—¿Quieren sentarse? Halsey me ha dicho que desean ustedes cierta información que quizá yo pueda facilitarles.
—Así es, monsieur. Quisiera saber si conoce a un hombre llamado Li Chang Yen.
—Eso es raro... muy raro. ¿Cómo ha podido oír hablar de ese hombre?
—Entonces, ¿le conoce?
—Lo vi una vez. Sé algo de él, aunque no tanto como quisiera. Me sorprende, sin embargo, que ninguna otra persona en Inglaterra haya tenido noticias suyas. Es un gran hombre a su modo, pertenece a la clase de los mandarines y ya sabe usted; pero esto no es lo esencial del asunto. Hay buenas razones para suponer que él es el hombre que está detrás de todo ello.
—¿Detrás de qué?
—De todo. De la intranquilidad mundial, de los problemas laborales que acosan a todas las naciones y de las revoluciones que estallan en algunos países. Hay personas, y no me refiero a los alarmistas sino a quienes saben de lo que hablan, que dicen que existe una fuerza oculta que tiene por objetivo nada menos que desintegrar la civilización. En Rusia, ya sabe usted, se pusieron de manifiesto muchos indicios que revelaban que Lenin y Trotsky eran simples marionetas al servicio de otro cerebro. Carezco de pruebas concretas que pudieran ser consideradas como válidas, pero estoy completamente convencido de que ese cerebro fue el de Li Chang Yen.
—¡Vamos! —protesté—. ¿No es eso un poco improbable? ¿Cómo pudo un chino tener tanta influencia en Rusia?
Evidentemente enfadado conmigo, Poirot frunció el ceño.
—Para usted, Hastings —dijo—, todo lo que no procede de su propia imaginación es improbable; yo, en cambio, estoy de acuerdo con este caballero. Pero continúe, se lo ruego, monsieur.
—No puedo asegurar qué es lo que espera conseguir exactamente de todo ello —prosiguió el señor Ingles—; pero supongo que su enfermedad es la misma que atacó a los grandes cerebros desde la época de Akbar y Alejandro hasta la de Napoleón: la codicia de poder y de supremacía personal. Hasta los tiempos modernos, para conquistar el mundo era necesario el concurso de una fuerza armada; pero, en este siglo de desasosiego, un hombre como Li Chang Yen puede utilizar otros medios. Tengo pruebas de que disponemos de cantidades ilimitadas de dinero para emplearlo en sobornos y en propaganda, y existen indicios de que domina alguna fuerza científica mucho más poderosa de lo que el mundo ha podido jamás imaginar.
Poirot seguía las palabras del señor Ingles con la mayor atención.
—¿Y en China? —preguntó—. ¿Actúa también allí?
El otro asintió con énfasis.
—También allí —dijo—, aunque me es imposible presentar una prueba válida ante un tribunal. Conozco personalmente a todos los hombres que pueden ejercer alguna influencia en la China actual, y puedo decirles esto: los hombres que ocupan los puestos más importantes carecen de personalidad. Son marionetas que mueve una mano maestra y esa mano es la de Li Chang Yen, Él es el cerebro que domina el Oriente actual. Nosotros no comprendemos el Oriente ni lo comprenderemos nunca. Li Chang Yen es, en cualquier caso, su espíritu impulsor. Como cabía esperar, nunca sale a escena; jamás abandona su palacio de Pekín. Es el que mueve los hilos. Los mueve desde allí y los, efectos se sienten muy lejos.
—¿Y no existe nadie que se le oponga? —preguntó Poirot.
El señor Ingles se inclinó hacia adelante en su silla.
—En los últimos cuatro años lo han intentado cuatro hombres —dijo lentamente—; hombres de carácter, honrados y con gran capacidad intelectual. Con el tiempo, cualquiera de ellos podría haber obstaculizado sus planes.
—¿Y bien? —pregunté.
—Todos están muertos. Uno escribió un artículo y mencionó el nombre de Li Chang Yen en relación con los disturbios de Pekín; no habían transcurrido dos días cuando fue apuñalado en la calle. No se logró capturar al asesino. Las ofensas hechas por los otros dos fueron análogas. En una conferencia o en un artículo, o simplemente en una conversación, cada uno de ellos relacionó el nombre de Li Chang Yen con motines o revoluciones. Una semana después todos ellos estaban muertos. Uno fue envenenado, otro murió de cólera sin existir epidemia y el tercero fue encontrado muerto en su lecho. La causa de la última muerte no pudo determinarse; pero un médico que vio el cadáver me dijo que estaba quemado y apergaminado como si una onda de energía eléctrica de increíble potencia hubiera pasado a través de él.
—¿Y Li Chang Yen? —preguntó Poirot—. Como es natural, no habrá ninguna pista que conduzca hacia él. Pero habrá algún tipo de indicios, ¿no?
El señor Ingles se encogió de hombros.
—Indicios... sí, por supuesto. Una vez encontré a un hombre que estaba dispuesto a hablar, un joven chino que, protegido de Li Chang Yen, había destacado por sus conocimientos de química. Acudió a mí un día y pude comprobar que estaba al borde de una crisis nerviosa. Me habló de unos experimentos en los que había intervenido en el palacio de Li Chang Yen bajo su dirección; se trataba de experimentos con culíes en los que se había puesto de manifiesto el desprecio más repugnante por la vida y el sufrimiento humanos. Sus nervios estaban completamente deshechos y se hallaba en el más lamentable estado de terror. Hice que se instalara en una habitación del piso alto de mi propia casa, con la intención de interrogarle al día siguiente; por supuesto, fue una estupidez por mi parte.
—¿Cómo lo mataron? —preguntó Poirot.
—Nunca lo sabré. Aquella noche me despertó el incendio de mi propia casa y tuve la suerte de escapar con vida. La investigación reveló que el fuego de sorprendente intensidad se había producido en el piso superior y que los restos de mi joven amigo químico habían quedado reducidos a cenizas.
Por la ansiedad con que había estado hablando, pude comprobar que habíamos tocado el tema favorito del señor Ingles y que incluso él se había dado cuenta de que había ido demasiado lejos; parecía como si se riera con el aire del que pide perdón.
—Pero, por supuesto —continuó—, carezco de pruebas y ustedes, como los otros, dirán simplemente que soy víctima de una obsesión.
—Nada de eso —dijo Poirot con calma—, tenemos fundadas razones para creer en lo que usted nos cuenta. Estamos particularmente interesados por Li Chang Yen.
—Es muy singular que usted le conozca No imaginaba que pudiera haber una sola persona en Inglaterra que tuviera alguna información sobre él. Me agradaría saber cómo consiguió enterarse de estas cosas... si no es indiscreción.
—No, monsieur, en absoluto. Un hombre buscó refugio en mi residencia Sufría una grave conmoción, pero consiguió decirnos lo suficiente como para interesarnos por ese Li Chang Yen. Describió a cuatro personas, los Cuatro Grandes, una organización de la que hasta ahora no habíamos tenido noticias. El Número Uno es Li Chang Yen, el Número Dos un norteamericano desconocido y el Número Tres una francesa igualmente desconocida; el Número Cuatro podría designarse como el ejecutivo de la organización: el destructor. Mi informante murió. Dígame, monsieur, ¿conocía usted acaso la expresión «Los Cuatro Grandes»?
—Sí, pero no la relacionaba con Li Chang Yen. He oído hablar de ella, o he leído algo hace poco... y también en circunstancias extrañas. ¡Ah!, ya sé.
Se levantó y se dirigió a un precioso armario taraceado y barnizado con laca Volvió con una carta en la mano.
—Aquí tiene usted. Es una nota de un viejo marino con el que me encontré una vez en Shangai. Un viejo vicioso de pelo cano al que supongo ya borracho y lloroso. Esto lo escribió en sus desvaríos de alcohólico.