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Poirot asintió.

—Vamos, mon ami —me dijo—. Bajemos y sentémonos en la terraza para disfrutar del sol.

—¿Lo considera prudente? —pregunté.

Se encogió de hombros.

Había un sol maravilloso. En realidad el resplandor resultaba demasiado intenso para mí. En lugar de té tomamos café con nata. Luego subimos a nuestras habitaciones y deshicimos nuestro escaso equipaje. Poirot estaba de muy mal humor, perdido en una especie de ensueño. Varias veces movió la cabeza.

Yo había estado bastante intrigado por la presencia de un sujeto que había salido de nuestro tren en Bolzano, donde le esperaba un coche particular. Se trataba de un hombre de pequeña estatura y una cosa me llamó la atención en éclass="underline" iba casi tan embozado como Poirot. Más embozado todavía porque, a decir verdad, además del abrigo y la bufanda utilizaba unas enormes gafas azules. Yo estaba convencido de que nos hallábamos ante un emisario de los Cuatro Grandes. Poirot, sin embargo, no parecía impresionado por mi idea. Cuando al asomarme por la ventana de mi dormitorio informé de que el hombre en cuestión se paseaba por los alrededores del hotel, admitió que quizá tuviera razón.

Propuse a mi amigo que no bajáramos a cenar, pero él insistió en hacerlo. Entramos en el comedor algo tarde y nos condujeron a una mesa situada junto a la ventana. Al sentamos, nos llamó la atención una exclamación y el estrépito producido por la caída de algunas piezas de loza. Una fuente de judías verdes había sido volcada sobre un hombre que se hallaba sentado en la mesa contigua a la nuestra El jefe de comedor hizo su aparición y pidió excusas en tono grandilocuente.

Poco después, una vez que el camarero autor del desaguisado nos hubiera servido la sopa, Poirot le habló.

—Ha sido un desafortunado accidente. Pero usted no tuvo la culpa.

—¿Monsieur lo vio? Efectivamente, no tuve la culpa. El caballero casi saltó de su silla. Creí que le iba a dar un ataque. No me fue posible evitarlo.

Vi relucir en los ojos de Poirot aquella luz verde que tan bien conocía y cuando el camarero se fue me dijo en voz baja:

—¿Has visto, Hastings, el efecto que produce Poirot en carne y hueso?

—¿Cree usted...?

No tuve tiempo de continuar. Sentí la mano de Poirot sobre mi rodilla cuando me susurró emocionadamente:

—Fíjese, Hastings, fíjese. ¡Su hábito de desmigar el pan! ¡Es el Número Cuatro!

En efecto, el hombre sentado en la mesa contigua a la nuestra, con su cara inusitadamente pálida, golpeaba mecánicamente contra la mesa un pequeño trozo de pan.

Le estudié cuidadosamente. Su cara, completamente afeitada e hinchada, era de una palidez pastora y enfermiza, con grandes bolsas bajo los ojos. Unas líneas profundas iban desde la nariz hasta las comisuras de la boca Su edad podría estar comprendida entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años. No se parecía en nada a ninguno de los personajes que el Número Cuatro había representado con anterioridad. E indudablemente, si no hubiera sido por el pequeño hábito de desmigar el pan, del que evidentemente era por completo inconsciente, yo habría jurado sin vacilar que nunca había visto al hombre.

—Le ha reconocido —murmuré—. No debería haber bajado.

—Mi excelente Hastings, he fingido estar muerto durante tres meses sólo con esta finalidad.

—¿Para asustar al Número Cuatro?

—Para asustarle en el momento en que deba actuar rápidamente o no hacerlo en absoluto. Y nosotros tenemos esta gran ventaja: él no sabe que le hemos reconocido. Se cree seguro con su nuevo disfraz. Bendita sea Flossie Monro por habernos dado a conocer el pequeño detalle de las migas.

—¿Qué sucederá ahora? —pregunté.

—¿Qué puede suceder? Reconoce al único hombre que teme, milagrosamente resucitado de entre los muertos, en el preciso momento en que los planes de los Cuatro Grandes están en su punto más candente. Madame Olivier y Abe Ryland almorzaron aquí hoy y se cree que fueron a Cortina. Sólo nosotros sabemos que ellos se han retirado a su escondite. ¿Hasta qué punto estamos informados? Eso es lo que el Número Cuatro se está preguntando en este momento. No se atreve a correr ningún riesgo. Yo debo ser suprimido a toda costa Eh bien, dejémosle que trate de suprimir a Hércules Poirot. Estoy preparado para hacerle frente.

Al acabar de hablar, el hombre de la mesa contigua se levantó y se fue.

—Se ha ido para hacer sus preparativos —dijo Poirot plácidamente—. ¿Tomamos el café en la terraza, amigo mío? Creo que será más agradable. Subiré a la habitación a buscar un abrigo.

Salí a la terraza, un poco nervioso. La seguridad de Poirot no me satisfacía del todo. Sin embargo, mientras estuviéramos en guardia nada podría sucedemos. Resolví mantenerme completamente alerta.

Transcurrieron más de cinco minutos antes de que Poirot se me uniera de nuevo. Con sus usuales precauciones contra el frío, vino embozado hasta las orejas. Se sentó a mi lado y tomó su café con una mezcla de admiración y reconocimiento a su calidad.

—Sólo el café que se consume en Inglaterra es malo —observó—. En el Continente saben lo importante que es para la digestión que el café esté bien hecho.

Al acabar de hablar, el hombre dé la mesa contigua apareció súbitamente en la terraza. Sin vacilación se nos acercó y arrastró una tercera silla hasta nuestra mesa.

—Espero que no les importe que me una a ustedes —dijo en inglés.

—En absoluto, monsieur —respondió Poirot.

Me sentí muy intranquilo. Era verdad que nos encontrábamos en la terraza de un hotel, rodeados de gente por todas partes. Pero yo no estaba satisfecho: sentía la presencia del peligro.

Entre tanto, el Número Cuatro charlaba de un modo perfectamente natural. Parecía imposible que se tratase de alguien que no fuera un turista auténtico. Describió excursiones y viajes en automóvil, presumiendo de ser una autoridad en todo lo relacionado con los parajes de los alrededores.

Sacó una pipa de su bolsillo y empezó a encenderla. Poirot asió su pitillera de diminutos cigarrillos. Al colocar uno entre sus labios, el extranjero se inclinó con una cerilla.

—Permítame que se lo encienda.

Mientras hablaba, sin el menor aviso, se apagaron todas las luces. Se oyó un tintineo de vidrios y alguien puso bajo mi nariz algo que me sofocaba...

Capítulo XVIII

En el Felsenlabyrinth

No debí de estar inconsciente más de un minuto. Recobré el conocimiento cuando sentí que me llevaban entre dos hombres que me sostenían por debajo de los brazos soportando todo mi peso. Noté que me habían amordazado. Todo estaba absolutamente oscuro, pero me di cuenta de que nos hallábamos todavía en el interior del mismo hotel. A mi alrededor pude oír a las personas gritando y preguntando en todos los idiomas conocidos qué es lo que había pasado con las luces. Mis apresadores me hicieron bajar por una escalera. Pasamos a lo largo de un pasillo del sótano y luego a través de una puerta; por fin salimos de nuevo al aire libre tras atravesar una puerta de vidrio situada en la parte trasera del hotel. Un momento después alcanzamos un pinar.

Atisbé otra figura en situación similar a la mía y me di cuenta de que también Poirot había sido víctima de aquel atrevido coup.

El Número Cuatro había tenido éxito por simple audacia. Había empleado, por lo que pude colegir, un anestésico instantáneo, probablemente cloruro de etilo, rompiendo una pequeña ampolla debajo de nuestra nariz. Luego, y en la confusión de la oscuridad, sus cómplices, que probablemente habían sido huéspedes y que estaban sentados en la mesa contigua, nos habían amordazado y sacado de allí.