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Me es imposible describir lo que ocurrió durante la hora siguiente. Nos llevaron prácticamente a rastras a través del bosque a un paso atropellado, marchando cuesta arriba todo el tiempo. Por fin salimos a un claro en la falda de una montaña y vi justo delante de nosotros una extraña agrupación de rocas y peñascos fantásticos.

Debía de ser el Felsenlabyrinth del que Harvey había hablado. Pronto estábamos recorriendo sus recovecos serpenteantes. Aquel lugar era como un laberinto ideado por algún genio maléfico.

Al poco nos detuvimos. Una roca enorme nos impedía el paso. Uno de los hombres pareció empujar alguna cosa cuando, sin un solo ruido, la enorme masa de roca giró sobre sí misma y puso al descubierto una pequeña abertura, como la de un túnel que conducía al interior de la montaña.

Nos arrastraron hacia aquella abertura Aunque el primer tramo del túnel era estrecho, un poco más allá se ensanchaba Entramos a continuación en una amplia cámara excavada en la roca e iluminada con luz eléctrica. Fue entonces cuando nos quitaron las mordazas. A una indicación del Número Cuatro, que estaba de pie frente a nosotros con una expresión de triunfo y burla en su cara, nos registraron y nos quitaron todos los objetos que llevábamos en los bolsillos, incluida la pequeña pistola automática de Poirot.

Me sentí súbitamente angustiado cuando arrojaron la pistola sobre la mesa Estábamos derrotados y sin ninguna esperanza, pues nos aventajaban en número. Había llegado nuestra última hora

—Bienvenido al cuartel general de los Cuatro Grandes, monsieur Hércules Poirot —dijo el Número Cuatro en tono de burla—. Ha sido un placer inesperado encontrarle de nuevo. Pero, ¿valía la pena volver desde la tumba solamente para esto?

Poirot no contestó. No me atreví a mirarle.

—Síganme —continuó el Número Cuatro—. Su llegada va a resultar algo sorprendente para mis colegas.

Nos indicó una puerta estrecha que se abría en el muro. Pasamos a través de ella y nos encontramos en otra cámara. Al final de ella se hallaba una mesa tras la cual se habían colocado cuatro sillas. La última estaba vacía, pero había sido envuelta con la capa de un mandarín. En la segunda, fumando un puro, estaba sentado el señor Abe Ryland. Inclinada hacia atrás en una tercera silla, con sus ojos fulgurantes y su cara de monja, se hallaba madame Olivier. El Número Cuatro se sentó en la cuarta silla.

Así pues, nos encontrábamos en presencia de los Cuatro Grandes.

Nunca antes había sentido tan plenamente la realidad y la presencia de Li Chang Yen como en aquel momento en que me enfrentaba a su silla vacía A pesar de estar en la lejana China, seguía dominando y dirigiendo esta diabólica organización.

Madame Olivier profirió un ligero grito al vernos. Ryland, más dueño de sí mismo, se limitó a cambiar de comisura el puro que tenía en la boca y levantó sus cejas grisáceas.

Monsieur Hércules Poirot —dijo Ryland lentamente—. Ésta es una agradable sorpresa Nos engañó por completo. Creíamos que estaba muerto y enterrado. No importa; el plan se le ha malogrado.

Había un sonido acerado en su voz. Madame Olivier no decía nada, pero sus ojos fulguraban y me desagradaba la lentitud con que sonreía.

Madame y messieurs, les deseo buenas noches —dijo Poirot sosegadamente.

Algo inesperado, algo que yo no contaba con oír en su voz, me hizo mirarle. Estaba completamente tranquilo. Sin embargo, su aspecto era un tanto especial.

Se oyó luego un rumor de ropajes detrás de nosotros y entró la condesa Vera Rossakoff.

—¡Ah! —dijo el Número Cuatro—. Nuestra valiosa y fiel lugarteniente. Aquí tenemos a un antiguo amigo suyo, mi querida señora.

La condesa se revolvió con su habitual vehemencia de movimientos.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Pero si es mi hombrecito! ¡Ah! ¡Tiene las siete vidas de un gato! ¡Oh, hombrecito, hombrecito! ¿Por qué se mezcló en esto?

Madame —dijo Poirot, con una inclinación—. Yo, lo mismo que el gran Napoleón, estoy del lado de los grandes batallones.

Mientras él hablaba, vi en los ojos de la condesa un súbito destello de sospecha, e inmediatamente supe la verdad que subconscientemente ya había presentido.

El hombre que se hallaba junto a mí no era Hércules Poirot.

Se le parecía extraordinariamente. Tenía la misma cabeza en forma de huevo, el mismo aire de pavoneo, y el mismo tipo delicadamente regordete. Pero su voz era distinta y los ojos, en lugar de verdes, eran oscuros, y seguramente el bigote... ¿aquel famoso bigote...?

La voz de la condesa interrumpió mis reflexiones. Se adelantó y con voz excitada dijo:

—Les han engañado. ¡Este hombre no es Hércules Poirot!

El Número Cuatro profirió una exclamación de incredulidad, pero la condesa se inclinó hacia adelante y arrancó el bigote de Poirot. Quedó en su mano, y entonces, claro está, la verdad se puso de manifiesto. El labio superior del hombre estaba desfigurado por una pequeña cicatriz que alteraba completamente la expresión de su rostro.

—No es Hércules Poirot —dijo entre dientes el Número Cuatro—. Pero entonces, ¿quién puede ser?

—Yo lo sé —exclamé de pronto, y a continuación me interrumpí en seco, temeroso de haberlo echado todo a perder.

Pero el hombre al que todavía me referiré como a Poirot se volvió hacia mí en actitud de animarme a continuar.

—Dígalo si quiere. Ahora ya no importa. La estratagema ha tenido éxito.

—Es Achille Poirot —dije lentamente—. El hermano gemelo de Hércules Poirot.

—Imposible —terció Ryland bruscamente. Su agitación era evidente.

—El plan de Hércules ha salido maravillosamente bien —dijo Achille plácidamente.

El Número Cuatro se puso en pie de un salto, y con voz bronca y amenazadora dijo:

—¿Con que maravillosamente bien? —gruño—. ¿Se da cuenta de que antes de que hayan transcurrido unos minutos ustedes habrán muerto...?

—Sí —dijo Achille Poirot muy serio—. Me doy cuenta de ello. Es usted quien no se da cuenta de que un hombre puede estar dispuesto a pagar el éxito con su vida Durante la guerra hubo hombres que entregaron sus vidas por su país. Yo estoy dispuesto a entregar la mía por el mundo del mismo modo.

Fue entonces cuando pensé que aunque también estaba dispuesto a dar mi vida, hubiera preferido que se me hubiera consultado al respecto con anterioridad. Recordé las muchas veces en que Poirot me había invitado a abandonar la empresa y me tranquilicé.

—¿Y puede saberse de qué modo se beneficiará el mundo de la entrega de su vida? —preguntó Ryland sarcásticamente.

—Veo que no se da cuenta de la verdadera esencia del plan de Hércules. Para empezar, su escondite lo conocíamos hace algunos meses, y prácticamente todos los visitantes el personal del hotel y otras muchas personas que se hallan en los alrededores son policías u hombres del Servicio Secreto. Se ha formado un cordón alrededor de la montaña. Ustedes quizá dispongan de más de una salida, pero aun así no pueden escapar. El propio Poirot está dirigiendo las operaciones desde fuera. Mis botas fueron untadas anoche con una preparación de semillas de anís, antes de que saliese a la terraza en lugar de mi hermano. Varios sabuesos están siguiendo la pista que les conducirá infaliblemente a la roca del Felsenlabyrinth. Como ven, nos hagan lo que nos hagan a nosotros, ustedes están envueltos en una red. No pueden escapar.

De pronto madame Olivier se echó a reír.

—Está equivocado. Hay un modo de escapar y, lo mismo que a Sansón, nos permite al mismo tiempo destruir a nuestros amigos. ¿Qué les parece?

Ryland miraba fijamente a Achille Poirot.

—Supongamos que está mintiendo —dijo con voz ronca.