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– ¡Sí, sí! -La provincara dio una palmada; el ruido sobresaltó a Cazaril-. Los dioses han querido que os poséis en mi brazo. Que me lleven los demonios del Bastardo si soy tan necia como para no domesticaros.

Cazaril sonrió, perplejo y curioso.

– Cazaril, dijisteis que buscabais trabajo. Tengo uno para vos. -Se reclinó contra el respaldo, triunfal-. ¡Secretario tutor de la rósea Iselle!

Cazaril sintió que se le desencajaba la mandíbula. Parpadeó con gesto estúpido.

– ¿Qué?

– Teidez ya tiene su propio secretario, que ordena los libros de sus aposentos, redacta sus cartas, cosas así… va siendo hora de que Iselle disponga de su propio custodio, en el umbral entre el mundo de las mujeres y el mayor al que tendrá que enfrentarse. Además, ninguna de esas estúpidas institutrices ha sido capaz de bregar con ella. Necesita la autoridad de un hombre, eso es. Tenéis el rango, tenéis la experiencia… -La provincara… sonrió, eso era lo único que podría decirse de su sobrecogedora expresión de regocijo-. ¿Qué me decís, mi lord castelar?

Cazaril tragó saliva.

– Creo… creo que si me prestarais una navaja ahora, con la que poder cortarme el cuello, nos ahorraríamos tiempo. Por favor, vuestra gracia.

La provincara bufó.

– Bien, Cazaril, bien. Eso me gusta en un hombre, que no subestime su situación.

De Ferrej, que al principio había parecido sobresaltado y alarmado, miró a Cazaril con renovado interés.

– Apostaría a que podríais dirigir su atención hacia las declinaciones darthacas. Habéis estado allí, a fin de cuentas, lo que no puede decirse de ninguna de estas cotorras -prosiguió la provincara, cada vez más entusiasmada-. El roknari, también, aunque recemos para que nunca le haga falta. Leedle poesía brajarana, recuerdo que os gustaba. Modales… saben los dioses que habéis servido en la corte del roya. Vamos, vamos, Cazaril, no me miréis con ojos de cordero degollado. Os resultará tarea sencilla, durante vuestra convalecencia. Eh, no penséis que no me doy cuenta de la enfermedad que habéis sufrido -añadió ante su débil gesto de negación-. Sólo tendrías que escribir, como mucho, un par de cartas a la semana. Menos. Y habéis trabajado de correo… cuando salgáis a montar con las muchachas, no tendré que escuchar después los resoplidos y los resuellos de esas pazguatas de muslos de miga de pan. En cuanto a lo de cuidar de los libros de su cuarto… bah, después de haber gobernado una fortaleza, eso debería de ser un juego de niños para vos. ¿Qué decís, estimado Cazaril?

La visión era a un tiempo tentadora y abrumadora.

– ¿No podrías darme mejor una fortaleza sitiada?

El humor desapareció de la faz de la provincara. Se inclinó hacia delante y le dio una palmada en la rodilla; bajó la voz, y exhaló:

– Lo estará, dentro de poco. -Hizo una pausa, lo estudió-. Me preguntasteis si había algo que pudierais hacer para aliviar mi carga. A grandes rasgos, la respuesta es no. No podéis devolverme la juventud, no podéis… mejorar muchas cosas. -Cazaril se preguntó de nuevo hasta qué punto pesaba sobre ella la frágil salud de su hija-. Pero este pequeño favor sí que podéis hacérmelo, ¿verdad?

Le estaba suplicando. Ella le estaba suplicando a él. El mundo se había vuelto del revés.

– Estoy a vuestras órdenes, desde luego, lady, desde luego. Es sólo que… es que… ¿estáis segura?

– No sois ningún desconocido aquí, Cazaril. Y siento la desesperada necesidad de encontrar un hombre en el que confiar.

Se le derritió el corazón. O la sesera. Inclinó la cabeza.

– En ese caso, soy todo vuestro.

– De Iselle.

Cazaril, con los codos en las rodillas, la miró a ella y a un lado, al ceñudo y pensativo de Ferrej, y de nuevo a la anciana de rostro obstinado.

– Lo… entiendo.

– Sé que lo entendéis. Por eso Cazaril, os quiero para ella.

4

A la mañana siguiente, la provincara en persona se ocupó de presentar a Cazaril en el aula de las jóvenes damas. Esta pequeña cámara soleada se encontraba en el ala este del torreón, en la planta superior ocupada por la rósea Iselle, lady Betriz, su fámula y una doncella. El róseo Teidez disponía de aposentos similares para su subcasa en el nuevo edificio al otro lado del patio, de proporciones mucho más generosas, sospechaba Cazaril, y con mejores chimeneas. El aula de Iselle estaba parcamente amueblada con dos pupitres, sillas, una sola estantería medio vacía y un par de baúles. Con el añadido de Cazaril, que se sentía desmesuradamente alto y torpe bajo el techo de vigas bajas, y las dos muchachas, su aforo estaba completo. La contumaz fámula tuvo que llevarse sus labores a la estancia adyacente, aunque la puerta que comunicaba ambas habitaciones permaneció abierta.

Cazaril tenía la impresión de encontrarse ante toda una clase, no sólo una pupila. Una doncella del abolengo de Iselle casi nunca estaría sola, y menos con un hombre, ni siquiera con uno prematuramente envejecido y convaleciente perteneciente a su propia casa. No sabía qué opinaban las dos damiselas de este acuerdo tácito, pero él se sentía aliviado en secreto. Jamás se había sentido tan repulsivamente masculino… grosero, torpe y degradado. En suma, esta pacífica y jovial atmósfera femenina distaba tanto del banco de remos de una galera roknari como Cazaril creía posible imaginar, y hubo de reprimir un acceso de delirante regocijo ante el contraste cuando agachó la cabeza para eludir el dintel y entrar en la sala.

La provincara lo anunció sucintamente como el nuevo secretario tutor de Iselle, "Como el que tiene tu hermano", un obsequio evidentemente inesperado que Iselle, tras un parpadeo de sorpresa, aceptó sin la menor objeción. A juzgar por su mirada calculadora, la novedad y el ascenso de posición que suponía ser instruida por un hombre le resultaba ciertamente agradable. También lady Betriz, le alentó percibir a Cazaril, parecía alerta e interesada en vez de recelosa u hostil.

Cazaril confiaba en parecer lo bastante erudito para engañar a las jóvenes, ceñido hoy el pulcro traje pardo de lana del mercader por el cinturón con engastes de plata del castellano, privado de la espada. Había tenido la previsión de proveerse de cuantos libros en darthaco le había permitido encontrar un rápido vistazo a los restos de la biblioteca del difunto provincar, una media docena aproximada de volúmenes. Los soltó con un impresionante golpe encima de una de las pequeñas mesas y dedicó a ambas pupilas una sonrisa deliberadamente siniestra. Si esto guardaba algún parecido con el adiestramiento de jóvenes soldados, jóvenes caballos, o jóvenes halcones, la clave estribaba en asumir la iniciativa desde el primer momento, y mantenerla a partir de ahí. Da igual que estuviera tan hueco como un tambor, mientras sonara igual de fuerte.

La provincara se marchó tan bruscamente como había llegado. Fingiendo disponer de un plan mientras lo trazaba, Cazaril empezó directamente sometiendo a examen el darthaco de la rósea. Le pidió que leyera una página al azar de uno de los volúmenes, puesto que éste versaba sobre un tema que Cazaril conocía al dedillo: la zapa y el minado de líneas fortificadas en el transcurso de los asedios. Con no poca ayuda e incitación, Iselle se las vio con tres arduos párrafos. Dos o tres preguntas que le planteó Cazaril en darthaco la pusieron en el aprieto de explicar el contenido de lo que acababa de leer, forcejeando y escupiendo las palabras.

– El acento es horrible -calificó Cazaril, con franqueza-. Un darthaco lo encontraría casi ininteligible.

Iselle levantó la cabeza para fulminarlo con la mirada.

– Mi institutriz dice que es bastante bueno. Dice que mi entonación es muy melódica.

– Sí; habláis igual que una pescadera del sur de Ibra pregonando la mercancía. También saben ser melódicas cuando quieren. Pero cualquier señor darthaco, y todos ellos son arrogantes como avispas cuando se trata de su espantosa lengua, se os reiría en la cara. -Cuando menos, en una ocasión se habían reído en la cara de Cazaril-. Vuestra institutriz os halagaba, rósea.

Iselle frunció el ceño.

– ¿Y vos no sois dado a halagos, castelar?

Su tono, así como los términos expuestos, tenían una mayor doble intención de la que él se había esperado. La irónica reverencia de Cazaril, sentado en un baúl que había acercado al otro lado de la mesa, resultó más corta y menos compungida de lo que había pretendido por culpa de la tirantez de sus apósitos.

– No me tengo por un completo patán. Pero si queréis que un hombre os dispense cómodas mentiras acerca de vuestra evolución, y acabe así con vuestras esperanzas de destacar sinceramente, estoy seguro de que lo encontraréis en alguna parte. No todas las prisiones están hechas de barrotes de hierro. Algunas están hechas de camas de plumas. Rósea.