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—Es tal como se lo digo, Hastings —me señaló después del juicio—. Es un artista. No se disfraza con una barba falsa ni con gafas ahumadas. Altera sus facciones, sí; pero eso es lo menos importante. Por el momento, él es el hombre que quiere ser. Vive en su papel.

No tuve más remedio que admitir que el visitante que dijo proceder del manicomio de HanweII encajaba perfectamente con la idea que yo tenía de lo que debe parecer un empleado de un centro de esa naturaleza No hubiera dudado de él ni por un momento.

Todo era un poco desalentador, y la experiencia que tuvimos en Dartmoor no pareció ayudarnos mucho. Así se lo dije a Poirot, pero él no quiso reconocer que hubiéramos perdido el tiempo.

—Progresamos —dijo—, progresamos. Cada vez que entramos en contacto con ese hombre, conocemos un poco mejor su mentalidad y sus métodos. Por el contrario, él no sabe nada de nosotros ni de nuestros planes.

—En eso, Poirot —protesté—, él y yo nos hallamos por lo que parece en la misma situación. Para mí, es como si usted no tuviera ningún plan y estuviera sentado, aguardando a que él haga algo.

Poirot sonrió.

Mon ami, usted no cambia. Siempre es el mismo Hastings, despierto y dispuesto a saltar sobre sus gargantas. Quizá —añadió al oír que llamaban a la puerta— tenga ahora su oportunidad; quizá sea nuestro amigo el que entra.

Y se rió al ver mi decepción cuando los que entraron en la habitación fueron el inspector Japp y otro hombre.

—Buenas noches, monsieur—dijo el inspector—. Permítame que le presente al capitán Kent, del Servicio Secreto de los Estados Unidos.

El capián Kent era un norteamericano alto y delgado, con una cara singularmente impasible que parecía haber sido tallada en madera.

—Encantado de conocerles, caballeros —murmuró mientras estrechaba nuestras manos con gran energía.

Poirot echó otro leño más al fuego, y acercó más sillones. Yo saqué unos vasos, el whisky y el agua de seltz. El capitán bebió un buen trago y manifestó su agradecimiento.

—Afortunadamente, en su país todavía no se ha aprobado ninguna ley seca —observó.

—Y ahora vamos al grano —dijo Japp—. Monsieur Poirot me ha hecho cierta petición. Estaba interesado por cierto asunto que llamaremos de «Los Cuatro Grandes», y me pidió que le informara si alguna vez oía mencionar ese término en el curso de mis actividades oficiales. Aunque apenas intervine en el asunto, recordé su petición y cuando el capián se presentó con una historia bastante curiosa me dije enseguida: «Vamos a pasarnos por casa de monsieur Poirot».

Poirot miró al capitán Kent, y el norteamericano dio principio a su relato.

—Quizá recuerde haber leído, señor Poirot, que cierto número de torpederos y destructores se hundieron por haberse estrellado contra las rocas en la costa estadounidense. Como quiera que esto ocurrió después del terremoto japonés, la explicación oficial señaló que el desastre había sido consecuencia de una marejada originada por dicho terremoto. Sin embargo, hace poco se realizó una redada de maleantes y pistoleros y con ellos fueron aprehendidos ciertos documentos que cambiaron completamente el cariz del asunto. Parecían referirse a una organización denominada los «Cuatro Grandes» y daban una descripción incompleta de una potente instalación de radio: una concentración de energía inalámbrica mucho más potente que cualquier cosa hasta ahora conocida, y capaz de concentrar un haz de gran intensidad sobre un punto determinado. Aunque las afirmaciones que sobre este invento se hacían parecían manifiestamente absurdas, las envié al cuartel general por si allí pudieran interesarles, y uno de nuestros doctos profesores se enfrascó en su estudio. Por lo que parece, un científico británico presentó hace poco en la Asociación Británica una comunicación sobre esta cuestión. Según dicen todos, sus colegas no le concedieron gran importancia y pensaron que todo ello era un poco inverosímil y fantástico; pero el científico siguió en sus trece y declaró que él mismo estaba a punto de obtener éxito en sus experimentos.

Eh bien?—preguntó Poirot, con interés.

—Se sugirió que yo debería venir aquí y entrevistarme con ese caballero. Se trata de un hombre joven que se apellida Halliday. Por lo visto, es la principal autoridad en la materia, y yo tenía que obtener de él información encaminada a saber si la invención propuesta era viable a pesar de todo.

—¿Y lo era? —pregunté con impaciencia.

—Eso es precisamente lo que no sé. No he visto al señor Halliday y, por lo que me dicen, no es probable que lo vea.

—La verdad es —dijo Japp bruscamente— que Halliday ha desaparecido.

—¿Cuándo?

—Hace dos meses.

—¿Se denunció su desaparición?

—Naturalmente. Su esposa vino a vernos en un estado de gran agitación. Hicimos cuanto pudimos, pero desde el principio sabía que no obtendríamos resultado alguno.

—¿Por qué no?

—Nada podemos hacer... cuando un hombre desaparece en esa dirección. —Y Japp guiñó un ojo.

—¿En qué dirección?

—En la de París.

—¿De modo que Halliday desapareció en París?

—Sí, fue allí con motivo de una investigación científica, o por lo menos eso dijo. Pero ya sabe usted lo que quiere decir que un hombre desaparezca allí. O es obra de delincuentes comunes, lo cual pone punto final a la cuestión, o bien es una desaparición voluntaria, y puedo asegurarles que eso es lo más probable. El alegre París y todo eso, ya saben ustedes. La vida hogareña les pone enfermos. Halliday y su esposa no estaban en buenos términos antes de que él emprendiera el viaje, todo lo cual hace que el caso resulte particularmente claro.

—Me extraña —dijo pensativamente Poirot.

El norteamericano le miraba con curiosidad.

—Dígame, señor —parecía con si arrastrara las palabras—, ¿qué es eso de los Cuatro Grandes? —Los Cuatro Grandes —respondió Poirot— constituyen una organización internacional dirigida por un chino, al que se le denomina el Número Uno. El Número Dos es un norteamericano. El Número Tres es una francesa. El Número Cuatro, «el destructor», es un inglés.

—¿Conque una francesa, eh? —el americano dio un silbido—. Y Halliday desapareció en Francia. Quizá tenga alguna relación. ¿Cómo se llama ella?

—Lo ignoro. No sé nada sobre ella.

—Pero es una buena idea, ¿no? —sugirió el otro.

Poirot asintió mientras ponía en fila los vasos de la bandeja. Su pasión por el orden parecía más fuerte que nunca.

—¿Qué pretendieron al hundir esos barcos? ¿Son los Cuatro Grandes un truco publicitario alemán?

—Los Cuatro Grandes no actúan por cuenta ajena, monsieur le capitaine. Su objetivo es dominar el mundo.

El norteamericano se echó a reír, pero se interrumpió al ver la seriedad del rostro de Poirot.

—Usted se ríe, monsieur —dijo Poirot, moviendo negativamente un dedo ante él— No reflexiona... No utiliza las células grises del cerebro. ¿Quiénes son estos hombres que envían una parte de su armada a la destrucción simplemente como una prueba de su poder? No fue otra cosa, monsieur, que un ensayo de esa nueva fuerza de atracción magnética que ellos poseen.

—Continúe, monsieur —dijo Japp con buen humor—. He leído trabajos sobre supercriminales en más de una ocasión, pero nunca me he tropezado con ellos. Bueno, ya ha oído usted el relato del capitán Kent. ¿Puedo serle útil en algo más?