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Cualquier vecino de la ciudad que no formara parte de la procesión formaba ahora parte de la audiencia y arrojaba, principalmente, flores y hierbas. En la vanguardia, Cazaril pudo ver a las acostumbradas y escasas jóvenes casamenteras que se abalanzaban sobre la Hija para rozar su vestido y encontrar la suerte necesaria para encontrar marido en esta estación, antes de alejarse corriendo de nuevo, entre risas. Tras un saludable paseo matutino -gracias a los cielos por la agradable temperatura; una primavera memorable habían hecho esto mismo bajo una tormenta de aguanieve- la desordenada procesión al completo puso rumbo de nuevo a la puerta del este y desfiló hacia el templo que se levantaba en el corazón de la ciudad.

El templo estaba erigido a un lado de la plaza mayor, rodeado de una parcela ajardinada y un muro bajo de piedra. Estaba construido según la planta cuatripartita, semejante a un trébol de cuatro hojas que radicaban en su patio central. Las paredes eran de la piedra dorada local que tanto serenaba el corazón de Cazaril, coronadas por azulejos rojos también nativos. Uno de los lóbulos con cúpula albergaba el altar del dios de cada estación; la torre redonda y separada del Bastardo, directamente detrás de la puerta de su madre, contenía su ara.

La dama de Hueltar tiró implacable de Cazaril hasta la parte delantera mientras la rósea era desmontada de su mulo y guiada bajo el pórtico. Cazaril descubrió que lady Betriz había tomado lugar a su lado, con el cuello estirado para seguir las evoluciones de Iselle. Bajo la nariz de Cazaril, el fresco perfume de las flores y el follaje imbricado en torno a su cabeza se mezclaba con la cálida fragancia de su cabello, la exhalación misma de la primavera. La multitud los empujó hacia delante desbordando las puertas abiertas de par en par.

En el interior, con las sombras oblicuas de la mañana tiñendo aún el patio principal adoquinado, el Padre del Invierno limpió los restos de ceniza del hogar elevado del fuego sagrado central y los espolvoreó sobre su persona. Los acólitos salieron al frente para disponer leña nueva, bendecida por el divino. El ceniciento barbudo fue expulsado entonces de la cámara en medio de pitidos, abucheos, varas con cascabeles y misiles de blanda lana que representaban bolas de nieve. Se consideraba que el año había sido aciago, al menos para el avatar del dios, cuando el gentío podía lanzar auténticas bolas de nieve.

La Dama de la Primavera en la persona de Iselle fue conducida hacia delante para que encendiera el nuevo fuego con acero y pedernal. Se arrodilló en los cojines dispuestos para tal fin y se mordió el labio, adorable en su concentración, mientras amontonaba las virutas secas y las hierbas sagradas. Todo el mundo contuvo la respiración; una docena de supersticiones rodeaban la cuestión de cuántos intentos eran necesarios para que el avatar del dios ascendente encendiera el nuevo fuego cada estación.

Tres rápidos golpes, una lluvia de chispas, un soplo de joven aliento; la llama diminuta prendió. Presto, el divino se agachó para encender la nueva vela delgada antes de que pudiera ocurrir cualquier desafortunado accidente. No se produjo ninguno. Se alzó por doquier un murmullo de aliviada aprobación. La pequeña llama fue transferida al hogar sagrado, e Iselle, luciendo orgullosa y un tanto aliviada, recibió ayuda para incorporarse. Sus ojos grises parecían arder tan rutilantes y vivaces como el nuevo fuego.

La condujeron luego al trono del dios reinante, y dio comienzo el verdadero acontecimiento de la mañana: recoger los obsequios cuatrimestrales del templo que posibilitarían su funcionamiento durante los próximos tres meses. Cada cabeza de casa salió al frente para rendir su bolsita de monedas u otra ofrenda a las manos de la Dama, recibir su bendición y ver su cantidad anotada por el secretario del templo en la mesa sita a la diestra de Iselle. Eran acompañados luego a su vez para recibir la vela delgada con el nuevo fuego, con el que habrían de regresar a sus casas. La casa de la provincara fue la primera, por orden de rango; el monedero que depositó el alcaide del castillo en manos de Iselle estaba cargado de oro. Salieron al frente otros prohombres. Iselle sonreía, recibía e impartía bendiciones; el divino en jefe sonreía, transfería y repartía agradecimientos; el secretario sonreía, anotaba y acumulaba.

Al lado de Cazaril, Betriz se envaró de… ¿emoción? Asió brevemente el brazo izquierdo de Cazaril.

– El siguiente es ese vil juez, Vrese -le siseó al oído-. ¡Mirad!

Un personaje de aspecto avinagrado y mediana edad, ricamente ataviado con terciopelos azul marino y cadenas de oro, subió ante el trono de la Dama bolsa en mano. Con una sonrisa tensa, se la tendió.

– La Casa de Vrese presenta esta ofrenda a la diosa -entonó el juez, con voz nasal-. Bendícenos para la estación que empieza, mi dama.

Iselle recogió las manos en el regazo. Levantó la barbilla, dedicó a Vrese una mirada absolutamente seria e impasible, y dijo en voz alta y clara:

– La Hija de la Primavera recibe ofrendas sinceras. No acepta sobornos. Honorable Vrese. Tu oro significa más que nada para ti. Puedes quedártelo.

Vrese retrocedió medio paso; con la boca abierta por la incredulidad, permaneció clavado en el sitio. El sobrecogido silencio se propagó en ondas hasta el final de la congregación, para regresar en forma de crecientes murmullos de ¿Qué? ¿Qué ha dicho? No lo he oído… ¿Cómo? El divino en jefe demudó el semblante. El servicial secretario levantó la cabeza con una expresión de pávido horror.

Un hombre bien vestido que aguardaba hacia la cabeza de la fila soltó una resonante risotada de regocijo; sus labios se retrajeron en una expresión que tenía poco que ver con el humor, y mucho con la apreciación de la justicia cósmica. Junto a Cazaril, lady Betriz saltó sobre la punta de los pies y siseó entre dientes. Un reguero de risas contenidas siguió a los susurros explicativos que se propagaban entre la multitud de vecinos como brotes en primavera.

El juez miró iracundo al divino en jefe y le tendió a él la mano bruscamente, sujetando la ofrenda embolsada. Las manos del divino se abrieron y cerraron a sus costados. Volvió la vista, implorante, hacia el trono que ocupaba el avatar de la diosa.

– Lady Iselle -susurró por la comisura de la boca, si bien no en voz lo bastante baja-, no podéis… no podemos… ¿os ha hablado la diosa a este respecto?

– Habla en mi corazón -respondió Iselle, en voz mucho menos baja-. ¿En el vuestro no? Además, le pedí que sellara su aprobación concediéndome la primera llama, y lo hizo. -Perfectamente compuesta, se inclinó sorteando al paralizado juez, sonrió radiante al ciudadano que aguardaba su turno, e invitó-: ¿Vos, sir?

A la fuerza, el juez se hizo a un lado, sobre todo porque el siguiente suplicante, sonriendo maliciosamente, no dudó en avanzar y abrirse paso con el hombro.

Un acólito, impulsado a actuar por la furibunda mirada de su superior, se apresuró a invitar al juez a retirarse a otra parte y discutir este contratiempo. Su leve ademán de aproximación a la bolsa de la ofrenda fue cortado en seco por el gélido ceño fruncido que descargó sobre él la rósea; el muchacho se guardó la mano detrás de la espalda e hizo una reverencia para despedir al colérico juez. Al otro lado del patio, la provincara, sentada, se pellizcó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, se pasó la mano por la boca y contempló exasperada a su nieta. Iselle se limitó a levantar la barbilla y proseguir intercambiando desapasionadamente bendiciones de la diosa por los obsequios del cuatrimestre que le entregaba una fila de ciudadanos que, de repente, se habían olvidado del tedio y la monotonía de la ceremonia.

Mientras ella repasaba las distintas casas de la ciudad, en la calle se recogían ofrendas en forma de pollos, huevos y becerros, cuyos portadores sólo entraban en los sagrados precintos para recoger su bendición y su fuego nuevo. Lady de Hueltar y Betriz fueron a reunirse con la provincara en su banco de honor, y Cazaril se sentó detrás con el castellano, que dedicó a su recatada hija un sospechoso ceño paternal. Gran parte del gentío se alejó; la rósea cumplió con su sagrado deber, risueña, hasta dar las gracias al último leñador, a un carbonero, a un mendigo -que cantó un himno a modo de ofrenda- con el mismo tono impertérrito con que había bendecido a los prohombres de Valenda.