desde más allá de la tumba.
Siempre suyo
Hércules Poirot
Leí una y otra vez aquella asombrosa carta. Una cosa era evidente: aquel hombre extraordinario había previsto de tal modo todas las eventualidades, que ni siquiera su propia muerte alteraba la secuencia de su plan. Yo habría de desarrollar la parte activa... La suya era la del genio director. Al otro lado del mar sin duda encontraría instrucciones completas. Mientras tanto, mis enemigos, convencidos de que mi marcha se debía a su aviso, dejarían de ocuparse de mí. Yo podría volver sin que lo sospecharan y provocar estragos entre ellos.
Ahora ya no había nada que obstaculizara mi salida inmediata.
Envié cablegramas, reservé mi pasaje y una semana después me embarqué en el Ansonia, con rumbo a Buenos Aires.
Cuando el barco acababa de zarpar, un camarero me trajo una nota. Me explicó que se la había entregado un caballero corpulento vestido con un abrigo de pieles que había sido el último en abandonar el barco antes de que levantaran las pasarelas.
El contenido de la nota no podía ser más conciso. Decía escuetamente: «Es usted prudente». En el lugar de la firma figuraba un gran cuatro. ¡Podía sentirme satisfecho!
El mar no estaba demasiado revuelto. La cena no fue mala y, al igual que la mayoría de mis compañeros de viaje, decidí jugar unas cuantas partidas de bridge. Luego me retiré a mi camarote y dormí como un leño, tal cual suele ocurrirme cuando viajo por mar.
Me desperté con la sensación de que me estaban sacudiendo persistentemente. Aturdido y desconcertado, vi que uno de los oficiales del barco estaba junto a mi litera Cuando vio que me sentaba dio un suspiro de alivio.
—Gracias a Dios que he logrado que al final se despierte. No veía la manera de conseguirlo. ¿Duerme siempre así?
—¿Qué pasa? —pregunté todavía aturdido y sin haberme despertado del todo—. ¿Ha ocurrido algo malo en el barco?
—Espero que sepa mejor que yo de qué se trata —replicó secamente—. Órdenes especiales del Almirantazgo. Un destructor está aguardando por usted.
—¿Cómo? —exclamé—. ¿En medio del océano?
—Parece un asunto muy misterioso, pero eso ya no es de mi incumbencia. Han enviado a bordo a un joven que ocupará su lugar y hemos tenido que prestar juramento de guardar el secreto. ¿Quiere levantarse y vestirse?