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El otro se encogió de hombros.

—Dentro de una hora amanecerá. Entonces podrán comprobar por sí mismos que digo la verdad. A estas horas ya deben haber encontrado la entrada del Felsenlabyrinth.

Mientras hablaba se oyó una lejana reverberación y un hombre entró corriendo y gritando incoherentemente. Ryland se levantó de un salto y se fue. Madame Olivier se dirigió al extremo de la estancia y abrió una puerta de cuya existencia no me había dado cuenta. Atisbé en el interior un laboratorio perfectamente equipado que me recordó el de París. El Número Cuatro también se levantó rápidamente y se fue. Volvió con el revólver de Poirot, que entregó a la condesa.

—No hay peligro de que se escapen —dijo siniestramente—. Pero es mejor que disponga usted de esto.

A continuación salió de nuevo.

La condesa se dirigió hacia nosotros y examinó atentamente a mi compañero durante algún tiempo. De pronto se echó a reír.

—Es usted muy listo, monsieur Achille Poirot —dijo burlonamente.

Madame, hablemos de negocios. Es una suerte que nos hayan dejado solos. ¿Cuál es su precio?

—No le entiendo. ¿A qué precio se refiere?

Madame, usted puede ayudarnos a escapar. Conoce el secreto para salir de este refugio. Y yo le pregunto: ¿cuál es el precio?

Ella se rió de nuevo.

—¡Más del que podría pagar, hombrecillo! ¡Con todo el dinero del mundo no podría comprarme!

Madame, no hablo de dinero. Soy un hombre inteligente. No obstante, hay una cosa indudable: todo el mundo tiene su precio. A cambio de la vida y la libertad, me comprometo a satisfacer su mayor deseo.

—¡De modo que es usted mago!

—Puede llamarme como quiera.

La condesa abandonó de pronto su actitud jocosa, y habló con apasionada amargura

—¡Necio! ¡Mi mayor deseo! ¿Acaso puede vengarme de mis enemigos? ¿Puede devolverme la juventud y la belleza y un corazón alegre? ¿Puede devolver la vida a los muertos? Achille Poirot la observaba con gran curiosidad.

—¿Cuál de las tres cosas, madame? Elija.

Ella se rió sarcásticamente.

—¿Me enviará quizá el Elixir de la Vida? Vamos, haré un trato con usted. Una vez tuve un hijo. Encuéntremelo... y quedará libre.

—De acuerdo, madame. Trato hecho. Su hijo le será devuelto. Le doy mi palabra... Le doy la palabra del propio Hércules Poirot

De nuevo la extraña mujer se echó a reír. Esta vez de una manera prolongada e incontenible.

—Mi querido monsieur Poirot, me temo que le he puesto una pequeña trampa. Su promesa de encontrar a mi hijo es muy amable por su parte, pero ocurre que sé que no puede lograrlo, y así las cosas, sería un trato un tanto unilateral, ¿no le parece?

Madame, le juro por lo más sagrado que le devolveré a su hijo.

—Antes le pregunté, monsieur Poirot, si podría devolver la vida a los muertos.

—¿Luego el niño está muerto?

—Sí.

Él dio un paso hacia adelante y tomó a la condesa por la muñeca.

Madame, yo... el que habla, jura una vez más. Devolveré la vida a su hijo.

Ella se le quedó mirando fijamente como fascinada.

—Usted no me cree. Le demostraré que lo que digo es verdad. Déme la cartera que me quitaron.

Ella salió de la estancia y volvió con la cartera. Durante todo el tiempo mantuvo el revólver en la mano. Pensé que las posibilidades que Achille Poirot tenía de engañarla eran más bien escasas. La condesa Vera Rossakoff no era ninguna estúpida.

—Ábrala, madame. Levante la solapa de la izquierda. Ahora saque esa fotografía y mírela.

Extrañada, ella sacó lo que parecía ser una pequeña fotografía. Tan pronto como la vio profirió un grito y se balanceó como si se fuera a caer. A continuación, casi se abalanzó sobre mi compañero.

—¿Dónde?, ¿dónde?, dígamelo, ¿dónde?

—Recuerde el trato, madame.

—Sí, sí, confiaré en usted. Rápido, antes de que vuelvan.

Asiéndolo de la mano lo sacó a toda prisa y silenciosamente de la habitación. Yo les seguí. Desde la cámara exterior nos condujo al túnel por el que antes habíamos entrado; al cabo de un corto trecho, el túnel se bifurcaba Ella tomó el camino de la derecha Una y otra vez el pasaje se dividía, pero ella seguía' conduciéndonos sin vacilar ni dudar sobre el camino que debía tomar y aumentando la velocidad de la marcha

—Ojalá lleguemos a tiempo —dijo jadeando—. Debemos encontrarnos a cielo abierto antes de que se produzca la explosión.

Seguimos marchando. Comprendí que aquel túnel conducía directamente a través de la montaña y que tendría su salida en otro valle. El sudor corría por mi frente, pero seguí avanzando con todas mis fuerzas. A lo lejos, por fin¡ vi el resplandor de la luz del día. Cada vez estábamos más cerca El lugar estaba lleno de arbustos verdes, y nos vimos obligados a apartarlos para proseguir nuestro camino. Estábamos de nuevo al aire libre y la débil luz del amanecer lo teñía todo de un color rosado.

El cordón de que había hablado Poirot era una realidad. Apenas hubimos salido, tres hombres cayeron sobre nosotros, pero nos soltaron con un grito de asombro.

—Deprisa —gritó mi compañero—. Rápido... no hay tiempo que perder...

Pero él no estaba destinado a perecer. La tierra tembló bajo nuestros pies. Se produjo un terrorífico estallido y toda la montaña pareció disolverse. Fuimos lanzados por el aire.

Por fin recobré el conocimiento. Estaba en una cama extraña de una habitación también extraña. Alguien se hallaba sentado junto a la ventana Se volvió y vino junto a mí.

Era Achille Poirot... o, quizá era...

Una voz irónica y bien conocida despejó todas las dudas que pudiera tener.

—Pues claro, amigo mío, soy yo. Mi hermano Achille se ha ido a casa de nuevo: a la tierra de los mitos. En ella estuvo todo el tiempo. No sólo el Número Cuatro sabe interpretar un papel. Belladona en los ojos, el sacrificio del bigote y la auténtica cicatriz de una herida que me infligí y que me causó mucho dolor hace dos meses; pero no podía arriesgarme a falsificarla ante los ojos de águila del Número Cuatro. Y el toque final, el hecho de que usted supiera y creyera que existía una persona como Achille Poirot. La ayuda que me proporcionó fue valiosísima ¡La mitad del éxito del coup se le debe a usted! El quid del asunto era hacerles creer que Hércules Poirot se hallaba todavía en libertad dirigiendo las operaciones. Por otra parte, todo era verdad, las semillas de anís, el cordón de policías, etc.

—¿Pero por qué no envió realmente un sustituto?

—Y dejarle a usted en peligro sin estar a su lado. ¡Buena opinión le merezco! Además, siempre tuve la esperanza de que la condesa nos sacaría de allí.

—¿Cómo diablos se las arregló para convencerla? Le contó una historia poco creíble para que se la tragase... todo eso del niño muerto.

—La condesa tiene mucha más perspicacia que usted, mi querido Hastings. Al principio le engañó mi disfraz, pero no tardó en darse cuenta. Cuando ella dijo «Es usted muy listo, monsieur Achille Poirot», yo sabía que había adivinado la verdad. Tenía que jugar mi gran triunfo en aquel momento.

—¿Todo aquel galimatías sobre devolver la vida a los muertos?

—Exactamente... pero, ya ve, yo dispuse del niño desde el primer momento.

—¿Cómo?

—¡Claro que sí! Usted ya conoce mi lema: hay que estar preparado. Tan pronto como averigüé que la condesa Rossakoff estaba mezclada con los Cuatro Grandes hice todas las averiguaciones posibles sobre sus antecedentes y me enteré de que había tenido un hijo que al parecer había muerto. Averigüé también que existían discrepancias en el caso, lo que me hizo pensar que, después de todo, podría estar vivo todavía. Al final conseguí localizar al muchacho: el pobre estaba casi muerto de hambre. Lo llevé a un lugar seguro y obtuve una fotografía de él en su nuevo alojamiento. De ese modo, cuando llegó la ocasión, tuve dispuesto mi pequeño coup de théatre.