Una mañana, a hora temprana, un automóvil subió hasta la casa. El acontecimiento era tan inusitado en nuestra pacífica existencia que me precipité a satisfacer mi curiosidad. Me encontré con que Poirot estaba hablando con un joven de cara agradable y de una edad próxima a la mía.
Me presentó.
—Hastings, le presento al capitán Harvey; es uno de los miembros más famosos del Servicio Secreto Británico.
—Me temo que de famoso no tengo nada —dijo el joven, riéndose.
—No es famoso salvo para los que le conocen; es lo que debería haber dicho. La mayoría de los amigos y conocidos del capitán Harvey le consideran un joven amable y poco inteligente, interesado solamente por el último baile de moda.
Ambos nos reímos.
—Bien, bien, vamos al asunto —dijo Poirot—. ¿Opina que ya ha llegado el momento, entonces?
—Estamos seguros de ello, señor. China fue aislada políticamente ayer. Lo que vaya a pasar allí nadie lo sabe. No ha llegado ninguna noticia de ninguna clase, ni telegráfica ni de otro tipo. Solamente una completa interrupción... ¡y el silencio!
—Li Chang Yen ha puesto de manifiesto sus intenciones. ¿Y los otros?
—Abe Ryland llegó a Inglaterra hace unas semanas. Desde ayer está en el Continente.
—¿Y madame Olivier?
—Madame Olivier salió de París anoche.
—¿En dirección a Italia?
—Efectivamente, señor. Por lo que hemos podido colegir ambos se dirigen al lugar que usted nos indicó, aunque no sé cómo pudo saberlo...
—¡Ah, ese triunfo no me corresponde a mí! Fue obra de Hastings. Él oculta su inteligencia, como es comprensible, pero se le dan muy bien estas cosas.
Harvey me miró con la debida apreciación y me sentí algo incómodo.
—Todo está en marcha, entonces —dijo Poirot. Estaba pálido y completamente serio—. Ha llegado el momento. ¿Está todo preparado?
—Todo lo que usted ordenó ha sido llevado a cabo. Los gobiernos de Italia, Francia e Inglaterra le apoyan. Todos ellos están colaborando en buena armonía
—De hecho, se ha formado una nueva Entente —observó Poirot con sequedad—. Me alegro de que Desjardeaux se convenciera al fin. Eh bien, entonces, empezaremos... o más bien empezaré. Usted, Hastings, se quedará aquí. Sí, se lo ruego. Le hablo en serio, amigo mío.
Yo estaba convencido de ello, pero Poirot bien sabía que no era probable que consintiera en quedarme atrás de ese modo. Nuestra discusión fue breve, pero decisiva
Poirot no admitió que estaba satisfecho de mi decisión hasta que no estuvimos en el tren, dirigiéndonos hacia París a toda velocidad.
—Porque tiene usted una misión que cumplir, Hastings. ¡Una misión importante! Sin usted, yo quizá fracasase. No obstante, consideré que tenía la obligación de insistir en que usted permaneciese al margen...
—¿Hay peligro, pues?
—Mon ami, donde están los Cuatro Grandes siempre hay peligro.
Al llegar a París fuimos en automóvil hasta la Gare de l'Est, y Poirot me comunicó por fin nuestro destino. Nos dirigíamos a Bolzano, en el Tirol italiano.
En un momento en que Harvey se ausentó, aproveché la oportunidad para preguntarle a Poirot por qué había dicho que el descubrimiento del lugar de la cita era obra mía
—Porque lo fue, amigo mío. No sé cómo Ingles se las arregló para hacerse con la información, pero lo hizo y nos la envió a través de su criado. Nos dirigimos, mon ami, a Karersee, que en italiano se llama ahora Lago di Carezzna Ya sabe lo que quiere decir su «Cara Zia» y también su «carrozza» y el «Largo». Lo de Handel ya fue cosa de su imaginación. Posiblemente alguna referencia a que la información venía de la «mano» de monsieur Ingles puso en marcha la asociación de ideas.
—¿Karersee? —pregunté—. Nunca he oído hablar de él.
—Siempre le he dicho que los ingleses no saben geografía Pero en realidad es un lugar de veraneo muy conocido a mil doscientos metros de altitud, en el corazón de los Alpes Dolomíticos.
—¿Y es en este lugar apartado en donde tienen su cita los Cuatro Grandes?
—Diga más bien su cuartel general. La señal ha sido dada y su intención es desaparecer del mundo y emitir órdenes desde su fortaleza en la montaña. He hecho algunas investigaciones. Allí se explotan canteras de piedra y yacimientos de mineral; la compañía, aparentemente una pequeña firma italiana, está en realidad controlada por Abe Ryland. Juraría que en el mismísimo corazón de la montaña ha sido excavada una vasta residencia subterránea, secreta e inaccesible. Desde allí, los jefes de la organización emitirán sus órdenes por radio a sus seguidores, que se hallan por millares en cada país. De aquel despeñadero de los Alpes Dolomíticos surgirán los dictadores del mundo. Mejor dicho: surgirían si no fuera por Hércules Poirot
—¿De verdad cree en todo eso, Poirot? ¿Qué me dice de los ejércitos y de los dispositivos de seguridad de nuestra civilización?
—¿Qué me dice de Rusia, Hastings? Esto será Rusia a una escala infinitamente mayor y con una amenaza adicionaclass="underline" la de que los experimentos de madame Olivier han avanzado mucho más allá de lo que ella ha dado a conocer. Creo que ha logrado liberar energía atómica y aprovecharla para sus fines. Sus experimentos con el nitrógeno del aire han sido muy notables y también ha experimentado en el terreno de la concentración de energía radioeléctrica, de forma que un haz de gran intensidad puede concentrarse en un punto dado. Nadie sabe exactamente hasta dónde ha progresado, pero es seguro que ha ido mucho más allá de lo que habitualmente confiesa Esa mujer es un genio. A su lado, los Curie no eran nada. Añada a su genio el poder de la riqueza casi ilimitada de Ryland y el cerebro de Li Chang Yen, la más refinada y criminal de las mentes, para dirigir y planear... Eh bien, no todo va a ser fácil para la civilización.
Sus palabras me hicieron pensar. Aunque Poirot era a veces dado a la exageración por su forma de expresarse, en realidad nunca parecía demasiado alarmista. Por primera vez me di cuenta de la lucha desesperada en la que estábamos empeñados.
Harvey no tardó en unirse a nosotros y el viaje continuó.
Llegamos a Bolzano alrededor de medio día Desde allí nuestro desplazamiento se realizaba en automóvil. En la plaza mayor de la población esperaban unos cuantos y grandes automóviles de color azul y los tres subimos a uno de ellos. Poirot, a pesar de que hacía calor, iba embozado hasta los ojos con un abrigo y unas gafas. La única parte visible de su cuerpo eran los ojos y las puntas de las orejas.
Yo no sabía si esto se debía a la precaución o a su exagerado temor a resfriarse. El viaje en automóvil duró un par de horas y fue verdaderamente maravilloso. En los primeros kilómetros, el camino serpenteaba por enormes riscos y cascadas. Luego salimos a un fértil valle que nos acompañó durante un buen trecho y, más adelante, todavía serpenteando constantemente hacia arriba empezaron a aparecer los desnudos picos roqueños con densos pinares en su base. Todo el lugar era agreste y hermoso. Surgió por último una serie de curvas cerradas en una carretera que discurría a través de pinares y pronto llegamos a un gran hotel.
Nos habían reservado habitaciones y, guiados por Harvey, fuimos directamente a ellas. Estaban orientadas hacia los picos rocosos y las largas laderas de pinares que conducían hasta ellos. Poirot los señaló con un gesto.
—¿Es allí? —preguntó en voz baja.
—Sí —replicó Harvey—. Hay un lugar denominado Felsenlabyrinth, compuesto por grandes peñascos apilados de un modo fantástico. Un camino serpentea entre ellos. Aunque las canteras están a la derecha de ese lugar, creemos que la entrada se halla probablemente en el Felsenlabyrinth.