El aire en el patio era frío y húmedo, resbaladizos los adoquines bajo la fina suela de sus botas. Sobre su cabeza, persistían algunas estrellas. Abrió la gran puerta de una pieza que comunicaba con el salón y se asomó a su interior. Velas, figuras; ¿llegaba tarde? Entró, esperando a que se acostumbraran sus ojos.
Tarde no, pronto. Las hileras de tablillas conmemorativas de la familia desplegadas en la parte delantera de la estancia exhibían media docena de viejos muñones de cera encendidos ante ellas. Dos mujeres, arrebujadas en sus chales, estaban sentadas en el primer banco, observando a una tercera.
La viuda royina Ista estaba postrada ante el altar en gesto de profunda súplica, tendida en el suelo, con los brazos extendidos. Sus dedos se abrían y cerraban; las uñas estaban roídas hasta la cutícula. La rodeaba un revoltijo de camisones y chales. Su mata de cabello rizado, antaño dorado, oscurecido ahora por la edad a un pardo apagado, estaba desplegado en torno a ella como un abanico. Por un momento, Cazaril se preguntó si se habría quedado dormida, tan inmóvil yacía. Pero en su pálido semblante, girado de perfil con la suave mejilla reposada directamente en el suelo, los ojos estaban abiertos, grises y fijos, cuajados de lágrimas esperando a ser vertidas.
Era un rostro que reflejaba el más profundo pesar; trajo a la memoria de Cazaril el aspecto de algunos hombres que había conocido, rotos en cuerpo y alma por el calabozo o los horrores de las galeras. O del suyo propio, atisbado tenuemente en un espejo de acero bruñido en la casa de la Madre de Ibra, cuando los acólitos le habían rasurado la cara insensible y le habían animado a mirarse, veis, mejor así. Pero estaba más que seguro de que la royina no había olido siquiera un calabozo en su vida, nunca había sentido el mordisco de la tralla, nunca, quizá, había levantado un hombre la mano contra ella, enfurecido. Entonces, ¿qué? Se quedó quieto, con la boca entreabierta, temeroso de hablar.
Percibió un crujido y un frufrú a su espalda y se giró para ver a la viuda provincara, asistida por su prima, que entraba en esos momentos. Le dedicó un arqueamiento de ceja al pasar junto a él; Cazaril ensayó una mínima inclinación de cabeza. Las damas de compañía que velaban por la royina se sobresaltaron y se incorporaron, ofreciendo el fantasma de una reverencia.
La provincara recorrió el pasillo flanqueado por las hileras de bancos y estudió a su hija, inexpresiva.
– Oh, cielos. ¿Cuánto hace que está así?
Una de las damas de compañía volvió a inclinarse a medias.
– Se levantó en plena noche, vuestra gracia. Pensamos que sería mejor permitir que bajara antes que pelear con ella. Como instruisteis…
– Ya, ya. -La provincara desdeñó la nerviosa excusa con un aspaviento-. ¿Ha dormido algo?
– Una o dos horas, creo, mi lady.
La provincara exhaló un suspiro y se arrodilló al lado de su hija. Su voz se suavizó, perdió toda sequedad; por vez primera, Cazaril escuchó la edad que acusaba.
– Ista, corazón. Levántate y vete a la cama. Los demás se ocuparán hoy de las oraciones.
La mujer postrada movió los labios, dos veces, antes de que escaparan de ellos unas palabras susurradas.
– Si es que escuchan los dioses. Si es que escuchan, que no hablan. Me han vuelto el rostro, madre.
La anciana le acarició el cabello, casi con torpeza.
– Ya rezarán otros hoy. Encenderemos todas las velas de nuevo, y volveremos a intentarlo. Deja que tus damas te conduzcan a la cama. Venga, levanta.
La royina sorbió por la nariz, parpadeó y, renuente, se incorporó. A un gesto de cabeza de la provincara, las damas de compañía se adelantaron para guiar a la royina fuera de la sala, tras recoger los chales que se habían quedado desparramados en el suelo. Cazaril escrutó su rostro con ansiedad cuando pasó a su lado, pero no encontró indicio alguno de enfermedad consuntiva, ni pigmentación amarilla en la piel o en los ojos, ni enflaquecimiento. Apenas si pareció que ella reparara en Cazaril; el barbado desconocido no encendió la chispa del reconocimiento en sus ojos. Bueno, no había ningún motivo por el que debiera acordarse de él, un simple paje entre las docenas de ellos que habían entrado y salido de la casa de Baocia durante el transcurso de los años.
La provincara volvió la cabeza cuando se hubo cerrado la puerta tras su hija. Cazaril se encontraba lo bastante cerca para verla suspirar en silencio.
Le dedicó una honda reverencia.
– Gracias por estas ropas de festejo, vuestra gracia. Si… -vaciló-. Si hay algo que pueda hacer para aliviar vuestra carga, lady, o la de la royina, sólo tenéis que pedírmelo.
La anciana sonrió, le cogió la mano y le dio una palmada ausente, pero no respondió. Fue a abrir los postigos de la ventana del ala oriental de la estancia, para permitir la entrada del almibarado fulgor del amanecer.
Al otro lado del altar, lady de Hueltar sopló para apagar las velas y recogió los troncos mermados en una cesta traída a tal efecto. La provincara y Cazaril le ayudaron a reemplazar los deprimentes tocones de cada pebetero con sendas velas nuevas de cera de abeja. Cuando las docenas de cirios estuvieron de pie a semejanza de jóvenes soldados, cada uno delante de su correspondiente tablilla, la provincara se apartó y asintió satisfecha con la cabeza.
El resto de la casa comenzó a llegar en ese momento, y Cazaril ocupó un asiento discretamente apartado en uno de los bancos de la entrada. Cocineros, criados, mozos de cuadra, pajes, el cazador y el cetrero, el ama de llaves, el castellano, todos ataviados con sus mejores galas, con todo el blanco y el azul que habían conseguido reunir, entraron en silencioso desfile y se sentaron. Lady Betriz entró acompañando a la rósea Iselle, de punta en blanco y un tanto envarada en el núcleo de los elaborados, estratificados y brillantemente bordados ropajes de la Dama de la Primavera, cuyo papel había sido elegida para representar en el día de hoy. Tomaron asiento, privilegiadas, en uno de los primeros bancos y consiguieron no hacerse reír la una a la otra. Las siguió un divino de la Sagrada Familia del templo de la ciudad, contrastando su atuendo blanco y azul de la Hija con el negro y gris del Padre del día anterior. El divino ofreció a los reunidos un breve servicio dedicado a la sucesión de la estación y la paz de los difuntos que aquí se representaba y, cuando los primeros rayos de sol tanteaban la ventana del este, apagó con mucha ceremonia la última vela que ardía aún, la última llama que quedaba encendida en toda la casa.
Todos asistieron a continuación a un desayuno frío que se había preparado sobre caballetes en el patio. Frío, que no frugal; Cazaril hubo de recordarse que no hacía falta que saldara cuentas con tres años de privaciones en un solo día, y que le esperaba enseguida un paseo colina arriba y abajo. Empero, se encontraba dichosamente ahíto para cuando trajeron el mulo blanco de la rósea.
También la bestia lucía adornos en forma de cintas azules y flores recién trenzadas en la crin y la cola. Sus colgaduras habían sido gloriosamente elaboradas con todos los símbolos de la Dama de la Primavera. Iselle, con sus ropas del Templo, arreglada la melena para que se derramara igual que una catarata ambarina sobre sus hombros desde la corona de hojas y flores, fue aupada con mimo hasta la silla, recogidos sus pliegues y volantes. Esta vez, se sirvió de un bloque de montar y de la ayuda de un par de pajes jóvenes y fornidos. El divino cogió el cordón de seda azul del mulo y la condujo fuera de las puertas. La provincara fue subida a lomos de una sosegada yegua alazana adornada con vistosos calcetines blancos, trenzada a su vez con cintas y flores, conducida por su castellano. Cazaril reprimió un eructo y, a una seña de de Ferrej, se apresuró a situarse detrás de las damas montadas, ofreciendo cortésmente su brazo a la dama de Hueltar. El resto de la casa, todos los que iban a sumarse a pie a la procesión, adoptaron sus posiciones.
La risueña barahúnda recorrió las calles de la ciudad como una serpiente en dirección a la antigua puerta del este, donde habría de comenzar oficialmente el desfile. Aguardaban allí unas doscientas personas, entre ellas unos cincuenta caballeros montados de las asociaciones de guardianes de la Hija, venidos de todo el interior de Valenda. Cazaril pasó justo por debajo de las narices del rollizo soldado que le había lanzado aquella moneda equivocada el día anterior, pero el hombre le devolvió la mirada sin reconocerlo, limitándose a dedicarle un cortés asentimiento en vista de sus sedas y su espada. Y de su corte de pelo y su baño, supuso Cazaril. Qué extraño, cómo nos ciega la superficie de las cosas. Los dioses, presumiblemente, veían a través. Se preguntó si lo encontrarían tan incómodo como él a veces, últimamente.
Arrinconó sus curiosas ideas mientras formaba la procesión. El divino cedió las riendas de Iselle al anciano caballero que había sido seleccionado para representar el papel del Padre del Invierno. En la procesión invernal habría asumido el lugar del dios un nuevo padre más joven, tan pulcro su negro atuendo como el de un juez, montado a lomos de un soberbio caballo negro conducido por el andrajoso y saliente Hijo del Otoño. El abuelo de este día se cubría con una colección de trapos grises que convertían el aspecto de Cazaril del día anterior en el de un ímprobo ciudadano, embadurnada de ceniza la barba, el pelo y las pantorrillas desnudas. Sonrió e hizo alguna broma a Iselle; la joven se rió. Los guardias se alinearon detrás de la pareja y la procesión al completo comenzó su ronda de las antiguas murallas de la ciudad, o de la porción de las mismas que aún no había quedado obstruida por las nuevas construcciones. Algunos acólitos del Templo siguieron a los soldados y al resto, para dirigir los cánticos, y animar a todos a utilizar las palabras adecuadas y no las versiones más vulgares.